Crítica: Demolición

Jake Gyllenhaal Demolition

Jake Gyllenhaal… ¿qué clase de nombre es ese? Suena a superhéroe o algo por el estilo. Esa pregunta nos la hacíamos hace quince años cuando conocimos a un adolescente apocado y bastante tocado de la cabeza en Donnie Darko. Pronto nos aprendimos cómo se escribía ese apellido y nos prometimos no fallarle para que nunca estuviese solo. Durante estos años, le hemos visto salvar dramas indies (The Good Girl, El compromiso), dar visibilidad (Brokeback Mountain), enseñar cacho (Amor y otras drogas, Jarhead) y pegársela con blockbusters (El día de mañana, Prince of Persia o Everest). Gyllenhaal ha sabido construir una notable carrera gracias a una serie de varones duros cortados por el mismo patrón: el desquicio. Sus papeles en Nightcrawler, Enemy, Zodiac o Prisioneros lo han afianzado como uno de los intérpretes más solventes de su generación, y a su colección de hombres más o menos desequilibrados se le une Davis, protagonista de Demolición, la nueva cinta de Jean-Marc Vallée.

Davis es un hombre que de buenas a primeras ve cómo su vida perfecta se va al garete. La desaparición de su esposa en un accidente de tráfico en el que él mismo conducía lo deja sumido en un estado cuasi zen que le impide reaccionar de manera normal ante la pérdida. Esta ausencia de sentimientos le lleva a obsesionarse con un hecho tan nimio y común como una barrita atorada en una máquina expendedora en el hospital donde su mujer acaba de fallecer. Lejos de dejarse llevar por la rabia (emoción lógica ante el aperitivo perdido y la muerte de un cónyuge), Davis decide escribir una reclamación a la empresa que gestiona la máquina. De esa manera, conoce a Karen, peculiar encargada de responder ese tipo de misivas, interpretada por Naomi Watts (Mulholland Drive, Birdman), y sobre la cual empieza a construir una especie de segunda vida. Pero para tener una nueva oportunidad, hay que terminar el pasado de una vez por todas. Demolición narra la destrucción completa del viejo Davis y el inicio de un nuevo Davis, pero, ¿se puede hacer desaparecer de una vez por todas los demonios del pasado?

La cinta de Vallée se centra en la idea de que puede que Davis crea que haya podido acabar con el pasado, pero lógicamente el pasado no ha terminado con él. Demolición muestra un Davis trastornado, alejado de la realidad, que actúa por impulsos sin importar las consecuencias. Un comportamiento que puede llegar a provocar alguna que otra sonora carcajada en el espectador más insensible, pero su enajenación no es ninguna tontería. He aquí uno de los grandes problemas del film: no saber posicionarse, ni saber jugar sus bazas. El director de Dallas Buyers Club intenta crear el melodrama de superación definitivo. Para ello cuenta con un actor especialista en este tipo de papeles (Gyllenhaal), la mujer que mejor llora en toda la historia del cine (Watts) y ciertas secuencias espectaculares (el accidente, la demolición real del hogar), ¿por qué razón entonces no consigue su cometido? La razón tiene nombres y apellidos: Jean-Marc Vallée. Encumbrado hace una década con la sobrevalorada C.R.A.Z.Y., el realizador canadiense se ha consolidado como un gran director de actores, o por lo menos los premios y las candidaturas lo avalan: Matthew McConaughey y Jared Leto hicieron doblete en los Oscars con Dallas Buyers Club, Reese Whiterspoon consiguió otra candidatura con Alma salvaje y dio el espaldarazo definitivo a la que va a ser la nueva Mary Poppins, Emily Blunt en La Reina Victoria. Para seguir con esa tónica, Vallée eligió a Gyllenhaal para dar vida a Davis. Esta conjunción debería haber colocado de una vez por todas en la terna de candidatos al Oscar a mejor actor, pero todo ha quedado en agua de borrajas… Gyllenhaal recurre una vez más a sus trucos más conocidos pero no logra en ningún momento llegar a ese punto de genialidad que sí consiguió en Enemy o Nightcrawler. En esta ocasión se acerca más a su experiencia en Southpaw, otro papel hecho por y para los premios que fue justamente ninguneado. Al no lograr la excelencia interpretativa en esta ocasión, la película se desmorona, pero no solo por culpa de Gyllenhaal (él es lo más salvable), sino por las labores artísticas de Vallée como director.

Demolición

Todo pierde fuelle a medida que Vallée va dejando al descubierto su verdadera naturaleza. Su sentimentalismo desbarata el posible interés que debería tener la enajenación del personaje y hace que la oscuridad de Davis tenga la misma profundidad psicológica que la de un protagonista de una película de sobremesa. Como espectador, se puede aceptar todo tipo de comportamientos ante la pérdida, pero lo que no se debe aceptar es dejarse tomar el pelo (o por lo menos no de manera consciente). En vez de ahondar en el conflicto emocional de Davis, Bryan Sipe, guionista de la cinta y encargado de la adaptación cinematográfica de una novela de Nicholas Sparks (dato nada gratuito), decide incluir subtramas que resultan tan innecesarias que parecen buscar únicamente las lágrimas y/o los tags a la hora de catalogar la película (homosexualidad, bullying, mujer, etc.). y un tramo final que sobrepasa todos los límites de la pornografía sentimental.

Vallée entrega otra película a medio hacer, ya que sigue estando más preocupado en provocar esa lágrima fácil y vacua que en causar un impacto mayor. Demolición nos vende una especie de guía de autoayuda semibuenrollista que no sabe (o no se atreve a) hacer una reflexión adulta sobre la incomunicación y/o la paulatina ausencia de sentimientos que sufrimos en nuestra generación.

David Lastra

Nota: ★★½

Crítica: La Serie Divergente – Leal

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Casi todo lo que se puede decir de Leal (Allegiant), la tercera entrega de la “Serie Divergente“, ya lo dijimos el año pasado, cuando se estrenó el capítulo anterior, Insurgente. Leal es la primera mitad del final de la saga basada en la trilogía de novelas de Veronica Roth, un desenlace que, al igual que ocurrió con CrepúsculoHarry PotterLos Juegos del Hambre, ha sido dividido en dos partes (aunque nadie lo pidió y el tibio recibimiento de la anterior película seguro que hizo cuestionarse a más de uno la decisión). Supuestamente, este pre-clímax hace que la historia avance, pero en realidad las cosas no cambian demasiado, por no decir nada. Leal sustituye un regimen totalitario (el de Janine – Kate Winslet) por otro exactamente igual (el de David – Jeff Daniels), y por encima de todo, sigue sin tener muy claro qué nos está contando. Por eso, al final, entre la confusión y el tedio, volvemos a tener la sensación de estar viendo la misma película por enésima vez.

Explicar el argumento de Leal no solo sería trabajoso, sino que no serviría para nada. Dejémoslo en que esta tercera parte lleva a Tris (Shailene Woodley) y su grupo de rebeldes más allá del muro que aísla Chicago del resto del mundo, donde las cosas no son mucho mejores que en la ciudad (a la que amenaza una guerra entre facciones), es decir, una trama completamente idéntica a la de otra saga distópica adolescente, El corredor del laberinto. Claro que no podemos acusar a ninguna de estas películas de copiar a la otra, porque en realidad todas están haciendo lo mismo: amasar referentes y tópicos del cine y la literatura de ciencia ficción para levantar universos post-apocalípticos cortados exactamente por el mismo patrón, sagas pensadas como si fueran series de televisión (no en vano, esta no es la “Saga”, sino la “Serie Divergente”). Cuando termina Leal, uno tiene la sensación de haber visto el capítulo inmediatamente anterior a un final de temporada, con la diferencia de que para ver el último no hay que esperar una semana, sino un año. En el caso de otras sagas puede servir para aumentar la expectación, en el de Divergente sirve para que perdamos cada vez más interés.

Robert Schwentke (que tiene en su distinguido currículo cosas como Plan de vuelo: desaparecidaR.I.P.D.) repite como director, después de incorporarse el año pasado para elevar las cotas de acción de la saga, perdón, serie. Leal sigue el camino marcado por Insurgente, redefiniéndose como película de acción con ínfulas de gran relato sci-fi. Y ese es el principal problema de la película (y la serie), que sus aspiraciones están muy por encima de sus posibilidades. Como InsurgenteLeal se toma tan, tan en serio a sí misma (menos en un par de momentos en los que intenta, en vano, hacer algún chiste), que no nos queda más remedio que compadecernos de ella. Y es que la película no funciona a ningún nivel, ni siquiera como entretenimiento vacío para evadirse. Porque seamos sinceros, hay pocas sagas adolescentes más aburridas que esta.

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Aunque somos conscientes de que no debemos ser demasiado exigentes con estas películas (al fin y al cabo, sabemos de sobra que no somos su público objetivo), Leal lo vuelve a poner difícil hasta para el más indulgente (sugerencia de título para la última parte o el pack de la serie completa). Se trata de una película sin vida, con una puesta en escena muy pobre (hay algún croma por ahí que resulta bastante sonrojante) y una historia completamente desestructurada y mal contada que se las arregla para ser absurda y aleatoria, a la vez que rutinaria y predecible. La coherencia brilla por su ausencia, como en las anteriores entregas, pero aquí es peor aun, gracias a un argumento que amontona ideas y conceptos cogidos con pinzas (pretendidamente unidos en una celebración de la diferencia, con moraleja sobre los peligros de la manipulación genética) y se (nos) confunde con toda clase de situaciones azarosas (decisiones cuestionables, agujeros por todas partes, y personajes inverosímilmente ingenuos que se mueven en contra del sentido común). Todo para acabar en un “desenlace” de lo más chapucero y simplón, más propio de una serie fantástica de los 90 que de una superproducción de Hollywood.

Por si eso fuera poco, los actores se pasean estáticos por la película (sobre todo la impasible Woodley, que no podría tener menos ganas de estar ahí), se mueven y se relacionan gélidamente, con el mismo ímpetu con el que uno se levanta del sofá un domingo para coger el mando a distancia que está en la otra punta del salón. Claro que esa falta de entusiasmo y entrega no es solo culpa suya (el reparto está lleno de gente con talento, jóvenes y veteranos), sino sobre todo del material tan estéril y falto de emoción con el que trabajan. Esta serie no da más de sí, porque de entrada no tenía mucho que dar (como los libros en los que se basa, según dicen), y su difuso planteamiento ha alcanzado un punto muerto en esta película. Mala señal cuando sabemos que todavía queda otra.

Valoración: ★½

Crítica: La Serie Divergente – Insurgente

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La llama de las adaptaciones de novelas para adolescentes parece estar apagándose. A Katniss Everdeen, la líder indiscutible del movimiento post-Crepúsculo y Harry Potter, le queda una película para decirnos adiós, y su relevo, Tris Prior, que llegó a rebufo de la sufrida Sinsajo, no termina de enamorar a la audiencia. Después de Divergente (2014), el primer capítulo de la saga basada en los best-sellers de Veronica Roth, nos llega Insurgente, secuela con la que se pretende elevar el listón de la franquicia con más acción, un tono decididamente más oscuro y un estilo más arraigado en la ciencia ficción, con la esperanza (en vano) de que esta llegue a un público más amplio. El problema es que Tris no es Katniss, y por mucho que se esfuerce en disfrazarse de lo que no es, La Saga Divergente no es más que una mala copia de Los Juegos del Hambre.

Además de su tibia recepción crítica (que no es realmente importante en el caso de las adaptaciones Y.A., porque su público objetivo no se guía por esto), varios factores juegan en contra de Insurgente. En primer lugar, la cercanía con respecto a Hunger Games hace que las comparaciones sean inevitables, y que Divergente parezca un pasatiempo menor para rellenar la espera entre las películas de la otra saga. En segundo lugar, el mercado ya está saturado, como han demostrado los sonados fracasos young adult de los últimos años (iba a enumerar los inicios de saga frustrados, pero ya se nos han olvidado todos), lo que provoca que Insurgente no sea recibida con tanto entusiasmo por su audiencia target (adolescentes ya más resabiados que pasan con pasmosa facilidad a lo siguiente). En tercer lugar, Shailene Woodley no es la estrella que Hollywood se empeña en vendernos. La muchacha es buena actriz (no hay que perdérsela en Bajo la misma estrella), pero por lo general cae antipática, y no consigue resultar creíble como heroína de acción.

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Sin embargo, el principal factor en contra de Insurgente no es externo, es la historia en sí. Ya comprobamos en Divergente que el universo distópico que nos presentaba Roth no tenía ni pies ni cabeza. Sus normas desafían todo tipo de lógica, y solo existen de forma caprichosa, para construir un sistema totalitarista “de moda” y generar un conflicto social que no sería capaz de crear de otra forma. Lo normal (y recomendable) es que seamos más permisivos en nuestro pacto de ficción con este tipo de películas, pero Insurgente nos pone las cosas realmente difíciles con escenas cada cual más absurda e inconexa que la anterior. Hagamos memoria, estamos en una Chicago futurista, la sociedad se divide en facciones organizadas según las características personales de cada ciudadano (Cordialidad, Erudición, Verdad, Abnegación y Osadía). Todas viven bajo la autoridad de un gobierno central, élite presidida por una megalómana gélida y divina, JeanineKate Winslet, que tiene mucha más presencia en la secuela y, afortunadamente, esta vez ha decidido actuar. Sin embargo, existen personas que ponen en peligro el orden establecido, seres capaces de lo jamás pensado: ¡poseer dos o más características a la vez! Son los llamados “divergentes”, o como los conocemos en mi casa: personas normales.

Insurgente retoma la acción poco después del final de Divergente, con Tris, Cuatro (Theo James), Peter (Miles Teller) y Caleb (Ansel Elgort) ahora como fugitivos buscando aliados para derrotar a la bruja a la vez que huyen de su ejército de monos voladores, liderado por Eric (Jai Courtney). Mientras, Jeanine intenta abrir una caja mágica (¿por qué no?) que oculta un mensaje secreto, y que solo puede ser desbloqueada por un “elegido”, un divergente puro (con las 5 características al 100% de su potencia) que no es otro que Tris. Así, la película se divide en dos secciones, una primera en la que los rebeldes se refugian con facciones amistosas (por ahí desfilan Naomi Watts y Octavia Spencer, porque no tenían nada mejor que hacer), se enfrentan a sus captores y lidian con traiciones a izquierda y derecha; y una segunda en la que asistimos a las pruebas de Tris, simulaciones virtuales que le llevarán a descubrir los secretos sobre su familia y el pasado del mundo en el que habita, para a continuación abrir la puerta al futuro. Un futuro que, por cierto, se asemeja sospechosamente al de otra reciente saga teen clon de Hunger GamesEl corredor del laberinto. Vamos, que son todas la misma película.

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Ya desde el comienzo de su campaña promocional se quiso dejar claro que esta secuela sería diferente a su predecesora al menos en una cosa: la acción. Para ello, Lionsgate contrató a Robert Schwentke (Red, R.I.P.D. Departamento de Policía Mortal), que sustituye al director con el mejor nombre del mundo, Neil Burger. Aunque no faltan las eternas escenas de sobre-exposición y las dosis de romance atormentado (la escena de cama de Tris y Cuatro no podría estar más metida con calzador y peor realizada), sí que es cierto que Insurgente se esfuerza en dar algo de movimiento a la trama. Para ello, la película avanza a base de persecuciones y combates bien coreografiados (Jai Courtney sube considerablemente el nivel físico de estas secuencias) y set pieces que elevan la espectacularidad de una saga que empieza a parecerse a un videojuego de realidad virtual. Sin embargo, ni toda la acción del mundo ni los mejores efectos digitales serían suficientes para camuflar la realidad de Insurgente, una saga insulsa y sin ritmo que nos exige demasiada indulgencia y a cambio se toma en serio a sí misma hasta niveles sonrojantes.

Valoración: ★★

Crítica: Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia)

Michael Keaton Birdman

Texto escrito por David Lastra

Michael Keaton dará vida a Batman en la gran pantalla”. Si a finales de los ochenta Twitter hubiese existido, estaríamos ante un #breaktheinternet en toda regla. Hasta ese momento, Keaton había encontrado un nicho laboral acorde a sus aptitudes interpretativas: la comedia. Por lo que la decisión de Tim Burton (que acababa de trabajar con él en Bitelchús) sorprendió a más de uno e indignó a otros muchos más. Meses después, Batman arrasó en taquilla recaudando más de 400 millones de dólares, premios para Jack Nicholson y alabanzas a su interpretación como Bruce Wayne. Una excelente secuela, un porrón más de dinero en entradas y dos sucesores sosos a más no poder (¿alguien se acuerda de Val Kilmer en Batman Forever o de algo más que de los pezones de George Clooney en Batman & Robin?) no solo dieron la razón a Burton, sino que convirtieron a Keaton en Batman. Esa identificación con el murciélago y la ausencia de proyectos sugerentes en las décadas siguientes (Mis dobles, mi mujer y yo o Jack Frost, Medidas desesperadas, por citar alguno de los bodrios de su filmografía de aquellos años) hicieron que la carrera de Keaton se hundiese en el ostracismo.

Cuando Christian Bale le arrebató la máscara de cara a las nuevas generaciones, al protagonista de Recién graduada junto a Alexis Bledel no le quedó ni la posibilidad de dedicarse a convenciones de fans. Solo quedaba una carta que jugar: una resurrección kamikaze. Una estrategia que muchas estrellas venidas a menos habían utilizado con anterioridad y que podía estar basada en la elección de papeles más arriesgados (Matthew McConaughey o Ben Affleck, cuyo caso es más especial al dar el paso también al otro lado de la cámara) o desnudándose encima de un escenario teatral (no necesariamente de manera literal como fue el caso de Daniel Radcliffe). En Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia), Michael Keaton recurre a esos dos caminos: como actor acude a los brazos de Alejandro González Iñárritu (Babel), para dar vida a un actor que decide adaptar, producir e interpretar a Raymond Carver en Broadway.

Birdman

El bucle à la Escher ideado por Iñárritu es un golpe de fuerza a la anquilosada narrativa cinematográfica. El descalabro podría haber sido mayúsculo, pero a su buen hacer a la hora de contar historias múltiples que lleva demostrando desde su debut en Amores perros, ha sabido hacerse acompañar de un elegante y agobiante Emmanuel Lubezki que no solo ha sido capaz de materializar todos los artificios e ideas imposibles del realizador, sino que le ha ayudado a ir aún más allá, logrando resultados como los de la espectacular escena realizada en Times Square, una secuencia que hace que todos los manuales de Historia del Cine deban ser actualizados. Pero no se engañen, Birdman no es solo una golosina técnica, la verdadera fuerza del film viene de un ejército de actores y actrices que responden ante los extremos conflictos ideados por Iñárritu con unas interpretaciones tan convulsas y violentas que compiten en intensidad con la batería de Antonio Sánchez.

Keaton acierta de pleno en su papel de estrella de cine venida a menos jugándosela en Broadway logrando el rol de su vida. Ahora solo queda ver si ha vuelto para quedarse o estamos ante un caso como el de Mickey Rourke con El luchador. La mímesis Riggan y Keaton es total, de la misma manera que la de Edward Norton y su Mike Shinner. El actor que nos volviese locos con Las dos caras de la verdad y El club de la lucha, aceptó proyectos horrendos y se redimió con Wes Anderson, nos da con este Mike una verdadera lección. Que existe la posibilidad de que Norton sea un capullo sabiondo ególatra y genial como Shiner y únicamente se esté haciendo de sí mismo es muy probable, pero da lo mismo. Una interpretación como la suya hace que el Cine siga siendo Arte.

Emma Stone Birdman

Durante los diferentes viajes por el teatro, nos encontramos a una siempre solvente Naomi Watts, a un Zach Galifianakis más calmado de lo habitual (aunque esté histérico, no es un vendaval como en Bored to Death o la saga de Resacón), a una despiadada Lindsay Duncan como crítica del New York Times contraria al intrusismo de los actores de cine en el teatro y a una omnipresente Emma Stone. Decir que Stone es una estrella emergente no es una boutade, es una completa estupidez. Dotada de un talento innato para la comedia y para enamorarnos con sus big eyes, Stone clava su papel de juguete roto, hija de un loser hollywoodiense. Sus últimos roles y los proyectos en los que anda inmiscuida para lo que queda de década hace que podamos afirmar que esta chica no tiene nada que ver con su Sam, ni con otra actriz pelirroja con la que se le comparó al principio de su carrera.

El cine es espectáculo y Birdman es cine, de la misma manera en que Riggan es Michael Keaton y su relación con Birdman es la misma que la que tiene el actor (real) con Batman, porque la película de Iñárritu muestra la vida de los actores y actrices mientras hacen teatro, que no es otra cosa que la vida normal pero encima de un escenario con gente declamando y abriéndose en canal con los mismos cambios de vestuario y esto se está empezando a convertir en una frase muy larga, sin pausas evidentes, repleta de obviedades, golpes de efecto y verdades como puños que eclipsan todos sus defectos que haberlos haylos pero no importan mucho porque ya hemos dicho que la película de Iñárritu es cine y el cine es espectáculo.

Crítica: St. Vincent

ST. VINCENT

Si hay un lugar común más infalible en el cine de Hollywood que el del pringao que supera los obstáculos para convertirse en el héroe y salvar el día es el de las amistades improbables. Un niño y un robot, dos policías polos opuestos forzados a trabajar juntos, una mean girl y una novata, Daniel el travieso y el señor Wilson. Y ahora Vincent y Oliver, el dúo dinámico de St. Vincent, que son algo así como una actualización del terremoto rubio y su vecino cascarrabias, con los papeles un poco intercambiados y ambientada en el universo cinematográfico de Sundance.

Vincent (Bill Murray) es un veterano de la guerra de Vietnam, un señor iracundo y desastrado que vive solo en una casa que está a dos días de convertirse en Grey Gardens y dedica sus días a beber como si no hubiera mañana y apostar en las carreras. Su única compañía es su gato y una prostituta del barrio llamada Daka (Naomi Watts), que es lo más parecido a una relación que ha tenido en mucho tiempo. Su nihilista rutina diaria se verá alterada por la llegada de sus nuevos vecinos, Maggie (una por suerte descafeinada Melissa McCarthy), mujer divorciada que se ha mudado a Brooklyn para alejarse de su marido, y su hijo de doce años, Oliver (Jaeden Lieberher). El exigente trabajo de Maggie en la sala de TAC del hospital local le impide ocuparse de Oliver, por lo que recurre a Vincent, que se convierte a regañadientes y por una generosa tarifa en el canguro del niño.

Cartel ST VINCENTEl desapego inicial de Vincent se va transformando poco a poco, y a base de experiencias de dudoso valor educativo para Oliver, en cariño por el pequeño, a la vez que desvelan la verdadera identidad de su Dodger particular, un hombre incomprendido de gran corazón cuyo carácter agriado no es más que un mecanismo de defensa y una cicatriz de sus heridas sentimentales; un auténtico santo, si bien misántropo y poco o nada ortodoxo, igualmente merecedor de la canonización en vida. Ambos acaban forjando una entrañable amistad afianzada, y a la vez vulnerada, por sus carencias afectivas: la ausencia de figura paterna en la vida de Oliver y la pérdida del amor de su vida por parte de Vincent. Efectivamente, todo esto nos recuerda inevitablemente al argumento de Up, la cinta de Pixar de la que el debutante Theodore Melfi incluso ha tomado prestado el final para su ópera prima.

Y aún a pesar de discurrir por terrenos de sobra explorados por el cine, esta dramedia no sabe a refrito, sino que nos propone un regreso a lo conocido en forma de historia cálida y familiar en la que nada se antoja insincero, aunque todo esté construido siguiendo paso a paso el manual del melodrama buenrollista. Sí, St. Vincent manipula los sentimientos del espectador, pero lo hace sin engañar, siempre anteponiendo las buenas intenciones, y oponiéndose en todo momento al cinismo imperante en la actualidad. Y funciona sobre todo gracias a un Bill Murray en horas (más) altas, que con este personaje hecho para él y nadie más, nos proporciona un santo en el que creer, un símbolo imperfecto de humanidad y esperanza que, por muy ficticio que sea, no nos viene mal de cuando en cuando.

Valoración: ★★★½

BoJack Horseman: Caballo a meta

BoJack Horseman

“Life is a series of closing doors, isn’t it?”

A Netflix la conocemos básicamente por cambiar por completo el panorama televisivo norteamericano, por ser la cadena plataforma de VOD que nos ha devuelto a la familia Bluth y por generar éxitos de producción propia como Orange Is the New BlackHouse of Cards. Pero en su breve trayectoria como competidora de las ficciones de cable ya ha tenido tiempo de incluir en su catálogo alguna joya oculta que pide a gritos ser descubierta y reivindicada. Es el caso de BoJack Horseman, comedia de animación creada por el prácticamente desconocido Raphael Bob-Waksbergt y protagonizada por un elenco de voces de primera, en su mayoría habituales de la comedia televisiva de culto, como Will Arnett, Alison BrieAmy Sedaris, o el culo inquieto Aaron Paul, que en su búsqueda de nuevos retos artísticos tras Breaking Bad participa también en la producción ejecutiva junto a Arnett.

A primera vista, BoJack Horseman es fácilmente catalogable como una más de esas series animadas feístas para adultos sin nada verdaderamente nuevo que ofrecer. Y si nos detuviéramos tras ver sólo el primer episodio, esa aseveración sería más que justa y merecida. Dejadme que lo diga sin rodeos (pero sin ordinarieces): el piloto de BoJack Horseman es puro desecho fecal de caballo. Es como Padre de familia en horas bajas, que ya es decir. Media hora de chistes descartados de Seth MacFarlane y un nefasto sentido del ritmo de la comedia. Claro que estamos hablando de Netflix, la cadena que estrena las temporadas de sus series íntegras, así que tenemos la garantía de que alguien hará maratón, se la fundirá en un fin de semana, y nos dirá: no tiréis la toalla, después del primer episodio mejora, y mucho. Yo mismo puedo atestiguarlo después de mi finde de binge-watchingBoJack Horseman empieza mal, pero mejora con cada capítulo, y aunque todavía le queda mucho por pulir, definitivamente merece la pena darle una oportunidad.

“Family is a sinkhole, you were right to get out when you had the chance”

Ambientada en una realidad en la que conviven en armonía humanos y animales antropomorfos, “dibujada” al estilo descuidado de los cuentos para niños y con animación de “recortes de papel” (la estética corre a cargo de Lisa Hanawalt), BoJack Horseman cuenta la historia de un actor de televisión que vive de las rentas, un caballo famoso que protagonizó una sitcom familiar de éxito en los 90, Horsin’ Around, y se propone escribir una autobiografía para salir del hoyo de ociosidad y vacío existencial en el que se encuentra. Para redactar las memorias, Horseman (Arnett) contrata, asesorado por su agente y ex amante, la gata Princess Carolyn (Sedaris), a una escritora fantasma, Diane (Brie). Los doce episodios que componen la primera temporada son un recorrido por la vida de BoJack, en el que sus miserias y trapos sucios son aireados a la vez que afloran los traumas de una infancia desdichada, lo que contribuye a estrechar la relación entre el caballo y su ghost writer. BoJack Horseman es sobre todo una sátira psicotrópica de Hollywood, la celebrity culture (parodia de Lindsay Lohan incluida) y la industria televisiva en Estados Unidos, una serie que sigue la tradición de la comedia animada posmoderna y se entrega por completo a lo meta. Sin embargo, bajo su fachada de cínico humor autorreflexivo, suspicaz comentario social (“Si repites algo muchas veces acaban interiorizándolo, el sistema funciona”) y su aire hipster (no hay más que ver la psicodélica cabecera de The Black Keys o la canción final de Grouplove) encontramos un profundo relato sobre la depresión, la crisis de madurez y el vacío de la vida moderna.

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El mayor hallazgo de BoJack Horseman es haber conservado las particularidades del comportamiento de los animales, que en contraste con las idiosincrasias del ser humano provocan auténticos momentos de humor inteligente y absurdo a partes iguales, así como gags visuales de primera: Princess Carolyn se desplaza a saltos, se bufa y cae siempre sobre las cuatro patas, hay una rana ayudante de producción a la que se queda todo pegado en las manos, una señora armadillo que se hace bola a punto de ser atropellada, o el divertido secundario, Mr. Peanutbutter, un perrito faldero enemistado con su cartero, como es natural. Por otro lado, en este contraste también reside el aspecto más provocativo y transgresor de la serie, lo que la acerca más a South Park: la zoofilia representada como acto natural según las normas de su universo, y que nos permite ver a una chica humana en la cama con un caballo.

Pero lo que hace que BoJack Horseman se distinga realmente de sus referentes y contemporáneas es la acusada serialidad con la que se desarrolla la primera temporada. En este sentido, se aproxima más a lo que están haciendo series como Hora de aventurasRick and MortyBoJack Horseman presenta arcos de temporada aglutinantes, los acontecimientos de un episodio afectan directamente al siguiente, personajes secundarios reaparecen para continuar tramas que parecían episódicas (Margo Martindale, el proyecto de Eva Braun con Cate Blanchett), las flamantes voces invitadas repiten a lo largo de la temporada (Stanley Tucci, Kristin Chenoweth, Olivia Wilde, Yvette Nicole Brown, Naomi Watts); en ocasiones, los capítulos retoman la acción justo donde la dejó el final del anterior, y la evolución de los personajes es constante -destaca Todd (Paul), que apenas tiene peso en los episodios, pero su personaje se desarrolla muy hábilmente al fondo, desvelando sus talentos, miedos y preocupaciones a medida que avanza la temporada. Y por supuesto, no faltan los abundantes running gags (Secretariat). Todo ello compone un relato televisivo muy edificante, una serie que va añadiendo capas, perfeccionando su humor sobre la marcha, y recompensando capítulo tras capítulo, mientras la tristeza se apodera del espectador casi sin que éste se dé cuenta.