Crítica: Jumanji – Bienvenidos a la jungla

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El caso de Jumanji es curioso. La película dirigida por Joe Johnston fue acribillada por la crítica a su estreno en 1995, pero la gran acogida del público la acabó llevando a ingresar en la cultura popular como una de las cintas para toda la familia más emblemáticas de la época. Su éxito (recaudó 264 millones de dólares en todo el mundo) fue el resultado de una feliz sinergia de elementos: la fuerte demanda de cine de aventuras con animales tras el pelotazo de Parque Jurásico, el boom de los efectos digitales (irrisoriamente primitivos vistos ahora, menos en el caso de los monos, que ya eran lo peor en su día) y Robin Williams en la cima de su popularidad noventera. Jumanji se estrenó en el mejor momento posible, y esto la ayudó a convertirse en uno de los acontecimientos cinematográficos que definieron a la generación que creció en los 90.

Sin embargo, la película no consiguió hacer despegar una franquicia, como por momentos pareció ser la intención. Sí, hubo una serie animada y una más que estimable secuela espiritual, Zathura, pero la cosa se quedó ahí. Hasta 2017. No hace mucho, Sony Pictures vio el filón de la nostalgia y decidió aprovecharlo anunciando un reboot de Jumanji. La noticia no fue recibida con el mismo nivel de virulencia que la nueva Cazafantasmas, pero sí se encontró con el rechazo de un público que tenía a la original en más alta estima de lo que creíamos. La cosa empeoró cuando se desveló la premisa: en lugar de un juego de mesa, Jumanji pasaba a ser un videojuego. ¡Horror, sacrilegio, infancia arruinada! Por todo esto, el temido reboot tenía todas las papeletas para ser un desastre, pero contra todo pronóstico, ha acabado revelándose como una de las sorpresas de la temporada.

Jumanji: Bienvenidos a la jungla, que es como se llama el invento, es muy diferente a la original. No se limita a repetir la jugada, sino que se configura a modo de secuela actualizadora para millennials y niños. Como adelanta el título, la acción se traslada enteramente a la jungla, es decir, al interior de Jumanji. Cuatro estudiantes de personalidades dispares son castigados a pasar el día limpiando el sótano del instituto, donde encuentran una antigua consola y un misterioso cartucho. Cuando inician una partida de la versión en videojuego de Jumanji, son absorbidos y transformados en avatares con identidades y habilidades radicalmente distintas a las de sus vidas reales. Juntos deberán emprender una peligrosa aventura resolviendo puzles, enfrentándose a enemigos mortales y avanzando de nivel hasta llegar al jefe final (Bobby Cannavale), contra el que deberán luchar para ganar la partida y evitar quedarse atrapados en el juego para siempre.

Dejando atrás el tablero, Jumanji: Bienvenidos a la jungla se presenta como un homenaje paródico a los 16-bits en el que el lenguaje de los videojuegos (las vidas, los tutoriales, los menús de selección, los power-ups, las secuencias cinemáticas…) proporciona una forma muy creativa de construir la aventura (aunque sea haciendo trampa, esta es una película de videojuegos que sí funciona) y la nostalgia se maneja con sorprendente acierto y mesura. Aunque técnicamente estamos ante una secuela, la nueva Jumanji evita caer en el error de la réplica y encuentra su propia voz, demostrando que tiene muy clara tanto su (nueva) personalidad como la época en la que le ha tocado vivir. Y esa época pertenece a una de las mayores estrellas del cine comercial y posible futuro presidente de los Estados Unidos, Dwayne Johnson. Si su anterior reboot, Baywatch, fallaba por completo en todo lo que se proponía, Jumanji da en la diana, y es en gran medida gracias a él. Verlo interpretar a un nerd enclenque y asustadizo atrapado en la montaña de músculos que es The Rock es una de las mayores atracciones de la película.

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Johnson está más gracioso que nunca (carcajada segura cada vez que redescubre asombrado sus bíceps), pero no está solo. Lo acompañan dos pesos pesados de la comedia generalista, Kevin Hart y Jack Black, que cumplen a pesar de que su histriónico humor pueda sobrecargar a muchos (quien esto escribe incluido), y la escocesa Karen Gillan, actriz todoterreno que demuestra sus excelentes dotes para la comedia y la acción protagonizando algunos de los mejores combates de la película y sacando el máximo partido de un personaje poco agradecido (construido para criticar estereotipos en los que en un momento u otro acaba cayendo). La dinámica que crea el cuarteto protagonista (quinteto contando a un más que decente Nick Jonas, que se incorpora al grupo a mitad de la aventura) es el principal motor cómico y emocional del film. Hay tanta química entre todos ellos que da igual que el argumento no sea nada del otro mundo o que algunas subtramas no terminen de cuajar. Al final (y al principio), lo importante es pasárselo bien, y todos se aseguran de que así sea.

Jumanji: Bienvenidos a la jungla no es ninguna maravilla (la original tampoco lo era, aunque nos encantase, a mí el primero), de hecho es más bien una tontería, pero es más que digna como cine familiar y entretenimiento ligero para las vacaciones. Divertida, simpática, con abundantes gags eficientes (sobran un par de chistes sobre lo que mola tener pene, eso sí) y diálogos más ingeniosos de lo que parece, secuencias de acción resultonas (atención al set piece del helicóptero, brutal) y encima, corazón. Porque afortunadamente, la película no deja nunca de apoyarse en los personajes para crear los conflictos, resolverlos ensalzando el trabajo en equipo y, durante su emotivo final, dejarnos con un apropiado mensaje sobre la amistad y la importancia de abandonar nuestros miedos y prejuicios para atrevernos a ser quienes realmente queremos ser.

Es decir, lo que prometía enfadar a la audiencia ha acabado haciendo todo lo contrario, ser un crowdpleaser de manual. Al no tomarse demasiado en serio y carecer de mayores pretensiones que hacer pasar un buen rato, Jumanji: Bienvenidos a la jungla invita a relajarse y disfrutar de la partida.

Pedro J. García

Nota: ★★★½

‘Stranger Things 2’ es una obra de arte pop

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[Esta entrada NO contiene spoilers]

No fuimos conscientes de hasta qué punto es verdad aquello de que Netflix está cambiando la manera de hacer y consumir cine y televisión hasta el verano de 2016. Fue entonces cuando se estrenó en la plataforma la primera temporada de Stranger Things, precedida de una campaña de marketing más bien discreta que no hacía prever ni remotamente lo que acabaría pasando. La serie creada por los hermanos Matt y Ross Duffer se convirtió en el mayor éxito del verano, redefiniendo el concepto de “blockbuster estival” para quitarle al cine la exclusividad que tenía sobre él. Es decir, en un verano cinematográfico especialmente escuálido, el mayor “taquillazo” de la temporada fue una serie de televisión.

Y lejos de menguar con el tiempo, la onda expansiva de ese fenómeno siguió creciendo en los meses posteriores a su estreno, gracias al boca-oreja, a la insistencia (o pesadez) de los medios y al factor on demand, que permite empezar y seguir las series al ritmo que cada uno quiere. Con Stranger Things no pasó como con otras series originales de Netflix, que se consumen de una o dos tacadas y se olvidan incluso más rápido. Al contrario que le ha ocurrido a Las 4 estaciones de las Chicas Gilmore The DefendersStranger Things sí se quedó en la conversación online, sí traspasó la línea que separa el entorno seriéfilo del mainstream. La primera temporada se desgranó hasta el último plano, sus actores infantiles se convirtieron en estrellas mediáticas, algunas de sus tramas se viralizaron hasta el absurdo (#JusticeForBarb) y su estilo influyó inmediatamente en productos posteriores (It). En gran medida, todo fue gracias al factor nostálgico, a lo bien que la serie jugaba la carta del homenaje cinéfilo para capitalizar la morriña de tiempos mejores que tiene secuestrada al espectador estos días.

En los 15 meses que han transcurrido entre el estreno de la primera temporada de Stranger Things y la segunda, el revuelo alrededor de la serie no ha hecho más que crecer, y por tanto, la expectación por los nuevos episodios se ha disparado hacia la estratosfera. Ante una situación así, en la que una creación se le va de las manos a su responsable para convertirse en propiedad de los espectadores, parece imposible afrontar una continuación sin que el impacto cultural devore a la serie. Pero los hermanos Duffer lo han conseguido. La segunda temporada de Stranger Things no solo está a la altura y conserva intacto el espíritu de la primera, sino que además va más allá siguiendo las reglas de las secuelas cinematográficas, aumentando y multiplicando todo lo que funcionó la primera vez con resultados más que satisfactorios.

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Stranger Things 2 es más grande, más ruidosa, más épica, más espectacular, tiene más acción, más terror, más personajes, más efectos visuales, y sobre todo, más homenajes cinéfilos. Pero como en la primera entrega, la serie es mucho más que mera nostalgia o pirotecnia. Los hermanos Duffer han sabido dominar el arte del pastiche sin olvidar la importancia de dar al espectador una historia y unos personajes por los que preocuparse, y afortunadamente, la secuela vuelve a encontrar ese equilibrio, en un contexto magnificado por factores externos. Como reza uno de sus eslóganes, Stranger Things es más Stranger que antes, pero en la búsqueda del “más grande todavía”, los Duffer no han descuidado lo que en el fondo ha hecho de esta serie un éxito más allá del truco de la nostalgia: su adictivo misterio, su extraordinario apartado visual y, sobre todo, sus fantásticos personajes, elevados en tiempo récord a la categoría de iconos de la cultura popular.

Sobre el argumento de Stranger Things 2 es mejor no entrar en detalle (por ahora). Baste decir que los nueve episodios que conforman la temporada están repletos de escenas, sorpresas, guiños y diálogos que en los próximos meses serán analizados y convertidos en meme hasta la saciedad. Si la primera temporada bebía de Encuentros en la tercera fase, Alien, E.T., Cuenta conmigo o Los Goonies (en general, de todo lo que fuese Steven Spielberg y Stephen King), la segunda sigue homenajeando a estas películas mientras aumenta su cantera de referentes con alusiones inconfundibles a otros clásicos del cine fantástico y de terror como Jóvenes ocultos, Gremlins, Los Cazafantasmas, El exorcista o incluso Parque Jurásico. Pero como decíamos, la nostalgia no fagocita a la historia porque los Duffer se aseguran de que lo más importante sea siempre el devenir de los personajes, sus relaciones, y el misterio. Un misterio que este año adquiere un cariz más terrorífico y apocalíptico con la amenaza de un monstruo del Upside Down mucho más grande y peligroso que el Demogorgon, una criatura de pesadilla que volverá a hacer sufrir a Will (Noah Schnapp) y a su madre lo que no está dicho.

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Además de seguir conociendo a los personajes del año pasado, contamos con nuevos fichajes, el matón Billy (Dacre Montgomery bordando al personaje televisivo más odioso del año), su hermanastra Max (Sadie Sink), que se unirá a la pandilla de Will, y en un golpe maestro de casting, Sean Astin (Mikey de Los Goonies) interpreta al afable Bob, la nueva pareja de Joyce Byers (Winona Ryder), oportunidad que los Duffer aprovechan para introducir el guiño más meta de la temporada.

Pero no os preocupéis, los nuevos personajes no eclipsan a los antiguos (con excepción de la hermana de Lucas, que se va a convertir con toda seguridad en la sensación de los próximos meses, y si no, acordaos), sino que los recién llegados se suman a la historia de forma orgánica, dejando que los personajes que ya conocemos lleven las riendas de la temporada. David Harbour redondea a su Jim Hopper con una interpretación si cabe más humana y matizada, Joyce empieza la temporada tranquila, pero acaba tan deliciosa y conmovedoramente histérica como la primera vez (aunque Ryder le ha cogido mejor el punto al personaje y está más equilibrada), y Steve Harrington (Joe Keery) continúa su proceso de reinvención para alzarse como héroe y candidato a ser uno de los personajes más queridos de la serie (el Team Steve va a aumentar considerablemente), sin olvidar a Nancy (Natalia Dyer), aun más fuerte y guerrera que el año pasado (Molly Ringwald Redux). Pero son los niños los que vuelven llevarse la serie de calle, especialmente Dustin (Gaten Matarazzo), Will (Schnapp se deja la piel en la recta final) y, por supuesto, Eleven (Millie Bobby Brown), cuyo enigmático pasado forma parte central de una temporada en la que la niña sigue evolucionando y descubriendo el alcance de sus poderes, de camino a convertirse en una auténtica superheroína (o mutante, que quizá sería más adecuado en este caso) y destapando a su vez una trama con mucho potencial para próximas temporadas.

Stranger Things 2 demuestra que a veces más sí es mejor. Aunque por momentos corre el riesgo de perderse en la ambición de hacerlo todo más grande, la serie sale siempre a flote gracias a una historia que extiende su mitología de la forma más adictiva y emocionante, empleando el mismo cóctel de aventuras, acción, ciencia ficción y humor que hizo de la primera un triunfo absoluto. Pero lo mejor es que la nueva temporada no se limita a reproducir el esquema de la primera, sino que se ocupa de avanzar la historia explorando las consecuencias de lo ocurrido mientras sigue desarrollando a sus personajes, en el caso de los más jóvenes orientándolos hacia la adolescencia, a la maduración que suele ocupar el núcleo de las cintas juveniles de los 80 en las que se basa la serie y que aquí nos deja momentos muy divertidos y entrañables.

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Como en la primera temporada, los nuevos capítulos de Stranger Things se pasan en un suspiro (cuando menos te lo esperas, aparecen los créditos finales), indicio de que no se ha desperdiciado ni un solo minuto, y están plagados de imágenes memorables, frases para estampar camisetas y ese cariño que hace que el espectador se involucre a otro nivel. Stranger Things es entretenimiento de altura, un producto masivo digno, de los que cuesta mucho encontrar y no tanto desprestigiar con un “pues no es para tanto”. Está claro que los que han acabado saturados con ella o no se tragaron la píldora nostálgica, no solo no disfrutarán de la segunda, sino que esta le dará mucha más munición para criticarla. Pero si, como yo y tantos otros, os dejasteis conquistar por la propuesta de los Duffer, Stranger Things 2 es otro arcón sin fondo para explorar en el desván, un mapa del tesoro en el que no importa tanto llegar a la X, sino disfrutar de las emociones fuertes que nos depara la búsqueda.

Pedro J. García

Nota: ★★★★½

Crítica: Power Rangers

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Saltémonos la introducción obligatoria sobre la naturaleza cíclica de la cultura audiovisual y el poder comercial de la nostalgia en nuestros días, y vayamos directos al grano: Este era el momento más indicado para estrenar un reboot de Power Rangers en el cine. No cabe duda. Entre revivals y relecturas de lo familiar, la propiedad de Haim Saban basada en la serie japonesa Super Sensai estaba pidiendo a gritos esta actualización en clave de épica. Millones de niños de todo el mundo crecieron con Power Rangers, con la serie de los 90, sus muñecos (sobre todo sus muñecos) y su mítica película de 1995 (¿quién no la tenía en VHS?), así que era lógico y esperable que la franquicia recibiera un lavado de cara deshaciéndose de la caspa para sumarla a las sagas de universos interconectados que dominan la taquilla mundial. Esta es la motivación principal tras la nueva película de Power Rangers, un espectáculo palomitero cuidadosamente diseñado para satisfacer a las nuevas generaciones sin descuidar a los fans de toda la vida.

Como adelantaban los trailers, la nueva película, dirigida por Dean Israelite, presenta una versión fiel, pero más oscura y estilizada de Power RangersUno de sus mayores aciertos es haber convertido a sus cinco protagonistas en los adolescentes inadaptados (pero guapísimos, claro) de la clásica película de instituto. De esta manera, Power Rangers pasa a ser, muy deliberadamente, una suerte de cruce entre El club de los cinco Chronicle para narrarnos una origin story que da comienzo en el aula de detención y se desarrolla según los cánones actuales del cómic y el cine de superhéroes (varias referencias a Marvel corroboran sus intenciones). Israelite, que ya se había fijado bastante en la cinta de Josh Trank para realizar su anterior película, Project Almanac, se toma su tiempo para que conozcamos bien a los protagonistas (y para que ellos se conozcan) antes de que estos se conviertan en Rangers (como en otra de Trank, Cuatro Fantásticos, pero con rumbo y visión global). Que Jason (Dacre Montgomery), Kimberly (Naomi Scott), Billy (RJ Cyler), Trini (Becky G.) y Zack (Ludi Lin), un joven reparto protagonista que supone un acierto quíntuple de casting, sean el corazón de la película en todo momento es lo que hace que esta funcione tan bien.

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Es decir, sorprendentemente, Power Rangers sabe de la importancia de no precipitarse y hacer bien las cosas en los preámbulos, y dedica el tiempo necesario a caracterizar a sus personajes, dar forma a sus historias, sus relaciones, y desarrollar la dinámica del grupo, en cuyas diferencias y similitudes se encuentra la principal fuerza que impulsa la película. De ahí que tardemos en verlos sin su armadura de Ranger, una decisión orgánica que antepone la necesidad de asentar unos buenos cimientos a la acción por la acción, y que conecta adecuadamente la (loquísima) mitología con el conflicto interno de sus protagonistas: para convertirse en Rangers, primero tienen que aceptarse a sí mismos y superar sus diferencias. Pero esto no quiere decir que en los dos primeros actos no haya acción o acontecimientos destacables. Todo lo contrario, ver a estos adolescentes problemáticos descubriendo sus poderes (al más puro estilo Spider-Man), navegando la presión social y familiar, y entrenando para enfrentarse a la amenaza que acecha el mundo (ineludible el montaje musical) mientras se hacen amigos es lo mejor de Power Rangers, lo que hace que la película sea mucho mejor de lo que debería, y de lo que esperábamos.

Pero claro, Power Rangers no se podría llamar así si no incluyera todo lo que hizo ultra-popular a la marca. Tenemos al mentor de los Rangers, Zordon, interpretado por el venerable Bryan Cranston, personaje cuya historia se remonta 65 millones de años en el pasado para narrar el origen de los Power Rangers y establecer el conflicto central (en un prólogo muy reminiscente de Transformers): la eterna lucha por defender un poder primigenio (un cristal mágico, por supuesto) que no debe caer en las manos equivocadas. En este caso, las de Rita Repulsa (Elizabeth Banks), que a pesar de un fantástico rediseño y unos poderes muy vistosos, no deja de ser como el villano caricaturesco y poco definido de casi todas las películas de superhéroes.

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La mayor batalla que vemos en Power Rangers es la que tiene lugar entre el material clásico y la necesidad de renovarlo, una que da lugar a un producto indudablemente de su tiempo que no deja de mirar atrás. Lo que nos encontramos aquí es la sempiterna historia del héroe o héroes elegidos por el destino para proteger a la humanidad de la extinción, un conflicto muy bien manejado, siguiendo los dictados de los relatos coming-of-age (como en Buffy, todo es una metáfora de hacerse mayor) y el cine de superhéroes (los protagonistas se preguntan constantemente si son tal cosa) sin dejar de ser Power Rangers. Es decir, incorporando solícitamente todo lo que define a dicha marca: los Zords (y Megazords), las frases famosas (“¡A metamorfosearse!“, el “Ay ay ay” del robot Alpha), incluso la sintonía de cabecera original (“¡Go, go, Power Rangers!”). Esto provoca cierto desequilibrio tonal y una clara desconexión entre la primera hora y media y el tercer acto de la película, en el que esta debe hacer honor a la Power Rangers de siempre. Claro que, durante su espectacular (y algo precipitado) clímax, la película da a los fans todo lo que esperan de ella (tan deliciosamente absurdo como antes pero envuelto en una vorágine de CGI), la acción exagerada y cartoonesca, el enfrentamiento con el villano y la consecuente batalla de titanes que provoca la destrucción en la ciudad, todo al ritmo de los cánticos al unisón de los Rangers subidos a bordo de sus respectivos Zords. 100% Power Rangers.

Sin embargo, lo mejor del film no es este estallido apocalíptico, sino todo lo que hemos visto hasta llegar ahí, lo que redibuja la historia de Jason, Kimberly y compañía, haciendo cambios pertinentes para reflejar la realidad del siglo XXI y representar a sus adolescentes (incluido un Ranger en el espectro del autismo y un pequeño pero potencialmente decisivo momento LGBTQ), convirtiéndolos en personajes con más entidad de lo habitual, más actuales, y con mucho potencial de cara a próximas entregas (que, como queda patente en todo momento, es la idea).

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Ni que decir tiene que Power Rangers no es el colmo de la profundidad (ni tiene que serlo), pero si supone un éxito es sobre todo gracias a la importancia que da a los personajes y al buen hacer de sus jóvenes actores (en especial Scott y Cyler, que ya destacó en Yo, él y Raquel con un papel diametralmente opuesto al que interpreta aquí). Así como a su cuidado apartado visual (integra estupendamente los colores que identifican a los personajes con el escenario más sombrío de la nueva Angel Grove), su sentido del humor (leve pero más atrevido) y sus guiños a los fans de la serie original (atención a los cameos). La lucha entre lo viejo y lo nuevo da lugar a un producto muy despierto y divertido, apto para los más pequeños, pero menos infantil (y cutre) de lo que recordábamos, un blockbuster liviano pero hecho con esmero que inaugura un universo cinematográfico lleno de posibilidades para el futuro (la escena post-créditos apunta por dónde iría la secuela) mientras nos devuelve la ilusión del pasado.

Pedro J. García

Nota: ★★★½

Expediente X: Nunca fuiste “solo” una serie para nosotros

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Mi relación con Expediente X es la misma que la de muchos otros miles de seguidores de la serie de Chris Carter. Siempre he estado seguro de ser el mayor fan y me pondré a la defensiva con cualquiera que crea lo mismo, pienso que sé más que nadie sobre ella (soy consciente del autoengaño, porque de hecho conozco a la persona que realmente sabe más de ella), que es mía. A veces una conversación sobre el pasado se convierte en una competición, en la que yo enumero mi colección de figuras de Sideshow Toys, insisto en que yo me compré las primeras temporadas en DVD cuando costaban ¡120€ cada una! o cuento que aun conservo como oro en paño los números de Teleindiscreta o Semanal TV con Mulder y Scully en portada (incluso aquella mítica Vale con los desnudos de David Duchovny en sus supuestas películas eróticas pre-X-Files).

En efecto, Expediente X definió en gran medida mis primeros años de formación como cinéfilo y seriéfilo, y también como persona. Cuando empezó a emitirse en España, se puede decir que yo aun era un niño. Como muchos de vosotros. La apasionante historia de Mulder y Scully, sus conspiraciones alienígenas, sus monstruos de la semana, la dialéctica crédulo-escéptica, y esa inigualable tensión sexual no resuelta me tenían completamente obsesionado. No había nada más estimulante que la conversación del día después en el patio del colegio (en la que siempre me hacía el mayor, a pesar de que muchas veces dejaba de ver el capítulo por miedo). Si hablamos de historia de la televisión, Expediente X definió junto a Twin Peaks una etapa crucial para el medio, caracterizada entre otras cosas por la “appointment television” (todo el mundo veía Expediente X), pero si hablamos a un nivel más personal, Expediente X me definió a mí: mis terrores nocturnos incorporaban imágenes de la legendaria cabecera de la serie (yo cerraba los ojos cuando aparecía la cara que se estiraba grotescamente), mi amor por la ciencia ficción aumentaba exponencialmente con cada episodio, la serie me hacía empezar a entender las posibilidades de Internet (en casa de mi mejor amiga, donde nos íbamos a merendar mientras esperábamos a que se cargase una foto de los agentes), mis gustos empezaban a ser más maduros y sofisticados (o eso creía yo) y, por último, pero no por ello menos importante, Expediente X potenciaba mi despertar sexual.

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Me consta que, por mucho que quiera hacer de esta experiencia algo único e intransferible, lo mío con Expediente X es lo de mucha gente con Expediente X. Con el paso del tiempo, y como ha ocurrido con otras ficciones de los 90, Expediente X se asentó en la cultura popular como mucho más que una serie. Es parte de nosotros, y como tal, se ha negado a desvanecerse por completo. Por eso, el regreso de Mulder y Scully a la televisión después de 14 años (ignoremos la segunda película, aunque yo no creo que fuera tan mala para nada), ha sido recibido por (casi) todos nosotros como un regalo personal, entregado en mano por los propios Duchovny, Anderson y Carter. No pasaba año sin que rogáramos que los agentes especiales del FBI volvieran, porque había asuntos pendientes y sentíamos que su historia no había acabado. Expediente X no llegó a tiempo a su cita de 2012, pero al menos fijó una nueva para 2016, en plena eclosión del reboot y la nostalgia. La expectación era enorme, la campaña publicitaria omnipresente (que ni una de Marvel, vamos), y la espera insoportable. Entonces llegó el momento y el futuro se convirtió en pasado en un abrir y cerrar de ojos. Expediente X había vuelto. De verdad. Y la sensación al ver comenzar el primer episodio del revival era emocionante, exaltada, pero también extraña, agridulce. ¿Ha cambiado Expediente X? ¿Hemos cambiado nosotros? ¿Ha cambiado la televisión y es imposible reproducir lo que fue esta serie hace veinte años? A grandes rasgos, la respuesta a todas estas preguntas es “sí”.

My Struggle” (10.01) no ha sido recibido con el fervor que se esperaba. Crítica y gran parte del fandom lo han puesto de vuelta y media. Y con razón. Es cierto que la sensación de ver de nuevo el opening de la serie intacto, rodeados de nuestra vida y nuestros aparatos tecnológicos de 2016, es indescriptible, mágica, seguramente lo más parecido a viajar en el tiempo. Pero más allá de la cabecera, la cosa cambia. El primer episodio de la nueva Expediente X hace aguas por todos los lados, y no se debe solo a un problema de expectativas o de contacto con la realidad después de embriagarse de nostalgia, sino simplemente a un guion que deja mucho que desear. Quizá pensando en las nuevas generaciones de espectadores que se iban a enganchar porque era el acontecimiento seriéfilo del año, “My Struggle” intenta condensar nueve temporadas de historia en 45 minutos, e inevitablemente fracasa. Para enmendar el error de X-Files: Creer es la clave, el episodio empieza resumiendo (y respetando) la continuidad y la mitología de la serie, para después pulverizarla con una nueva premisa salida de la nada. La nueva teoría conspiranoica de Mulder pasa de puntillas por “lo de 2012” y reiventa la historia a modo de retcon, con la posibilidad de que el gobierno haya estado siempre detrás de las abducciones y las fecundaciones alienígenas. No fueron los extraterrestres los que embarazaron a Scully y a tantas otras mujeres, fueron los hombres trajeados del presidente. Interesante (?).

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Veamos, es una idea arriesgada que, a pesar de todo, puede funcionar, y además supone regresar de algún modo al arco central de la serie, a la vez que lo renueva para adaptar su potente imaginario a la era de la paranoia post-11S. Pero la manera en la que está presentada es torpe, forzada y apresurada, como la propia reapertura de los expedientes X. “My Struggle” está repleto de pobres diálogos sobre-explicativos que solo tienen la función de servir como recaps (exposición narrativa por un tubo), exceso de información (repetitiva y atropellada), una tendencia a mostrar demasiado (aunque vimos muchos alienígenas, monstruos y platillos volantes en la serie original, Expediente X se caracterizaba más por lo que ocultaba que por lo que enseñaba, y en “My Struggle” todo esto se lo pasa por el forro), aburridos nuevos personajes (sobre todo el de Joel McHale), incluso simplonas proclamas políticas (a Carter le debe haber encantado Mr. Robot). Y lo peor de todo es que para compensar sus carencias abusa del fan service (sí, soy consciente de la ironía del fan que, después de recibir lo que lleva años pidiendo, se queja porque es demasiado; la culpa es nuestra, por ser tan intensos con la serie). Expediente X siempre ha incluido a sus espectadores en el relato (alguna vez literalmente), y los guiños a las nueve temporadas anteriores eran obligados, pero seguro que había una manera menos tosca y evidente de hacerlos que repetir una y otra vez variaciones de las frases más famosas de la serie (“I want to believe” o “The truth is out there“) hasta que estas pierden su significado o devolvernos al Fumador (otra vez) de entre los muertos. Nos conformábamos con poco, el público fan es fácil, hasta que se le da por sentado y se cree que con un par de cucamonas basta.

Y luego están los actores. Bueno, en realidad no están ahí. Todavía no. Vale que el tiempo ha pasado por los agentes, que David Duchovny y Gillian Anderson nunca destacaron por realizar grandes aspavientos dramáticos (de vez en cuando estallaban, pero solían mantener la calma), y que sus personajes siempre tuvieron ese aire desapasionado e intelectual, pero en “My Struggle”, los actores simplemente no se han reencontrado con Mulder y Scully, no están en sus personajes, y se nota. Ambos deambulan por el episodio como carcasas vacías, apáticos, con miradas que antes lo decían todo y ahora parecen perdidas. Él pronunciando sus diálogos como si los estuviera leyendo en un teleprompter, y ella todavía metida en sus papeles de Hannibal The Fall, con una afectación somnolienta y hablando tan bajito y vocalizando tan poco que hay que subir el volumen de la tele (Bedelia du Maurier, ¡sal de Scully!). Un ejemplo perfecto de lo poco entregados que están sería la escena final en el porche, un momento que podría haber sido muy bonito (aquí al menos las alusiones a la tormentosa pero preciosa relación de los personajes/actores están mejor encajadas y son algo más emocionantes), pero que los actores desaprovechan con su interpretación desganada. Ojalá David y Gillian hubieran puesto el mismo afán en los episodios que en su tour promocional por las televisiones. Ahí sí parecen entusiasmados por volver a ser Mulder y Scully, y sobre todo por volver a estar juntos (pillines), no como en la serie, donde han perdido parte de la química que tienen fuera y han dejado de estar tan vivos como antes.

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Afortunadamente, todo esto cambia en el segundo episodio “Founder’s Mutation“, un caso clásico y paradigmático de “Monster of the Week” con interesantes pinceladas de arco de personajes (concretamente sobre el hijo de Mulder y Scully, William). Esto ya sí es la Expediente X que conocíamos. El argumento episódico (confuso y retorcido, como los de antaño) evoca a las primeras temporadas de la serie, en las que no sabíamos muy bien qué estaba pasando pero nos daba igual porque nos encantaba, los guiños cómicos y meta son más acertados (“Soy pre-Google”, la significativa conversación sobre el monolito de 2001), y Duchovny y Anderson están algo más metidos en sus personajes (aunque siguen medio adormecidos, sobre todo Anderson, hierática de más hasta para Scully). Pero atención, porque Fox (la cadena) está emitiendo los capítulos de caso de la semana desordenados (las malas costumbres nunca mueren), y “Founder’s Mutation” es en realidad el quinto episodio en orden de producción. Es decir, el penúltimo de la temporada. Esto quiere decir dos cosas: que después de todo Expediente X sigue siendo Expediente X y podemos ver estos episodios desordenados (aunque ver a Mulder con traje de repente y a los dos en full mode “agentes del FBI” dé la sensación de que nos hemos saltado algo), y que quizá sea recomendable no esperar demasiado de Duchovny y Anderson, porque simplemente no hay tiempo. Crucemos los dedos para que se hayan quedado con buen sabor de boca a pesar de todo, y las desorbitadas cifras de audiencia de los nuevos episodios les animen a hacer más, y hacerlo mejor, en cuanto se queden libres.

Porque sí, a pesar de las quejas, quiero (queremos) más. Sabéis perfectamente que podríamos seguir a Mulder y Scully hasta el geriátrico y más allá. Forman parte de nuestras vidas, y nos negamos a renunciar a ellos, aunque el sentido común nos diga que es mejor dejarlos donde estaban y no remover el pasado (nostalgia mala). Pero es que Expediente X “nunca fue solo” una serie para nosotros, nunca fue un “solo” nada. Nuestra relación con ella es más especial de lo normal. Y al final el mero hecho de volver a este universo y reencontrarnos con estos personajes compensa todo lo demás. Quiero pensar que todo volverá a su sitio y habrá merecido la pena molestar a Mulder y Scully en su apacible retiro. Quiero que esta entrada me haya servido para desquitarme, para ajustar mis expectativas y a partir de ahora hacer la vista gorda a los errores y centrarme únicamente en lo que hace de Expediente X una serie tan importante para mí, para poder así volver a disfrutarla de verdad (aunque sé que no depende solo de mí). En definitiva, quiero creer. (¿Ves, Carter? Yo también sé hacer guiños facilones).

Crítica: Pesadillas (Goosebumps)

Props; Sets

En cuanto a series, mis amigos, mi hermano y yo éramos más de El club de Medianoche, pero en lo que se refiere a libros de consumo rápido, nada hacía sombra a Pesadillas en los 90. Entre 1992 y 1997, R.L. Stine publicó la friolera de 62 libros de su colección de novelas de terror para niños y adolescentes titulada originalmente Goosebumps, alcanzando ventas estratosféricas sobre todo en los primeros años. En medio mundo no había casa con niños en la que no hubiera al menos un libro de Pesadillas. El concepto de terror para los más pequeños era más o menos novedoso y revolucionario, y aunque la producción en cadena de Stine no garantizaba precisamente la mejor calidad (a la mayoría eso nos daba igual), estos libros nos proporcionaban horas y horas de escapismo, y lo que para nosotros entonces eran emociones fuertes.

En esta era del reboot y la nostalgia como imprescindible arma (de doble filo) de Hollywood, una nueva versión de Pesadillas era inevitable. Bajo la batuta de Rob Letterman (director de dos de las peores películas de Dreamworks, El Espantatiburones y Monstruos contra alienígenas) y con guion de Darren Lemke (Shrek, felices para siempre), la adaptación cinematográfica de Pesadillas propone una actualización del material original que funciona como aventura contemporánea a la vez que ejerce de homenaje nostálgico. Para conseguir este equilibrio, la película cuenta con una premisa muy ingeniosa y rematadamente meta: Zach Cooper (Dylan Minnette) se muda a un barrio residencial (similar a todos los que aparecían en la serie), donde conoce a la preciosa “chica de al lado”, Hannah (Odeya Rush) y al geek mayor del instituto, Champ (Ryan Lee). La joven resulta ser la hija del legendario autor R.L. Stine, vecino huraño que oculta un oscuro secreto en su casa: Las criaturas de sus libros son reales, y Stine las mantiene encerradas bajo llave en sus manuscritos originales. Creyendo que la chica corre peligro, Zach se cuela en la casa de Stine y libera accidentalmente a los monstruos. Con la ayuda del propio Stine, Zach y sus nuevos amigos deben hacer que todos estos personajes regresen a sus páginas antes de que acaben con el pueblo.

Pesadillas propone un ocurrente juego metalingüístico y referencial. No solo se mantiene fiel a las historias originales, incluyendo incontables creaciones salidas de la imaginación de Stine (de las que destacan los gnomos, el hombre lobo, la mantis religiosa gigante, y por supuesto, el muñeco Slappy, alter ego del autor), sino que también se divierte reconfigurando la fórmula de los libros, reproduciendo sus triquiñuelas narrativas (“¡no hay una historia de Pesadillas sin un giro en el último momento!”) y recuperando el espíritu de la serie con un toque guasón. El resultado es una película de aventuras de ritmo endiablado, con un gran sentido del humor (la comedia destaca sobre todo en las escenas familiares y en los momentos de calma), y excelentes secuencias de acción hiperactiva (qué grandes los gnomos) -no es de extrañar encontrar a Neil H. Mortiz en la producción, su experiencia en la comedia de acción, con Fast & Furious21 Jump Street en su haber, se filtra en la película. Por otro lado, los actores no podían estar mejor elegidos. Minnette es todo un leading man adolescente, Odeya Rush (mini-Mila Kunis) es un encanto, y el graciosísimo Ryan Lee se erige como el robaescenas oficial de la película. En el frente adulto, nos alegra que Jack Black no solo no se cargue la película, sino que dé vida a una versión muy simpática de Stine, y Jillian Bell (22 Jump StreetThe Night Before) vuelve a destacar por su excelente manejo del humor awkward (la tía Lorraine es genial).

Dylan Minnette; Jack Black; Odeya Rush

Remitiéndonos al mejor Chris Columbus, Pesadillas ha resultado ser un producto juvenil muy digno, una película que maneja la nostalgia y la autoconsciencia con acierto (al contrario que, por ejemplo, la reciente Pixels, de la misma casa), y ante todo sabe divertir de principio a fin. Además, no podemos pasar por alto otros aspectos igualmente afinados del film, como la radiante fotografía de Javier Aguirresarobe (atención a las preciosas escenas en la feria abandonada) o la evocadora banda sonora de Danny Elfman, su mejor trabajo en mucho tiempo (para contrarrestar, el aspecto que más cojea es el CGI, con algunas criaturas excesivamente cartoon). En definitiva, Pesadillas es una cinta al más puro estilo de Jumanji y otros títulos similares de los 90, una aventura muy americana (el clímax coincide con el baile del instituto) sin un minuto de aburrimiento, que hará las delicias tanto de la generación que devoraba los libros de Stine como la de los niños que no tienen ni idea de quién es el autor y por qué es tan importante para nosotros. Y lo mejor de todo es que esos niños quizá se animen a coger un libro después de ver la película.

Valoración: ★★★½