David Lastra
Los años setenta fueron otro rollo. El Watergate, la crisis del petróleo, iconos como Elvis y Jim Morrison diciendo adiós para siempre y las calles de las grandes ciudades estadounidenses llenándose con los veteranos de la recién perdida guerra de Vietnam. Años de mugre, testosterona y violencia. Un caldo de cultivo perfecto para el advenimiento de la llamada segunda edad de oro de Hollywood. Una década en la que grandes hombres como Steven Spielberg (Tiburón), George Lucas (Star Wars. Una nueva esperanza) y Martin Scorsese (Taxi Driver) consiguieron unificar a crítica y público en el comienzo de sus carreras. Si bien los dos primeros optaron desde un primer momento por un cine de corte más comercial, el italoestadounidense se interesó más bien por captar los bajos fondos de la ciudad que tan bien conocía: la vida de los chicos duros de barrio. Una realidad captada en la excepcional Malas calles y que, un par de años antes, ya nos había introducido en ese juguetón (y a ratos sonrojante) homenaje a la nouvelle vague llamado Who’s That Knocking At My Door. Una constante temática que seguiría presente a lo largo de su opus (Uno de los nuestros, Casino, El irlandés), y que llegaría a convertirse en su principal marca de autoría.
Ese estereotipo de hombre blanco heterosexual violento completamente destrozado emocionalmente por dentro que nos mostraba siempre en sus películas, encontró su máximo exponente en plena década de los setenta con el protagonista de Taxi Driver, Travis Bickle. Este putrefacto ser que ha marcado a varias generaciones, tanto de cinéfilos, como de incels (y de cinéfilos incels). Un deleznable personaje interpretado por un enorme Robert De Niro, moldeado a la perfección por Scorsese, pero ideado y escrito por un chaval que también estaba dando sus primeros pasos en esto del cine: Paul Schrader. Barriobajeros y fieles poseedores de una culpa cristiana inculcada a fuego lento durante sus infancias, Marty y Paul lograron complementarse a la perfección, con alguna que otra pelea de por medio como buenos hombretones, creando un poderoso tándem que nos trajo otras historias protagonizadas por machotes como Toro salvaje, La última tentación de Cristo o Al límite. Pero mientras que Scorsese se fue orientando hacia el academicismo más abierto con el paso de los años, Schrader siguió haciendo lo que mejor sabía hacer: tocar los cojones. Ahora nos llega su última machada hasta la fecha, El contador de cartas (The Card Counter), protagonizada por Oscar Isaac (A propósito de Llewyn Davis) y presentada curiosamente por el propio Marty.
Violento y contestatario, Schrader ha sido uno de esos seres difíciles, obsesionados por retratar los aspectos más sórdidos del ser humano, acertando en varias ocasiones, especialmente al comienzo de su carrera con Blue Collar o Hardcore, un mundo oculto, o en la incómoda Aflicción, y naufragando a lo largo de su madurez con olvidables títulos como The Canyons o Como perros salvajes. Sorprendentemente, su estrella para con el (pequeño) gran público volvió a brillar hace un par de añitos con la incómoda El reverendo, con la que consiguió su primera nominación a los Oscar. Por lo que resultaba bastante sugerente descubrir las cartas para ver si Schrader seguía con su buena racha con El contador de cartas o iba de farol como en otras tantas ocasiones.
Ya de primeras, Schrader cuenta con una buena mano, Oscar Isaac. Una mano dura con la que ya podríamos plantarnos. Decir que el guatemalteco está en su mejor momento es absurdo, porque Isaac lleva así desde que se puso delante de una cámara por primera vez. Este 2021 le hemos podido disfrutar como el icónico patriarca de los Atreides en la mastodóntica Dune y en uno de los grandes tour de force del año junto a Jessica Chastain en la miniserie Secretos de un matrimonio. Y como es habitual en él, en esta El contador de cartas dobla la apuesta, regalándonos otra interpretación para enmarcar.
Su William Tell es uno de los machotes habituales en el cine de Schrader, con su hombría a mil por hora y con un complejo de salvador inusitado, al más puro estilo Jesucristo o Travis Bickle. Como esos dos personajes de ficción, Tell también lo ha pasado mal en sus años mozos, en su caso, participando como torturador en uno de esos centros de interrogatorios de la supuesta guerra por la libertad que Estados Unidos libró contra el estado islámico. Pero esos años han pasado ya, y Tell ya redimió oficialmente su deuda con la sociedad por su mal comportamiento con una buena estancia en la cárcel. Además de unas cuantas rarezas en su rutina, Tell ha aprendido a contar cartas. Una difícil práctica que le convierte en una especie de erudito para el blackjack y otros juegos de azar. A pesar de ese superpoder recién adquirido, él prefiere adoptar un perfil bajo, ganándose solamente unos pocos cientos de dólares a la noche y así no cabrear del todo a las casas de apuestas. Aunque esta situación cambia cuando una persona que remite a su pasado más oculto (Tye Sheridan, Ready Player One) se cruza en su camino, teniendo que dar un paso al frente y entrar en el gran circuito del juego, amadrinado por la legendaria La Linda (Tiffany Haddish, Plan de chicas).
Isaac resulta inconmensurable a lo largo de todo el metraje, dotando a este William Tell del hieratismo y el magnetismo de otros iconos del universo Schrader. Aunque tampoco deberíamos obviar que este tipo de personajes que viven en el lado malo de la historia, son ciertamente la especialidad de Isaac, como ya nos había demostrado en El año más violento, Ex_Machina o Drive, cinta bastante deudora de la obra de Schrader. Pero la verdad es que ningún intérprete actual sería capaz de levantar este papel sin caer en cierto histrionismo o en todo lo contrario, ser un verdadero cara de palo. Es él y solamente él, el que logra levantar y engrandecer un guion bastante pasado de rosca.
Obviamente, solo Paul Schrader podría hacer en 2021 una película como El contador de cartas y salir ileso, pero también es completamente innegable que sin la aportación de Isaac no estaríamos alabando tanto esta película. La presencia de Isaac logra que nos traguemos los mil y un giros locos de un Schrader completamente desatado, para nada recortado o supuestamente tergiversado como ocurrió con su infumable Caza terrorista. Pero eso también conlleva un pequeño problema: Isaac eclipsa a todo aquel con el que comparte escena. Aunque gracias a ello, también hace que no seamos tan conscientes de lo desubicados que están Haddish y Sheridan, o lo caricaturesco que resulta Willem Dafoe (El faro), el gran chico Schrader por excelencia. Tampoco se puede pasar por alto lo bien que le sienta el gris perla a Isaac, un color que parece haberse ideado para él, pero ese melón es mejor no abrirlo, porque ese aspecto daría por sí solo para una tesis doctoral.
El contador de cartas es otra muesca más en la filmografía de Paul Schrader engrandecida gracias a un Oscar Isaac que es mejor que una escalera real de color.
Nota: ★★★½