
New Age
Mad Men nunca ha sido una serie común. De hecho, como dije hace unos años en mi primer análisis de la serie, Mad Men es precisamente la cura para la serie común. La aclamada ficción de Matthew Weiner ha contribuido a definir y acotar una época de esplendor para la televisión, caracterizada por la calidad de las ofertas dramáticas y la cada vez mayor importancia del autor televisivo. En este sentido, Mad Men se ha erigido como la serie de autor por excelencia, gracias a que su creador ha ejercido control absoluto sobre ella de principio a fin, escribiendo la mayoría de sus guiones y supervisando todos los detalles, del más grande al más nimio (en realidad, en Mad Men no hay detalle menos importante que otro).
A lo largo de 92 episodios, Weiner ha concebido la historia de Don Draper y los publicistas de la Calle Madison como una extensa novela por entregas, meticulosamente tejida e interconectada (algo en lo que había practicado como guionista de Los Soprano), una Historia de dos ciudades en la que el autor ha querido retratar con fidelidad una época de cambio de la historia norteamericana (“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”), para lo que ha necesitado ocho años de gestación. Desde el principio, Weiner se las ha arreglado para contar la historia que quería, para hacerla evolucionar y cambiar sin interferencias, sin permitir que el ruido de Internet o las presiones de la cadena se convirtieran en un factor en la narración. Mad Men ha sido siempre la serie de Matthew Weiner, ha vivido bajo sus reglas, y ha terminado de la misma manera, con un episodio final perfectamente ejecutado de forma acorde a lo que hemos visto durante sus siete temporadas.
Sin embargo, mentiríamos si dijéramos que en “Person to Person” Weiner ha llegado al final del camino ignorando completamente a su audiencia. En el episodio final Weiner se permite dejarnos algún que otro guiño que podemos entender como agradecimiento o como burla, según se mire: esa referencia a Charles Manson (probablemente iba a estar ahí de todos modos, pero adquiere mayor resonancia después de las teorías conspiranoicas sobre Megan Draper que han divertido tanto al autor), o la figura con barba acostada en el retiro de California que por un microsegundo nos hace temer que la profecía se va a cumplir. Y sobre todo, Peggy y Stan, un enlace romántico que es lo más parecido al fan service que Weiner nos ha dado en esta serie. Pero dejando esto a un lado, el final de Mad Men se ha desarrollado de la misma manera que el resto de la serie, siguiendo su propio destino sin dejar de sorprender hasta, literalmente, su último minuto.

Muchas eran las teorías sobre el desenlace de la serie, y casi todas tenían que ver con la muerte de Don, pero Weiner llevaba mucho tiempo advirtiendo que el final no sería lo que la audiencia esperaba, y así ha sido. Mad Men no acaba con la caída de Don desde un rascacielos (afortunadamente), sino que se despide de forma mucho menos trágica y predecible, sin sucumbir a los fuegos artificiales propios de los finales de serie y siguiendo en todo momento su lógica interna y narrativa. En esta hora final, Weiner opone en todo momento lo cerebral a lo sentimental, nos da la satisfacción de dejarnos ver a todos los personajes importantes de la serie una última vez (muchos temíamos que Pete o Betty no aparecieran, y no solo lo hacen, sino que hay hueco para dejar que nos despidamos de secundarios como Harry Crane o Ken Cosgrove); nos ofrece lo más parecido a un final feliz para todos ellos, pero no se deja llevar por el afán completista y la necesidad de cerrar todo perfectamente (no hay cameos gratuitos para complacer al espectador, por ejemplo). En su lugar, “Person to Person” concluye de forma abierta. Pero ojo, no porque su (ipso facto polémica) última escena se preste a muchas interpretaciones (en mi opinión solo hay una posible), sino porque no está concebido como un final para sus personajes, sino un nuevo comienzo.
Es fácil reducir “Person to Person” a su último minuto (volveré al tema más adelante), incluso era de esperar. Weiner no ha podido resistirse a llevar a cabo su propio final estilo Soprano, un último golpe de gracia que divida a la audiencia y garantice el debate sobre la serie hasta el fin de los tiempos. Pero en la series finale de Mad Men tienen lugar muchos acontecimientos, y sería absurdo centrarnos únicamente en ese plano final de Don meditando en la comuna hippie para cortar al famoso anuncio de Coca Cola de 1971. Tan absurdo como valorar el viaje completo (y sobre todo pleno) que ha supuesto esta serie para nosotros solo por lo que nos ha parecido su final (algo que sé que nadie que haya visto Mad Men entera hará). “Person to Person” supone una conclusión profundamente emotiva, reveladora, en ocasiones frustrante, y en última instancia catártica para unos personajes que hemos acompañado a lo largo de casi una década.

Al comienzo de Mad Men, prácticamente todos sus personajes se encontraban intentando encajar en determinados papeles que la sociedad o ellos mismos se habían impuesto. El paso de los 60 a los 70 nos enseña cómo estos personajes han evolucionado hasta salir de esos roles establecidos para definirse por sí mismos. Esto se ve reflejado principalmente en Peggy y Joan, personajes que han luchado más que nadie para llegar adonde están. Durante la recta final de la serie veíamos a Peggy coger el toro de su nuevo trabajo por los cuernos para seguir escalando, mientras Joan se marchaba de McCann-Erickson después de sufrir una vez más el machismo y la misoginia de sus compañeros. Las cosas no han transcurrido de la mejor manera para Joan (aunque las vacaciones en la playa y el consumo recreativo de cocaína frenen el golpe), pero Weiner no quería despedirse de ella sin darle un verdadero final feliz, o mejor dicho, un futuro feliz. La intervención divina de Ken Cosgrove ilumina un nuevo camino profesional para Joan, que decide crear una productora por su cuenta, donde no tendrá que “responder ante nadie”. Para ello debe sacrificar primero a su relación con Richard, ya que este está en contra de su sueño emprendedor y la quiere solo para él. Joan decide renunciar al amor para centrarse en su carrera como mujer de negocios (ella es más feliz cuando está trabajando), y Peggy es quien descubre (como Joan, casi por deus ex machina) la forma de tenerlo todo, un futuro en la profesión y una pareja con la que compartir su vida sin que su trabajo interfiera (porque Stan forma parte de él, y además admira profundamente su talento y ambición). Es decir, Peggy y Joan alcanzan la felicidad por la que tanto han luchado, que tanto merecen, pero esta no proviene exactamente del lugar que esperaban (y esperábamos).

Para encaminar la historia hacia donde Weiner quería, era necesario separar a Don Draper del resto de personajes. Por eso, la mayoría de conversaciones importantes entre ellos tienen lugar por teléfono. En “Person to Person” se nos priva de la satisfacción de volver a ver a Peggy y Don juntos en el mismo lugar, de una última oportunidad de verlos cogerse la mano, pero la frustración que supone ver que se agotan los minutos y Don no vuelve a Nueva York es amortiguada por esas sentidas conversaciones telefónicas que recorren todo el episodio (otras series deberían aprender de esta cómo se emociona al espectador sin necesidad de que los actores compartan el mismo espacio). Sin embargo, eso no quiere decir que en “Person to Person” no haya interacciones importantes en persona. Tenemos una última escena con Peggy y Pete, en la que él le expresa (al igual que hizo un par de episodios antes con Joan) su admiración y respeto de la forma más perfecta posible: “Algún día alguien fardará de haber trabajado contigo“. El cumplido se vuelve más sincero y conmovedor cuando Pete reconoce que nadie ha dicho nada parecido sobre él. Es la mejor despedida posible para uno de los personajes que más ha prosperado de la serie, un elegante detalle final que nos recuerda que su redención está completa, justo antes de verlo subir al avión de Learjet con su glamurosa familia para empezar su merecida nueva vida.
Otras interacciones en persona que nos dejan el mejor sabor de boca posible son las que tienen lugar entre Joan y Peggy, camaradas que se reúnen después de un tiempo sin saber la una de la otra. Joan ofrece a Peggy la posibilidad de convertirse en socia fundadora de la productora que piensa poner en marcha, cuyo nombre sería “Harris-Olson“. Aunque Peggy acaba rechazando la oferta, la sola mención de esos dos apellidos juntos en este contexto (uno de los muchos momentos en los que rompí a llorar durante el episodio) supone un broche de oro para su complicada relación. Peggy decide continuar su carrera en McCann-Erickson después de hablar con Stan, que le hace ver que convertirse en su propia jefa y tener el mando no es razón suficiente para abandonar lo que ha conseguido hasta ahora. A continuación, Stan le confiesa su amor por teléfono en un arrebato de comedia romántica por parte de Weiner. Elisabeth Moss y Jay R. Ferguson consiguen que una escena que por su naturaleza debería resultar forzada y precipitada funcione a las mil maravillas. Ya sea por la enternecedora sinceridad que hay en la voz de Ferguson, por la sublime interpretación cómica que ofrece Moss (“What?!”; “Y tú estás aquí”, le dice tocándose el pecho aunque él no puede verla), o por las ganas que teníamos de ver a estos dos personajes juntos, este emparejamiento espontáneo (pero debidamente cimentado) es uno de los momentos más emocionantes del episodio. Siguiendo los dictados de la rom-com canónica, Stan corre al encuentro de Peggy y ambos se funden en un beso después de que Peggy caiga en la cuenta de que también está enamorada de su mejor amigo (todos los Emmy para Moss). No os sintáis culpables por haber abrazado el cojín con lágrimas de dicha en los ojos y haber dejado escapar un “aaww”. La ocasión bien lo merecía. Paralelamente a la caída de Don, Mad Men nos ha contado el ascenso de Peggy. Y al igual que Don no acaba como se esperaba, Peggy no termina su recorrido en la serie subida a la cima publicitaria. Eso sí, se nos deja con la confirmación reiterada de que algún día la alcanzará.

Por otro lado, Weiner también nos regala un último momento de intimidad entre Roger y Joan, dos personajes con un hijo en común que apenas han tenido escenas juntos esta última temporada. Estos dos nunca estuvieron destinados a acabar juntos, pero que Roger incluya al niño en su testamento es un bonito detalle que nos deja ver su lado responsable y contribuye a sellar la amistad de ambos personajes. Como explica a Joan a modo de despedida, Roger también está a punto de empezar una nueva vida con Marie Calvet, la madre de Megan (a la que, por cierto, no vemos en el final, dejando aquel agrio encuentro con Don como la última aparición del personaje): “Me la presentó Megan Draper. Es lo suficientemente mayor como para ser su madre… Es su madre”. Con permiso de Don, Roger es el ad man que más se ha abandonado a sus vicios a lo largo de la serie, lo hemos visto beber y fumar más que a nadie, ha vivido la vida loca, ha disfrutado del exceso propio del hombre rico, y aún así ha escapado de un final trágico (Weiner se lo reservaba a Betty). En su lugar, la última vez que vemos a Roger es en Francia pidiendo langosta y champán con su futura esposa. Roger siempre ha sido la mayor constante de Mad Men, su papel ha sido “ser divertido”, y esa ha sido justo el arma que ha usado para no quedarse estancado. Hasta el último momento, y para siempre, Roger será ese gran cabrón con suerte que todos queremos ser de mayor.

Y como de costumbre, me reservo a Don para el final, porque con él empieza y termina Mad Men. No cabía duda de que Don acabaría llegando a Los Ángeles después de su “ruta de leche y miel”. Transformado ya por completo en un vagabundo (motivo temático presente desde la primera temporada, recordad el episodio “The Hobo Code”), Don visita a la sobrina de Anna Draper, Stephanie. En California, después de haberse deshecho de todo lo que lo convertía en Don Draper de cara a los demás, Don es Dick.
La decisión de llevar a Don a la costa oeste para un último enfrentamiento con sus fantasmas era algo inevitable. Pero desconectar por completo al protagonista del resto de personajes no era una buena idea. Por eso, durante su estancia en Los Ángeles, Don habla por teléfono con las tres mujeres más importantes de su vida, tres conversaciones “de persona a persona” con Sally, Betty y Peggy. En primer lugar, Don recibe la noticia por parte de su hija de que su ex mujer está enferma y le quedan pocos meses de vida. Su reacción inmediata es hacer las maletas (es decir, coger su bolsa de JC Penney) y volver a “casa” para ayudar a su familia con la crisis. Sin embargo, Betty le quita la idea de la cabeza. Ya vimos en “The Milk and Honey Route” que Betty se quiere marchar a su manera, no quiere que el mundo se pare por ella y no necesita que Don empiece a hacer ahora lo que nunca hizo cuando era el momento adecuado (January Jones se despide de la serie con su interpretación más desgarradora). Las duras palabras de Betty convencen a Don de que no debe moverse de allí. Don le comunica que acepta con un doloroso silencio, y un “Birdie…” ahogado y devastador. Don puede proseguir con su búsqueda, Betty está en buenas manos con Sally.

La última llamada que Don realiza de persona a persona es a Peggy (“Necesitaba oír tu voz”), sobre la que descarga una serie de confesiones que enlazan directamente con las del episodio anterior y con el resto de la historia: “No soy el hombre que piensas que soy. Rompí mis votos, escandalicé a mi hija, adopté el nombre de otro hombre y no hice nada de él“. Esto no solo nos comunica la confianza plena (incluso dependencia) que ha llegado a tener en ella (una de las pocas personas a las que ha mostrado su rostro más vulnerable y el otro personaje que ha vertebrado la serie junto a él), sino que también forman parte de su experiencia purgadora en el retiro espiritual al que Stephanie lo ha llevado a pesar de sus reticencias. El otro detonante que ayuda a Don (o Dick) a salir de ese sueño profundo (¿depresión?) en el que lleva años inmerso es el discurso de un compañero de retiro durante una sesión de terapia en grupo. Leonard, que así se llama el hombre, se lamenta de sentirse poco querido, a veces invisible, tanto que en ocasiones se esconde en sí mismo, huye, y no se da cuenta de que la gente a su alrededor está intentando comunicarse con él para ayudarle. Estas palabras afectan a Don (Dick) de tal manera que se levanta y abraza a Leonard rompiendo a llorar como un niño (Jon Hamm corona así un increíblemente sutil trabajo de interpretación de ocho años por el que no ha sido elogiado lo suficiente). Es un momento de claridad definitiva para él, reconoce el conflicto interno de Don Draper en ese extraño, y decide consolarlo. En cierto modo, Dick Whitman está abrazando a Don Draper, es la reconciliación definitiva de sus dos identidades, idea clave para entender mejor el final de la serie.
Y así llegamos a la escena final de Mad Men. Tras un reconfortante montaje que nos muestra por última vez a casi todos los personajes, la cámara hace un travelling hacia Don, que se encuentra meditando al aire libre en el retiro espiritual, Don nos dedica un “Ommmmm, ommmm“, a continuación esboza una sonrisa que transmite paz y satisfacción, y de ahí corte al mencionado spot de Coca Cola. Fin.

¿Qué quiere decir este final? En un principio puede parecer críptico o ambiguo (incluso una broma), pero no lo es. Después del comprensible aturdimiento inicial, nos paramos a pensar, unimos las piezas que Weiner nos ha ido dejando a lo largo de la temporada, y entonces comprendemos que acabamos de presenciar una de las mejores elipsis de la historia. No hay dos lecturas posibles. Lo que Weiner nos está diciendo es que Don Draper es el responsable del spot, es la persona que creó uno de los anuncios de televisión más emblemáticos de la historia de Estados Unidos, una magistral campaña de marketing en la que el protagonista lleva trabajando (consciente o inconscientemente, no lo sabemos) desde que “empezó” en McCann (recordad el instante en el que Don se queda mirando la máquina averiada de Coca Cola en Oklahoma) y que cristaliza durante su estancia en la comuna (donde Don observa a un grupo de hippies haciendo yoga en lo alto de una colina o habla con una recepcionista que acabará inspirando uno de los looks del anuncio). El desenlace en sí no es ambiguo (el anuncio fue creado por la McCann-Erickson real en 1971, Weiner no deja espacio a las múltiples interpretaciones), pero la idea que nos transmite puede ser decididamente ambivalente. Por un lado, la sonrisa final de Don nos dice que por fin ha encontrado la felicidad que lleva buscando toda la serie. Por otro, esa felicidad no llega de la forma esperada. Don no se convierte en Dick y empieza una nueva vida, más honesta y real, en California, sino que se da cuenta de que es feliz siendo Don, de que aunque todo comenzó como una identidad manufacturada, él es Don Draper, un publicista que disfruta trabajando en el negocio de la ilusión y el engaño. Es una conclusión no exenta de cinismo, pero sobre todo es sincera y a su manera, muy optimista. En definitiva un final coherente con el discurso de la serie a lo largo de los años.
Mad Men siempre nos ha hablado de las mentiras y las decepciones de su tiempo, y por extensión del nuestro. Weiner nos ha retratado una época caracterizada por el cambio, “pero este cambio no llegó de la manera en la que se publicitó” (Poniewozik). De la misma manera, el autor siempre se propuso reconstruir una época utilizando no solo lo que trascendió el tiempo gracias a la publicidad, sino mostrando también todo lo que hay detrás de la creación de esa imagen de marca de “los felices 60” (el baby boom, la prosperidad económica, la lucha por la libertad de derechos, el flower power). Nos ha enseñado cómo todos esos elementos son solo una parte de la historia, concretamente la que las empresas y agencias de publicidad utilizaron para crear una imagen idealizada de Norteamérica. Mad Men es una historia sobre personas inventándose a sí mismas, sobre las elecciones que hacemos y que contribuyen a consolidar la imagen que nos hemos creado, y este desenlace incide en esta idea, con un anuncio que muestra el estado del país tras una década de transformaciones. Se puede interpretar como una auto-crítica, como la crónica del éxito de la identidad americana (un producto pensado por ejecutivos como Don), o como ambas cosas. Al final, Don Draper toma sus vivencias en el retiro espiritual y las convierte en un anuncio, apropiándose de la contracultura hippie para ponerla al servicio de la maquinaria capitalista y vender felicidad. Pero esa felicidad proviene de un lugar real. Es poético, es insolente, tiene sentido. En el último plano de Mad Men, Don sonríe porque se ha encontrado a sí mismo, ha encontrado la manera de ser feliz, pero también porque ha dado con la mejor idea de su vida. Y para celebrarlo “quiere invitar a todo el mundo a una Coca Cola“.

Volviendo una vez más a las palabras de Don Draper al final de “Time & Life“, “Person to Person” no es un final, sino un principio. Weiner cierra la historia, pero se asegura de dejar clara la idea de que esto es el comienzo de un nuevo capítulo para todos los personajes. Cuando Pete le dice a Peggy que en 10 años será directora creativa, ella responde que 10 años es una eternidad. Pero no lo es, es prácticamente el lapso de tiempo que se nos ha permitido acompañar a estos personajes en su viaje, y es solo una fracción del tiempo completo que compone sus vidas. Como ya hemos visto, Weiner se encarga de dejar a todos los personajes a las puertas de esa “nueva vida” de la que habla el guía espiritual que escucha Don durante su meditación. Joan pone en marcha su empresa desde casa (¿es o no la precursora de Alicia Florrick?), Holloway-Harris, porque “hacen falta dos nombres para que suene oficial”; Roger se vuelve a casar; Pete se muda a Wichita con su familia; ni siquiera vemos morir a Betty, sino que su última escena pone énfasis en el hecho de que Sally tomará su relevo (mientras nos deja una imagen clásica de Birdie para el recuerdo, justo lo que ella quería). Hay algunas relaciones que quedan más abiertas que otras (por ejemplo, la última conversación de Don y Sally es una discusión que termina abruptamente), pero esto es intencionado. En lugar de dar un salto en el tiempo y mostrarnos finales más concretos, un tipo de clausura más definida, se opta por transmitir la idea de que estas relaciones no terminan aquí, sino que continúan. Al fin y al cabo, el “fin de una era” conlleva el principio de otra. En menos de un minuto y con una elipsis de tres meses, el final de Mad Men nos está contando lo que ocurrió justo después de ese plano de Don meditando en la comuna hippie, cómo regresó a Nueva York, se vistió otra vez de Don Draper, volvió a McCann, retomó el contacto con sus colegas (damos por sentado que también con su familia), y creó algo que duraría para siempre y afectaría a millones de personas, justo lo que ha estado haciendo Weiner todos estos años.