Teen Wolf y el síndrome de Estocolmo seriéfilo

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Las llaman “placeres culpables“, pero en muchos casos son algo más que eso. Series que son mejores de lo que parece, que no se llevarán premios o estarán en las listas de lo mejor del año, pero que despiertan pasiones entre un público entregado y fiel. Fue el caso de Teen Wolf durante sus tres primeras temporadas. El (libérrimo) remake  del clásico camp de los 80 protagonizado por Michael J. Fox inauguró una nueva etapa para la cadena MTV, que desechaba el “Music” de su logo para centrarse en las series y los realities. A pesar de tener muchos defectos, en sus primeros años de vida, Teen Wolf se ganó el apelativo de heredera de Buffy, cazavampiros (nadie en su sano juicio la pondría a la altura de la serie de Joss Whedon, pero las coincidencias saltaban a la vista), lo que inevitablemente se le subió a la cabeza a Jeff Davis, el creador y showrunner de la serie, principal responsable de que esta volviera a muchos de sus fans en su contra.

Hasta la tercera temporada, Teen Wolf podía presumir de ser un drama fantástico adolescente divertido, adictivo, con personajes atractivos y buena factura. A partir de la cuarta, la cosa empezó a degenerar. Las tramas se enredaban innecesariamente, alejando la acción de lo que más nos gustaba (el instituto) para crear una mitología confusa y absurda, los personajes aparecían y desaparecían sin ton ni son (perdimos la cuenta de los actores que abandonaron la serie dejando sus tramas a medias), se forjaban y se rompían relaciones sin lógica interna, los villanos se repetían más que el ajo (los dread doctors, los berserkers, los jinetes… era todo lo mismo, pero con diferentes diseños monstruosos) y los guiones, que nunca fueron el fuerte de la serie, pasaban a ser una acumulación de golpes de efecto y diálogos sobreexplicativos con los que Davis se empeñaba en dar clases de mitología y leyenda a sus pacientes espectadores.

Entonces, si la serie no ha hecho más que darnos una de cal y otra de arena, si ha sido tan inconsistente, si ha desafiado nuestra paciencia, nos ha cabreado y nos ha hecho víctimas del queerbaiting más flagrante, ¿por qué nos hemos quedado hasta el final? Muy sencillo. Síndrome de Estocolmo seriéfilo. Seguro que os ha pasado muchas veces (yo no seguí Pretty Little Liars, pero según tengo entendido, sería un ejemplo similar al de Teen Wolf), empezáis una serie, os gusta más de lo que esperabais, os engancha, os encariñáis de los personajes (que además son todos guapísimos y la carne es débil), y a pesar de trataros mal y jugar con vuestros sentimientos, os quedáis con ella, desarrollando una relación amor-odio que os impide ver la realidad. En el caso de Teen Wolf, la culpa es principalmente de Jeff Davis, por ser el peor showrunner que se recuerda en mucho tiempo, pero también nuestra, por ver la bandera roja y no salir por patas.

Eso sí, aguantar acabó teniendo su recompensa. Los que resistimos hasta el final nos llevamos una grata sorpresa con la sexta y última temporada, dividida en dos partes de 10 episodios cada una, de las cuales, la primera tanda nos hizo recuperar la esperanza perdida en la serie. Paradójicamente, fue la marcha de su personaje más querido, Stiles, lo que dio lugar a la temporada más centrada y emocionante en varios años. El grave accidente que sufrió Dylan O’Brien en el rodaje de la tercera entrega de El corredor del laberinto obligó a Davis a reestructurar la serie para dar sentido a la ausencia de Stiles, y el resultado fue una temporada emocionante y narrativamente bien estructurada (parece mentira) que giró por completo en torno al personaje y su conexión a los habitantes de Beacon Hills. La temporada 6A culminó con el reencuentro de Stiles y su pandilla, después de un arco argumental sólido que debería haber sido el final de la serie. Pero no, a Teen Wolf le quedaban 10 episodios. Más que suficiente para volver a caer en los vicios de siempre.

La recta final de Teen Wolf solo se puede definir con un calificativo: anticlimática. Con Stiles definitivamente fuera de la serie (se marchó a la academia del FBI, donde permaneció hasta su regreso para la series finale), Teen Wolf ha vuelto a tropezar en las mismas piedras de siempre. La trama de la temporada 6B recurre a dos tópicos esenciales de la ficción fantástica televisiva: el pueblo contra los seres sobrenaturales y la guerra que se deriva de este conflicto, en este caso auspiciada por el peor villano humano de la serie, Gerard Argent (si hubiera Razzies televisivos, Michael Hogan ya tendría el suyo, y mira que en lo que respecta a malas interpretaciones tiene competencia en la serie).

Sin embargo, Davis no ha conseguido imprimir a estos últimos capítulos esa sensación de Apocalipsis inminente que sí tenía el final de Buffy, acudiendo de nuevo al recurso agotado del villano legendario y lo que yo llamo el Wiki-mito (personajes recitando definiciones de términos fantásticos o médicos para una audiencia que presuponen estúpida), las tramas sin pies ni cabeza, las relaciones forzadas (lo de Scott y Malia ha sido un sinsentido que solo responde a la necesidad de emparejar al protagonista con alguien tras la marcha de sus dos intereses amorosos principales) y los deus ex machina, a lo que se añade una serie de regresos importantes que, por mucho que nos alegre volver a ver a estos personajes (y por mucho que agradezcamos que se complete la trama de Jackson, colgada desde la segunda temporada), no tiene mucho sentido que aparezcan ahora, ejerciendo únicamente como truco y reclamo publicitario.

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Afortunadamente, Davis ha sabido hacer algo de lo que no lo creía capaz: darle un buen final a la serie. Estoy hablando exclusivamente del último capítulo, porque lo que lo precede no ha sido más que relleno para alargar la vida de la serie un año más. “The Wolves of War” (un título muy GoT, por cierto) hace un buen trabajo cerrando ciclo a la vez que prepara el terreno para el relevo generacional. El viaje del héroe de Scott McCall y sus scoobies, perdón, su manada, queda más o menos completo, pero Teen Wolf continuará en forma de spin-off con nuevos personajes, por lo que este desenlace también funciona, apropiadamente, como un “to be continued”. Sorprendentemente, Davis ha sabido encontrar el equilibrio entre resolución narrativa, clausura emocional para los personajes y servicio para extender la vida de la franquicia, dejando hueco para los guiños nostálgicos (el momento Sterek es posiblemente el mejor de toda la serie, mientras que el plano Stydia es la manera más inteligente y sutil de poner la guinda a esa relación) y las escenas para despedirse de casi todos los secundarios. No compensa los vaivenes emocionales, las promesas incumplidas, las mareantes idas y venidas de personajes, la falta de visión y planificación a largo plazo de los guionistas, pero al menos nos recuerda por qué nos hemos quedado hasta el final: por el cariño tan grande que le cogimos a sus personajes a pesar de todo.

Por eso, si para despedirse de nosotros me pones un plano a cámara lenta (muy whedoniano, por cierto) de Scott, Malia, Derek, Liam, Lydia y Stiles caminando en grupo bajo la lluvia, satisfechos y unidos después de haber salvado el mundo, se me olvida todo el sufrimiento que he aguantado para llegar aquí y hasta me planteo volver a caer en la trampa y ver el spin-off. Ha sido un recorrido lleno de baches y decepciones (quizá nos hemos tomado demasiado en serio, tanto los creadores como los espectadores, una serie que no ha sido más que entretenimiento ligero), pero por ese plano, por ver a esos personajes juntos por última vez, me han merecido la pena estos seis años de secuestro.