Outlander y la esclavitud emocional del espectador

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Starz es una cadena de televisión en permanente búsqueda de su identidad propia para competir con otros canales premium, como la todopoderosa HBO o Showtime. Spartacus puso a Starz en el mapa e inició una tendencia hacia la ficción histórica en su programación que le ha ayudado a crear una imagen de marca. Sin embargo, sus productos siguen sin trascender de verdad en la comunidad seriéfila mayoritaria y la crítica, quizá porque aun dependen demasiado del reclamo del sexo y la violencia “fácil” para llamar la atención de la audiencia, como hacía Showtime con sus series de producción propia hace una década (o todavía, según se mire). Outlander es una de las ficciones más recientes de Starz, y puede que esta sea la apuesta que marque un antes y un después en la cadena, que prepara una interesante nueva etapa más arraigada en la fantasía con las esperadas American GodsAsh vs the Evil Dead.

Basada en la saga literaria Forastera de Diana GabaldonOutlander es un drama histórico con base de ciencia ficción que nos cuenta la historia de Claire Randall (Caitriona Balfe), enfermera de guerra británica en 1945 que es transportada atrás en el tiempo hacia 1743 durante su luna de miel en Inverness, capital de la región escocesa de las Highlands. Claire se ve sumida de repente en un mundo desconocido y hostil donde su vida corre peligro. Sin embargo, su carácter resoluto, sus destrezas “modernas” y su instinto de supervivencia la ayudan a adaptarse a la situación y a ganarse la confianza de los habitantes de Inverness, que temen que esta “Sassenach” sea una espía de los británicos o una bruja (por los “poderes” curativos que pone en práctica). Claire vive en cautiverio, vigilada por el jefe del clan Dougal McKenzie (Graham McTavish), lo que le obliga a aprender a convivir con los escoceses mientras intenta escapar al lugar de donde provino para intentar cruzar el “portal” de vuelta a su tiempo. Sin embargo, cuando conoce a Jamie (Sam Heughan), apolíneo y galante guerrero escocés con el que debe casarse para protegerse de los británicos, su corazón se ve dividido entre dos hombres y dos épocas.

Outlander maneja con mucha soltura y elegancia varios géneros. La serie, creada por Ronald D. Moore (responsable de la Battlestar Galactica moderna), dosifica con cuentagotas los elementos fantásticos (como en las primeras temporadas de Juego de Tronos), dando más énfasis a la aventura histórica, el drama de época y sobre todo el romance. La fuerza de Claire y su determinación por volver a casa, clásico lugar común de la aventura y los viajes en el tiempo, es lo que pone en marcha la historia, pero es su apasionada historia de amor con Jamie lo que le da cuerda durante los 16 episodios que conforman la primera temporada. Claro que no sería justo reducir la serie solo a eso. Resulta especialmente interesante ver cómo Claire se adapta a una sociedad muy distinta de la suya, arcaica y puramente patriarcal, en la que las mujeres son posesiones del hombre y no tienen derechos, uno de los temas centrales de la serie. En lugar de adaptarse aceptando la sumisión, Claire conserva su independencia en la medida de lo posible y se impone a la autoridad masculina del lugar dejando claro que es una mujer adelantada a su tiempo y alzándose así como una de las heroínas televisivas más destacadas del momento.

Claire Jamie

Ajustarse a su nueva realidad no será una tarea fácil, ni siquiera con su nuevo esposo, (inocentemente) educado en la convicción de que una mujer debe obedecer en todo a su marido y jamás deberá cuestionar su autoridad. La diferencia entre Jamie y la mayoría de los hombres de Outlander es que este tiene buen corazón, y posee la capacidad necesaria para salirse de los esquemas sexistas de la época y aprender con Claire a escuchar y comportarse caballerosamente sin menospreciar a la mujer. Esto conlleva primero un juego de poder que se traslada a la alcoba y se convierte en la fantasía erótica femenina heterosexual por excelencia (la serie se adentra en los terrenos de la novela rosa muy a menudo, y no lo digo como crítica, sino como advertencia para quienes tengan alergia al género). Hacia la mitad de la temporada, Outlander se ganó su fama de serie muy caliente, provocando sudores y sofocos a pesar de ambientarse en un lugar frío como las Tierras Altas de Escocia. Claire y Jamie hacen honor a eso de la “Fase Luna de Miel” y nos regalan desnudos por doquier y secuencias de sexo con el poder de ruborizar y por supuesto excitar a la audiencia (se puede ver el fuego entre ellos). Vamos, que es recomendable (incluso inevitable) ver Outlander tocándose. Al menos hasta que da comienzo su recta final.

Porque a pesar de que las cosas nunca son fáciles para Claire, no es hasta los últimos tres episodios cuando su aventura se vuelve realmente horrible. Moore nos prepara un clímax prolongado que no, no es el tipo de “clímax” que estáis pensando. Después de ser salvada en el último segundo en varias ocasiones (una herramienta narrativa de la que Outlander abusa demasiado), es nuestra protagonista la que debe salvar a su amado de las garras del villano de la función, el temible Jonathan ‘Black Jack’ Randall (antepasado del marido de Claire en el Siglo XX que comparte su apariencia con él y es interpretado magníficamente por el mismo actor, Tobias Menzies). Randall deja a cualquier malvado televisivo actual a la altura del betún, lo suyo es sadismo puro, peversidad y depravación, desviaciones que provienen de un deseo y un anhelo carnal pero, al contrario que en muchas otras ficciones modernas, no lo humanizan. Randall es un monstruo sin cualidades redentoras que interrumpe el idilio de Claire y Jamie para torturarlos sin piedad y sumirlos en una pesadilla de la que ya no será tan fácil escapar.

Jonathan Randall

Outlander demuestra desde el comienzo que no es una serie que vaya a andarse con remilgos (ya hemos mencionado los desnudos, con plano detalle de genitales incluido), pero en más de una ocasión está a punto de sobrepasar el límite (según la sensibilidad de cada uno, probablemente lo hará muchas veces, probablemente ninguna). Si entramos en la historia que nos está contando Moore y conectamos con sus personajes, lo más posible es que acabemos convirtiéndonos en sus rehenes, en esclavos emocionales de la serie. Hallamos placer masoquista en el sufrimiento que vivimos con estos personajes, pero quizá Outlander se recrea mucho (¿demasiado?) en la violencia sexual (y en la no sexual); en este aspecto, la serie es muy explícita, brutal, y todo lo gráfica que puede ser (muchos no soportarán la visión de la carne desprendiéndose de la espalda de Jamie al ser víctima de los 100 latigazos de Randall). Sin embargo, Ronald D. Moore no se ha llevado los palos que ha sufrido George R.R. Martin por Juego de Tronos esta temporada (de hecho, muchos llaman a Outlander la “anti-Game of Thrones”). En parte porque no goza de la repercusión del éxito de HBO, pero también porque, en teoría, Outlander trata el tema con más tacto, sin usarlo como un mero recurso para impactar (algo cuanto menos cuestionable teniendo en cuenta la mencionada tortura final), y porque explora de verdad las consecuencias de la violación (esto es más cierto, aunque habrá que ver cómo se desarrolla la segunda temporada para sacar conclusiones definitivas). Polémicas aparte, lo que está claro es que Outlander forma parte de la tradición clásica de la novela fantástica ambientada en un mundo medieval o preindustrial, donde las damiselas en peligro, los rescates caballerescos y los finales felices son bienvenidos, pero no reduce a sus personajes a esto ni se deja llevar demasiado por los acomodaticios clichés del género. Por el contrario, conduce el relato más allá, transgrediendo cuando tiene que hacerlo (o cuando quiere, que es igual de importante), e invirtiendo los roles y las expectativas en varios momentos clave.

Outlander ha conseguido cerrar una primera temporada sobresaliente y preparar el terreno para una segunda muy prometedora. Puede que estemos ante una de esas series que no son tan, tan maravillosas como su enfervorizado fandom se empeña en decir (en Internet se magnifica todo), pero definitivamente merece la pena dejarse llevar por su magnetismo. Los actores, especialmente la pareja protagonista, Caitriona Balfe y Sam Heughan, están impresionantes (y no hablo solo sus físicos, que también), la música es una gozada (del opening, imposible de sacar de la cabeza, al score del siempre entregadísimo Bear McCreary), disfrute sin duda comparable al de escuchar los acentos de los personajes (sobe todo si se es filólogo o britófilo), y por supuesto sobra decir lo agradable que es a la vista (de nuevo, no hablo de los cuerpos, que también), gracias a esos paisajes escoceses de arrebatadora belleza. Pero sobre todo, Outlander atrapa con una historia llena de giros que satisface tanto en su forma más episódica (por ejemplo, el mejor capítulo de la temporada con diferencia, “The Devil’s Mark”) como en su arco general (muy bien narrado y distribuido a lo largo de los 16 episodios), y crea adeptos (y fetichistas de las faldas escocesas) abordando todos los aspectos de la serie con una pasión que traspasa la pantalla.