Crítica: Isla de perros, la nueva obra de arte stop-motion de Wes Anderson

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GUAU, hacen los perros… y GUAU, hacen los espectadores al terminar Isla de perros (Isle of Dogs), la última película de Wes Anderson (El Gran Hotel Budapest). Esa onomatopeya es la única manera posible de expresarse tras el cúmulo de emociones atropelladas que se sienten ante las aventuras y desventuras de la patrulla canina más cool de la historia.

Una epidemia de gripe canina asola la ciudad de Nagasaki. Moquillo, mal genio, ladridos a todas horas y algún que otro mordisco donde no se debía. Los perros están desbocados. Ante tamaña crisis animal, y con cierto miedo a que la enfermedad se transmita al ser humano, el alcalde de la urbe dictamina la prohibición y el consiguiente exilio de todos y cada uno de los perros. Tanto mascotas como callejeros, todos los cánidos pasarán sus últimos días aislados en una isla colindante que hasta el momento había hecho las veces de basurero municipal. ¡Fuera pulgosos de nuestras vidas! ¡Larga vida al mundo gatuno! Pero como es normal ante este tipo de soluciones drásticas, las voces rebeldes no tardan mucho en aparecer y sus protestas, aunque no multitudinarias, se suceden. Por otro lado tenemos a Atari, un pobre chaval que lo único que quiere es recuperar a su perro desaparecido sea como sea.

Después de maravillar al gran público con El Gran Hotel Budapest y de llevarse unos cuántos premios de la Academia por el camino, Wes Anderson opta por una opción bastante arriesgada: volver al stop-motion. Aunque la decisión más fácil hubiese sido completar la trilogía aventurera formada por Moonrise Kingdom y El Gran Hotel Budapest, Anderson vuelve al terreno donde nos había entregado su mejor y más completa obra fílmica: Fantástico Sr. Fox.  Ni el despiporre de Los Tenenbaums: Una familia de genios, ni mucho menos la sobrevalorada Moonrise Kingdom. Hasta la fecha, esa bonita traslación del relato de Roald Dahl era la joya de su filmografía. Es necesario recalcar ese hasta la fecha, porque hoy es el día en que todo cambia. Ese altísimo nivel ha sido superado con Isla de perros. En esta epopeya canina, Anderson alcanza unas cotas de belleza absoluta que nos sume en un síndrome de Stendhal inaudito. La preciosidad del film es inigualable, desde los increíbles diseños de personajes y sus graciosas animaciones, hasta un cuidadísimo guión, repleto de buenos sentimientos y mil y una referencias cinematográficas de altura.

Sin huir de su característico mundo de fantasía, Anderson adopta una postura combativa a la que no nos tenía acostumbrados. Isla de perros es una poderosa metáfora de la situación actual que se vive en el Primer Mundo ante la realidad de la inmigración. No es difícil encontrar similitudes entre la manipulación informativa y gubernamental con la que se trata la epidemia perruna en la película con las conservadoras propuestas del régimen de Donald Trump ante los no caucásicos o el propio caso del Brexit. Aunque lejos de ahondar en la epidemia alt-right como sí está haciendo otro tipo de productos audiovisuales (Homeland, The Good Fight), Anderson decide no complicarse demasiado y opta por la colocación de un villano más o menos tradicional.

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Al igual que en sus películas con seres humanos de carne y pelo, el director ha sabido rodearse de un sinfín de caras (o voces) conocidas para dar vida a los perretes. Estrellas como Bryan Cranston (Breaking Bad), Liev Schreiber (Spotlight), Jeff Goldblum (Parque Jurásico) y, cómo no, dos rostros habituales de su cine: Edward Norton (Birdman) y Bill Murray (Lost In Translation) interpretan a unos perros con más carisma que Rin Tin Tin. Pero si alguien se lleva el gato al agua (¿alguien ha dicho gato?) esa es Scarlett Johansson (Under the Skin). Su interpretación vocal de Nutmeg, la perra modelo multidisciplinar, transmite a la perfección la esencia del cine de Anderson. Esa mezcla entre cool y resabidillo, de estar de vuelta y seguir siendo extremadamente gracioso. Todo con un deje y una cadencia sensual perfecta, marca Johansson. La Academia debería enmendar el error (o el vacío legal) de Her y nominarla este año. Igualmente geniales y tremendamente graciosas son las participaciones más anecdóticas, pero completamente robaescenas, de F. Murray Abraham (Amadeus) y Tilda Swinton (Solo los amantes sobreviven), otra musa andersoniana.

Isla de perros es un hito cinematográfico de esos que no ocurren todos los años. Una de esas cintas con las que la palabra delicia no hace méritos. Una verdadera obra de arte.

David Lastra

Nota: ★★★★★

Crítica: Cazafantasmas (2016)

El tráiler de la nueva Cazafantasmas se convirtió en el más odiado de la historia de YouTube. Las redes sociales se transformaron en un hervidero de comentarios destructivos y críticas definitivas a la película meses antes de que nadie la viera. Desde el anuncio del proyecto, su mera existencia ha generado una ola de odio y una campaña de desprestigio inaudita, a pesar de que es “solo” el enésimo reboot que nos llega en los últimos años. Sí, la película original es una de las más veneradas de los 80, pero reducirlo a eso es estar muy ciego. ¿Por qué lo llaman “arruinar mi infancia” cuando quieren decir “machismo”? El problema ha estado claro desde el principio, por mucho que se haya intentado disfrazar de territorialismo nostálgico (que no sé qué es peor), y la animadversión que ha desatado no ha hecho sino reforzar la necesidad de una película como esta. Pero qué os voy a contar que no sepáis. La que se ha montado alrededor de ella es señal de que no hemos avanzado tanto como creíamos. Algunos se defienden diciendo que su boicot no tiene nada que ver con que las protagonistas sean cuatro mujeres (y en algunos casos será cierto), pero me gustaría saber por qué no han hecho lo mismo con los muchos reboots que ya hemos visto, o que están por venir. No respondáis, conozco la respuesta (la que se usa como excusa y la verdadera).

Por todo esto, a priori parece complicado aproximarse a la película de Paul Feig silenciando el ruido desagradable que se ha creado en torno a ella (o escribir una crítica sin introducir la polémica como factor). Pero lo cierto es que no cuesta tanto como creíamos desconectar de los meses de agotador y absurdo debate para verla, y disfrutarla (otra cosa es hacerlo para escribir sobre ella). Una vez se apagan las luces de la sala y comienza el prólogo de Cazafantasmasqueda claro que el principal propósito de la película es hacerlo pasar en grande, ni más ni menos. Resulta que al final es solo eso, una película. Y además una mucho mejor de lo que parece. Cazafantasmas aúna varias tendencias imperantes del cine actual: el homenaje nostálgico, el blockbuster formulaico y la comedia de la escuela SNL y derivados. El resultado es una mezcla explosiva (y bañada en mocos verdes) que funciona tanto como comedia como superproducción de aventuras para todos los públicos. Y además lo hace respetando y reverenciando en todo momento al clásico de 1984 (algo que muchos se negarán a ver incluso cuando lo tengan delante de sus narices), con cameos que celebran la original sin entorpecer el camino de la nueva, conservando la característica jerga pseudo-científica, adoptando su esquema (quizá demasiado) y adaptándolo a la sensibilidad del cine evento actual, llevándolo incluso hacia el terreno de los superhéroes (al fin y al cabo, esta Cazafantasmas se construye como una origin story, e incluso las protagonistas hacen referencia a su condición de superequipo justiciero; solo falta un guiño a Spider-Man).

Cazafantasmas no es perfecta ni de lejos (creo que ni los que la hemos defendido a capa y espada de los haters lo esperábamos), pero sí es un producto muy digno, una comedia infalible y una cinta de acción muy atractiva visualmente. La película se divide claramente en tres actos, como todo blockbuster que se precie. La primera hora nos muestra la formación del nuevo cuarteto de investigadoras de lo paranormal. En esta sección, Feig hace lo que mejor se le da, sacar oro de la presencia, química y talento cómico de sus actrices. Melissa McCarthy, Kristen Wiig, Kate McKinnon y Leslie Jones forman un equipo fantástico, se divierten (y divierten) con solo estar ahí, clavan los diálogos y lo dan todo en los gags físicos. La segunda parte se centra en desarrollar el plan del villano (más o menos el de siempre) y nos muestra a Abby, Erin, Holtzmann y Patty como grupo en acción, adoptando la identidad de Cazafantasmas con todo lo que ello conlleva (vehículo, uniformes, impacto en los medios y la opinión pública, enfrentamiento a las autoridades, aquí parodiadas por Charles Dance y Cecily Strong). Y por último, el clímax desata el obligado Apocalipsis -con el típico portal gigante que se abre sobre Nueva York- y es cuando la acción se vuelve más vertiginosa, estruendosa y a gran escala.

Aunque pierde fuelle en su segunda mitad por tener que ajustarse necesariamente a la fórmula preestablecida y adolece de un montaje algo brusco (se nota demasiado la tijera), Cazafantasmas se las arregla para mantener su frescura y energía en todo momento. Y esto es gracias sobre todo a sus cuatro protagonistas, pero también al gran robaescenas de la película, Kevin Beckman, el secretario de las Cazafantasmas interpretado por Chris Hemsworth. Algunas de las escenas más descacharrantes del film están protagonizadas por el actor de Los Vengadores, que vuelve a dejar constancia de su instinto para la comedia y la improvisación. La escultural presencia de Hemsworth, que interpreta a un rubio tonto que es contratado solo por estar bueno (ironía que muchos no han pillado y tachan de sexista, así está el patio), pero al que jamás se trata tan repugnantemente como a la variación femenina de este arquetipo, da rienda suelta a la maravillosa capacidad de Kristen Wiig para hacer el ganso, dejándonos algunos de los mejores momentos del film, pero sobre todo confirma al actor australiano como algo más que Thor (por favor, ved los créditos finales completos, dedicados casi enteramente al tesoro que es Kevin).

Hay que decir que, como suele ocurrir en el cine de Feig, no todos sus chistes funcionan con la misma eficacia (muchos son geniales, aunque también hay alguno que se estrella contra el suelo), pero en general, Cazafantasmas es otra sólida entrega cómica de Feig y compañía, una película con carcajadas aseguradas (al menos en mi sala no pararon en toda la proyección) y que, como dictan las reglas de su cine (y el de sus contemporáneos), también contiene una carga emocional bastante considerable, con énfasis en la bonita amistad y contagiosa camaradería entre estas mujeres. Si se tiene la suerte de entrar en sintonía con la propuesta, es muy fácil pasarlo bomba con la película, gracias a sus golosas y coloristas imágenes (aunque se vean en 2D, saltan de la pantalla como si fuera 3D), a sus entrañables personajes, o a su humor desenfadado.

Pero es que además, Cazafantasmas cumple una función social muy valiosa. En primer lugar, ofrece referentes heroicos femeninos para las niñas (y para los niños, que hay que educarlos a todos en esto por igual, y hay que tener en cuenta a todos los chavales que se identifican más con ellas), no una, ni dos, cuatro mujeres que ni son comparsa ni asumen el rol de interés romántico (no hay conflicto amoroso en la película), sino que están a cargo de su propia aventura. Y en segundo lugar, presenta a mujeres en su mayoría de más de 40 y con diversidad de físicos pateando culos de fantasma y salvando el mundo sin ser hipersexualizadas en ningún momento para satisfacer la mirada del público masculino heterosexual (ojo, eso no quiere decir que no sean seres sexuales, que ahí está Wiig como el pico de una plancha o la marciana McKinnon y su Holtzmann, siempre magnética y siempre seduciendo). O sea, que es justo la película feminista que necesitábamos.

En resumen, Cazafantasmas ha tenido que sortear obstáculos a los que otros productos similares (reboots nostálgicos o relecturas de clásicos) no se han tenido que enfrentar, ha atravesado un mar de odio en Internet (atención a los dos oportunos guiños con los que se empequeñece a los detractores machistas en la película) y ha salido a flote con un producto hecho para callar muchas bocas (no quiero ni pensar cuántos disfrutarán de esta película en secreto pero no lo reconocerán), con una película que cumple holgadamente con su principal propósito: divertir. Y ya de paso relanza una franquicia con mucho potencial desempeñando una labor que, como tristemente se ha demostrado, hacía falta urgentemente en el cine de Hollywood. Así que solo queda una cosa que decir: Haters Gonna Hate.

Pedro J. García

Nota: ★★★★

Crítica: El Libro de la Selva

THE JUNGLE BOOK

El libro de la selva (1967) es uno de los Clásicos Disney más queridos por varias generaciones. Pero también uno de los más difíciles de adaptar para el público actual. Sin embargo, en la Casa de Mickey Mouse, que está viviendo una gran época de esplendor, han debido pensar que no hay reto lo suficientemente grande para ellos. Porque todo queda en familia, el estudio cuenta con Jon Favreau (director de las dos primeras Iron Man) para orquestar un proyecto de gran envergadura, una película ambiciosa y muy complicada de realizar que podría haber salido muy mal, y sorprendentemente funciona a todos los niveles.

La película animada original, más que una historia propiamente dicha, es una serie de viñetas que nos muestran los encuentros de Mowgli con los diversos animales que pueblan la selva donde se ha criado junto a los lobos. El remake de El Libro de la Selva conserva esa misma estructura fragmentada, heredada sin lugar a dudas del material original, la colección de relatos escritos por Rudyard Kipling, pero posee un hilo argumental más definido que mantiene más o menos cohesionada una historia con tendencia a irse por las ramas (nunca mejor dicho). El guion de Justin Marks se apoya más en la obra de Kipling que el clásico de los 60, pero también se encarga de rendir continuo homenaje a la película animada, rehaciendo las escenas clave de la misma (de las que Disney no habría permitido prescindir) y rescatando sus canciones más populares. Como ocurría con CenicientaEl Libro de la Selva es la misma película, pero a la vez es distinta.

THE JUNGLE BOOK

Y hablamos de “remake en acción real”, pero en realidad El Libro de la Selva podría contar como película de animación casi al 100%, en la que prácticamente lo único “real” en ella es el niño protagonista, el torbellino de energía Neel Sethi (un Mowgli muy propio, más niño de verdad que niño actor). Los escenarios naturales de la película están realizados casi íntegramente por ordenador, con un hiperrealismo tan conseguido que será difícil creer que lo que tenemos ante nuestros ojos no existe (asombrosamente, no se le ven las costuras). Y si los escenarios fotorrealistas quitan el hipo, la animación de los personajes que acompañan a Mowgli en su aventura es de otro mundo, tanto que se olvida pronto que son animales realistas parlantes. Sin miedo a exagerar, El Libro de la Selva supone un nuevo hito tecnológico en el cine, un testimonio de su gran avance en los últimos años. Las texturas y los movimientos de Bagheera, Baloo o la manada de lobos de Mowgli (qué adorables los cachorros), unido a la increíblemente orgánica integración de las creaciones CGI con el protagonista (cuando Mowgli toca a un animal, lo está haciendo de verdad), hacen que El Libro de la Selva suponga una experiencia visual sin igual.

El elemento tecnológico y el énfasis en la acción podrían haber jugado en detrimento de todo lo demás, pero El Libro de la Selva no deja que el espectáculo engulla su corazón, que late bien fuerte en todo momento. La película rebosa emoción, y, aunque ya hemos dejado claro que narrativamente es muy dispersa, se las arregla para que su frágil estructura y sus vaivenes tonales (del humor más simpático al puro terror en dos sencillos pasos) funcionen en todo momento. Solo hay un par de salidas de tono en el film, algún que otro chiste anacrónico y el número musical del Rey Louie, sin duda impresionante a nivel técnico y visual, pero completamente fuera de lugar. Por lo demás, un Favreau bastante solvente consigue que nada resulte excesivamente disparatado, que nada rechine, lo cual es un logro enorme teniendo en cuenta lo ambicioso y rocambolesco que es el proyecto si nos paramos a pensarlo, y lo difícil que era convertir el material original en una superproducción disneyana del siglo XXI.

THE JUNGLE BOOK

Y por supuesto, hay que elogiar el excelente trabajo de doblaje de la película, que justifica por sí solo la creación de una categoría a Mejor Interpretación de Doblaje en los Oscar. El reparto de voces en inglés es inmejorable, y más allá de las maravillas informáticas del film, son sus formidables interpretaciones las que hacen que los animales cobren vida de verdad: Ben Kingsley, Lupita Nyong’o, Giancarlo Esposito, Christopher Walken, Scarlett Johansson (con una participación muy breve, aunque al menos tiene una preciosa canción en los créditos), y sobre todo Idris Elba, cuya voz hace que el ya de por sí imponente tigre Shere-Khan resulte más terrorífico aun, y un pletórico Bill Murray, que vuelca toda su personalidad en el papel para convertirse en el Baloo perfecto. Sería un crimen perdérsela en versión original.

El Libro de la Selva es un espectáculo cinemático muy calibrado, una película tremendamente física (y sonora) que invita a sumergirse en sus preciosas imágenes, pero no se olvida de la importancia de compensar la pirotecnia con la emoción (ya sabéis, fórmula Disney). El déficit de atención de su argumento hace que a ratos se tambalee, pero nunca llega a ser un problema grave gracias a un guion que pone la excelencia técnica a su servicio, para favorecer el drama y la comedia siempre que es necesario. En definitiva, otro triunfo de una Disney imparable.

Nota: ★★★★

Crítica: Rock the Kasbah

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Rock the Kasbah es una de esas películas cuya existencia no puede ser razonada más allá de lo absurdo que puede llegar a ser Hollywood a la hora de decidir lo que llega a las pantallas de cine o lo que se queda en el limbo. Nos podemos imaginar la reunión para determinar si Rock the Kasbah recibía el visto bueno o era archivada, y es difícil entender por qué su premisa no disparó ninguna alarma: Un representante de rock en horas bajas, Richie Lanz (Bill Murray) decide apuntar a su única cliente, Ronnie (Zooey Deschanel), al tour de la USO (United Service Organizations) en Afganistánpara que actúe para las tropas estadounidenses. Pero Ronnie se echa para atrás en el último momento, y Lanz se queda tirado en Kabul, donde, tras vivir mil y una serie de “alocadas aventuras”, descubrirá a una joven pastuna con una voz extraordinaria, a la que decidirá presentar al concurso de talentos Afghan Star (la versión afgana de American Idol), a pesar de que va en contra de todas las normas de su tribu.

Efectivamente, además de estúpida, la idea es muy peliaguda, sobre todo si va a ser abordada desde la comedia (y no va a hacerla ni Sacha Baron Cohen ni Evan Goldberg), que es el caso. ¿Por qué salió adelante a pesar de que todo indicaba que no funcionaría? La clave es un nombre que ya hemos mencionado: Bill Murray. El mítico actor de Cazafantasmas y Lost in Translation es un gancho importante. No es un revienta-taquillas ni mucho menos, pero tiene una legión de fans que se acercan a ver cualquier cosa en la que salga, porque aceptémoslo, es el jodido Bill Murray. Su personalidad y carisma siempre llenan la pantalla, aunque sus interpretaciones no se distingan mucho unas de las otras, y a los que les gusta Murray, les gusta mucho. Pero claro, por mucha presencia que tenga, él solo no puede aguantar sobre sus hombros el peso de un proyecto, sobre todo cuando la película en cuestión es tan ofensiva y bochornosa como Rock the Kasbah, que nos sorprende que no haya sido subtitulada en España como Desmadre en Kabul.

nullCon guion de un viejo amigo de Murray, Mitch Glazer (que ha trabajado junto a él en Saturday Night LiveLos fantasmas atacan al jefe, y recientemente ha escrito A Very Murray Christmas), y dirigida por el veterano (y despistado) Barry Levinson (Rain Man, Toys, Sleeper), Rock the Kasbah es una “comedia” sin sentido del ritmo, que además adolece de una confusión de tonos espantosa. Sus escarceos con la comedia gamberra son lamentables, en particular las escenas pasadas de rosca con Danny McBride, Scott Caan y un Bruce Willis que cuando parece que no va a tocar más fondo, lo toca. Momentos con los que la película frivoliza peligrosamente con la guerra y la situación afgana sin verdadera voluntad crítica o satírica, y por supuesto sin gracia. Llama la atención en especial la secuencia en la que este grupo viaja en descapotable por las calles nocturnas de Kabul para encontrar un local de fiesta secreto, y como si de una película de James Franco y Seth Rogen se tratase, la noche se transforma en una aventura disparatada (¡Qué divertidas son las bombas y los tiroteos en Kabul!) en la que Lanz conoce a “la chica” de la película, una prostituta interpretada por Kate Hudson, con la que Murray forma probablemente la peor pareja que vamos a ver este año en el cine.

Como Slumdog Millionaire, pero sustituyendo la pornografía sentimental por el “buenrollismo” de una película feel-good, y el tema de la pobreza en la India con el de la situación de la mujer en Afganistán, Rock the Kasbah no tiene ni idea de qué quiere contar ni cuál es su propósito, más allá de subrayar la superioridad yanqui (¿un americano que va a Afganistán a cambiar la mentalidad de su pueblo? ¿En serio? ¿No se podía buscar una idea más engreída y fantasiosa?). Murray deambula sin rumbo, lost in Kabul, intentando seguir un guion que explota su personalidad hasta gastarla y está escrito con déficit de atención narrativo: la forma en la que Deschanel desaparece para no volverse a saber nada de ella, cómo pasa de puntillas por el tema de la opresión de la tribu pastuna y convierte su estancia en la aldea en una oportunidad para que Murray realice una “simpática” actuación musical (…), y cómo al final todo adquiere un tono dramático, incluso existencialista, que no se corresponde en absoluto con el resto del film y no nos ofrece verdaderas conclusiones sobre nada, ni la historia ni el protagonista. A pesar de intentarlo con la (falsa) catarsis con la que termina, Rock the Kasbah no es capaz de justificar su existencia. Una idea terrible que da como resultado una película aun peor.

Valoración: ★★

Crítica: Los Minions

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Que los Minions son lo mejor de la saga Gru, mi villano favorito es algo que sabe todo el mundo. Es más, es una verdad “universal” (pun intended). La segunda entrega ya lo dejó bien claro. La popularidad de los esbirros amarillos tras el éxito de la primera película era tan grande que en la segunda ya empezaban a trascender su condición de secundarios comparsa adquiriendo mayor protagonismo. Gru 2 fue un festival Minion (amarillo y morado), los personajes ya estaban bien acomodados en el imaginario colectivo, convertidos en iconos adorados por pequeños y mayores por igual, así que el siguiente paso natural era dedicarles una película a ellos solos. Los Minions toman el escenario (aunque siempre fue suyo) con la intención de dominar el mundo (más todavía). O mejor dicho, de ayudar al villano que haya más cerca a hacerlo.

Los Minions nos lleva hasta el inicio de los tiempos para descubrir que estos adorables e inocentes seres han estado siempre ahí. Este spin-off precuela nos muestra cómo nacieron (empezaron siendo organismos amarillos unicelulares) y cómo evolucionaron a través del tiempo. Desde los albores de la civilización Minion, el propósito vital de todos ellos ha sido siempre el de encontrar a un amo malvado al que servir. Así, en la divertidísima secuencia de apertura vemos cómo ofrecen sus servicios como secuaces al T. Rex, Drácula o Napoleón, para acabar siempre entorpeciendo, incluso provocando la muerte accidental, a sus jefes. Después de fracasar tantas veces seguidas en su búsqueda, los Minions caen en una profunda depresión. El tiempo pasa, y en la década de los 60 Kevin traza un plan para salvar a su pueblo: dar la vuelta al mundo en busca de un nuevo amo y un nuevo hogar para los suyos. Le acompañan el rebelde Stuart y el achuchable Bob, con los que intentará encontrar a Scarlet Overkill, según dicen, la supervillana más famosa de la Tierra.

De la Antártida a Nueva York en los felices 60 a Londres, donde se desarrolla la mayor parte de la acción, este spin-off es un triunfal tour de los Minions por el mundo que avanza a ritmo de clásicos pop-rock. En realidad, la película no se distancia mucho de la fórmula de sus dos predecesoras. Los Minions se convierten en protagonistas de la historia, pero el argumento, una vez llegados a Londres, es similar al de las dos Gru, girando en torno al Printplan del gran malvado que pretende conquistar el mundo. En este caso, la divina y algo esquizoide Scarlet Overkill (doblada en inglés por Sandra Bullock, y en español por una estupenda Alexandra Jiménez) trata de robarles el centro de atención a los Minions, y de hecho está a punto de hacerlo. Recordemos que los Minions hablan un hilarante idioma que mezcla sinsentidos con palabras de muchas lenguas, y quizá por miedo a que una película con mucho tiempo sin diálogos pudiera espantar al público o suponer un reto demasiado difícil (no todas son WALL-E), el film acaba dando demasiado protagonismo a sus personajes humanos, la mencionada Scarlett y, en menor medida, Herb (doblado en V.O. por Jon Hamm, y en castellano por un menos atinado Quim Gutiérrez).

Claro que por mucho que se intente, es imposible hacer sombra a estas descacharrantes píldoras devora-bananas y sus irresistibles monerías. Su ascenso a primera línea dentro de la saga, lejos de perjudicarlos por sobre-exposición y sobre-explotación, no le ha quedado nada grande. Y es que Los Minions no es el subproducto que esperábamos. Está claro que es un proyecto creado para seguir exprimiendo al máximo la gallina de los huevos amarillos, pero afortunadamente, eso no es todo. Detrás de la película (en la que repite Pierre Coffin como director, acompañado de Kyle Balda en lugar de Chris Renaud) hay un trabajo de animación muy cuidado, técnicamente sobresaliente (con un 3D por encima de la media), y un guion que, a pesar de volverse mecánico en su recta final, no se duerme en los laureles, sino que se esfuerza en mantener en todo momento un nivel alto de buen humor y diversión, así como el ritmo acelerado que caracteriza a los personajes.

Encontrando el equilibrio perfecto entre el chiste bobo y el inteligente, con slapstick del bueno para los más pequeños y guiños para el adulto muy bien hilvanados en la trama, Los Minions es una comedia infalible que desata carcajadas y nos deja innumerables frases y gags para el recuerdo. Sin embargo, no sería tan eficaz de no ser por el carisma del trío protagonista. Kevin, Suart y Bob (sobre todo Bob, hay que amar mucho a Bob y estrujarlo hasta que se vuelva morado) nos conquistan con sus desquiciadas correrías y añaden más capas a los Minions, en el fondo seres afanados y leales con mucho amor para dar que nunca encuentran el sitio adecuado donde ponerlo, aquí convertidos en los verdaderos héroes que son ya fuera del cine.

Valoración: ¡BA-NA-NA! (★★★★)

Crítica: St. Vincent

ST. VINCENT

Si hay un lugar común más infalible en el cine de Hollywood que el del pringao que supera los obstáculos para convertirse en el héroe y salvar el día es el de las amistades improbables. Un niño y un robot, dos policías polos opuestos forzados a trabajar juntos, una mean girl y una novata, Daniel el travieso y el señor Wilson. Y ahora Vincent y Oliver, el dúo dinámico de St. Vincent, que son algo así como una actualización del terremoto rubio y su vecino cascarrabias, con los papeles un poco intercambiados y ambientada en el universo cinematográfico de Sundance.

Vincent (Bill Murray) es un veterano de la guerra de Vietnam, un señor iracundo y desastrado que vive solo en una casa que está a dos días de convertirse en Grey Gardens y dedica sus días a beber como si no hubiera mañana y apostar en las carreras. Su única compañía es su gato y una prostituta del barrio llamada Daka (Naomi Watts), que es lo más parecido a una relación que ha tenido en mucho tiempo. Su nihilista rutina diaria se verá alterada por la llegada de sus nuevos vecinos, Maggie (una por suerte descafeinada Melissa McCarthy), mujer divorciada que se ha mudado a Brooklyn para alejarse de su marido, y su hijo de doce años, Oliver (Jaeden Lieberher). El exigente trabajo de Maggie en la sala de TAC del hospital local le impide ocuparse de Oliver, por lo que recurre a Vincent, que se convierte a regañadientes y por una generosa tarifa en el canguro del niño.

Cartel ST VINCENTEl desapego inicial de Vincent se va transformando poco a poco, y a base de experiencias de dudoso valor educativo para Oliver, en cariño por el pequeño, a la vez que desvelan la verdadera identidad de su Dodger particular, un hombre incomprendido de gran corazón cuyo carácter agriado no es más que un mecanismo de defensa y una cicatriz de sus heridas sentimentales; un auténtico santo, si bien misántropo y poco o nada ortodoxo, igualmente merecedor de la canonización en vida. Ambos acaban forjando una entrañable amistad afianzada, y a la vez vulnerada, por sus carencias afectivas: la ausencia de figura paterna en la vida de Oliver y la pérdida del amor de su vida por parte de Vincent. Efectivamente, todo esto nos recuerda inevitablemente al argumento de Up, la cinta de Pixar de la que el debutante Theodore Melfi incluso ha tomado prestado el final para su ópera prima.

Y aún a pesar de discurrir por terrenos de sobra explorados por el cine, esta dramedia no sabe a refrito, sino que nos propone un regreso a lo conocido en forma de historia cálida y familiar en la que nada se antoja insincero, aunque todo esté construido siguiendo paso a paso el manual del melodrama buenrollista. Sí, St. Vincent manipula los sentimientos del espectador, pero lo hace sin engañar, siempre anteponiendo las buenas intenciones, y oponiéndose en todo momento al cinismo imperante en la actualidad. Y funciona sobre todo gracias a un Bill Murray en horas (más) altas, que con este personaje hecho para él y nadie más, nos proporciona un santo en el que creer, un símbolo imperfecto de humanidad y esperanza que, por muy ficticio que sea, no nos viene mal de cuando en cuando.

Valoración: ★★★½

Crítica: El gran hotel Budapest

El Gran Hotel Budapest

A estas alturas ya sabemos lo que esperar exactamente de una película de Wes AndersonEl gran hotel Budapest es todo un acto de autoafirmación (otro), una cinta con la que el director de Los Tenenbaums y Fantástico Mr. Fox se mantiene en su elemento, insistiendo en su potente identidad estética y su peculiar sentido del humor, entre lo sofisticado, lo privado y el slapstick más bobo, resguarecido en su zona de seguridad, con sus excéntricos personajes meticulosamente centrados en el plano, dentro de ese universo perfectamente simétrico y casi estático de cuadrados y retablos. La contagiosa iconoclastia de Anderson es lo que le ha convertido en uno de los más venerados autores cinematográficos de la actualidad, y El gran hotel Budapest es otro ejemplo más de su destreza a la hora de fusionar arte y estupidez para darnos un cine que solo él puede hacer.

A pesar de que su campaña promocional pueda darnos la impresión de que estamos ante una película coral, El gran hotel Budapest es la historia de dos hombres, el afamado conserje Monsieur Gustave  y el botones Zero Moustafa, y su amor por el emblemático edificio y una joven repostera, respectivamente. Una rocambolesca aventura llena de acción ala Anderson, protagonizada por un inspiradísimo Ralph Fiennes y el recién llegado a la familia Anderson, Tony Revolori, que entiende el El Gran Hotel Budapest cartelhumor andersoniano como si llevara trabajando con él toda su carrera. Claro que, como no puede ser de otra manera, por el film desfilan infinidad de rostros conocidos, en su mayoría intérpretes fetiche del director que no quieren perderse la fiesta: Bill MurrayOwen Wilson, Jeff Goldblum, Edward Norton, Jason Scwartzman, Tilda Swinton en una de sus dos magníficas interpretaciones protésicas de este año (en esta y Snowpiercer está para ponerle un monumento). El elenco de secundarios es multitudinario, pero a excepción de la (todavía promesa) Saoirse Ronan y los villanos Willem Dafoe y Adrien Brody, casi todos entran en la categoría de cameo. Están ahí desempeñando la función de un elemento más de la puesta en escena, objetos colocados por Anderson con la misma minuciosidad que el resto. En este sentido, El gran hotel Budapest sale perjudicada por confiar excesivamente en la mera presencia de estos actores para generar comedia. Funciona, porque No Murray, No Party, pero también refuerza la idea de que Anderson está cada vez más exclusivamente interesado en la forma por encima del fondo.

El gran hotel Budapest es otra porción del universo fársico y absurdo de marionetas que Anderson ha creado a lo largo de los años, ese grand gignol inspirado en el cine mudo, con el que el director ha afianzado su estilo -sobreviviendo en repercusión a muchos de sus contemporáneos-, y que en esta película resulta particularmente exultante y bello (como una descomunal tarta de diseño). Anderson confecciona el film con la precisión que lo caracteriza, perfeccionando sus técnicas cinematográficas: el uso de hermosas maquetas en miniatura, el stop-motion, el estilo cartoon, los paneos horizontales y verticales, los intertítulos, esa estudiada paleta de colores, la planificación por capas y los saltos en el tiempo (que esta vez además coinciden con cambios en el aspect ratio, sin duda una gran idea). Además, el director cuenta de nuevo con una sublime partitura del ubicuo Alexandre Desplat, ya imprescindible en su cine. Todo para crear otra “realidad inventada“, otro exquisito mundo de caos y confusión medido al milímetro; un escenario en el que el director mueve a sus personajes, obteniendo la mejor comedia de ellos gracias a sus cronometrados movimientos de cámara y su montaje. En definitiva, la labor de orfebrería visual y sonora (o de TOC, según se mire) que Anderson orquesta en la película es encomiable, y sin duda hará las delicias de sus seguidores. Sin embargo, El gran hotel Budapest no está a la altura de sus mejores obras. Carece de la fuerza y profundidad emocional de sus anteriores películas y, por muy ingeniosa que sea, parece augurar (o inaugurar) una etapa de madurez caracterizada por el estancamiento autoral.

Valoración: ★★★½

Crítica: Monuments Men

George Clooney;Matt Damon;John Goodman;Bob Balaban

Con su quinto largometraje como realizador, Monuments MenGeorge Clooney propone un viaje de regresión al Hollywood clásico de los años 40 y 50, con una cinta bélica que evoca al cine de Billy Wilder o Howard Hawks. En Monuments Men, Clooney cuenta la historia real de unos héroes de guerra menos celebrados a lo largo de la historia, la liga de los hombres extra-ordinarios a cargo de recuperar antes de su destrucción las obras de arte robadas por Adolf Hitler y escondidas a lo largo y ancho de Alemania hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. El film, basado en la crónica literaria de Robert M. Edsel The Monuments Men: Allied Heroes, Nazi Thieves and the Greatest Treasure Hunt in History, pretende ser una oda a aquellos que arriesgaron su vida por el arte, y por la preservación del testamento de los logros del ser humano a lo largo de los siglos.

Hitler da sus últimos coletazos y la guerra está tocando a su fin, pero el campo de batalla sigue siendo hostil. Reclutados por el teniente Frank Stokes (Clooney) bajo el programa Monuments, Fine Arts and Archives, este equipo de siete profesionales vinculados al arte Monuments Men_Póster(restauradores, historiadores y directores de museo) se embarcan en la aventura de sus vidas, compensando su escasa preparación militar con coraje y determinación. Monuments Men cuenta con un amplio reparto coral de estrellas (o reunión de amiguetes, según se mire) que dan vida a estos héroes ligeramente basados en los verdaderos miembros del programa. Matt DamonBill MurrayJean DujardinCate BlanchettJohn GoodmanHugh Bonneville y Bob Balaban elevan el caché de una película que, desafortunadamente, no consigue estar a la altura de sus credenciales.

Monuments Men es un film bienintencionado, decididamente blanco, con una carga de idealismo e ingenuidad romántica que, junto a ese toque de picardía y el doble filo propio de las comedias de los 50, reproduce hábilmente el estilo de la edad de oro de Hollywood. Además, el estupendo reparto hace un buen trabajo capturando este espíritu clásico y contribuyendo al aire de sofisticación que desprende la película. Sin embargo, Clooney no logra conectar del todo con su público, sobre todo en cuanto al humor (amable pero fallido), y fracasa a la hora de trasladar a la historia la importancia de su mensaje (sus pomposos discursos sobre morir por el arte se antojan artificiales). Monuments Men plantea una historia muy interesante, pero su desarrollo resulta descentrado, tibio, a ratos tedioso, y excesivamente cursi y remilgado cuando explicita las lecciones que nos quiere dar. Para ser una película que habla de la importancia del arte en la historia del ser humano, Clooney ha realizado un trabajo bastante intrascendente.

Valoración: ★★★