Crítica: Carol

Rooney Mara Therese

Todd Haynes se ha especializado en historias sobre mujeres en la Norteamérica de la primera mitad del siglo XX. En Lejos del cielo nos contó cómo la vida y el matrimonio de un ama de casa de los 50, Cathy Whitaker (Julianne Moore), se desmoronaba a su alrededor, en un entorno de crecientes tensiones sociales, y en la magnífica miniserie de HBO Mildred Pierce siguió las vicisitudes de una mujer divorciada (Kate Winslet) que trataba de abrirse camino por sí sola en el negocio de la restauración. Con su nuevo film, Carol, Haynes regresa a la década de los 50, la que le ha proporcionado tanto material para dar rienda suelta a su formidable sensibilidad como autor. En esta ocasión se centra en la relación de dos mujeres muy distintas, Therese Belivet (Rooney Mara), una muchacha de veinte años que trabaja en unos grandes almacenes, y Carol Aird (Cate Blanchett), una elegante y adinerada mujer que desea escapar de un matrimonio que ella dio por terminado hace tiempo (no así su marido). Carol incide en algunos de los temas que Haynes ha tratado en obras anteriores (principalmente la liberación de la mujer del yugo del hombre y la sociedad), pero es, por encima de todo, una preciosa historia de amor.

Un amor imposible entre dos mujeres que derriba barreras y sortea innumerables obstáculos para seguir adelante. Haynes relata con suma exquisitez los avatares de Carol y Therese, obligadas en primer lugar a ocultar su relación en una época en la que apenas se concebía algo así, y más tarde, cuando esta sale a la luz, a enfrentarse a las represalias en forma de diagnósticos de perversión o luchas por la custodia del hijo de Carol (cuya capacidad como madre es puesta en entredicho desde que se descubre una infidelidad con su mejor amiga Abby – Sarah Paulson). Ambas mujeres tratan de escapar de sus vidas, apoyándose la una en la otra, plantando cara a la ignorancia y el carácter posesivo de los hombres, particularmente los dos (excelentemente interpretados por Kyle ChandlerJake Lacy) que se niegan a aflojar la correa, porque sus dañados egos masculinos les impiden ver que una mujer no quiera llevar la vida supuestamente perfecta que la sociedad le ha impuesto. La lucha de Carol y Therese es una de dolor y sacrificio, pero también de pasión y refugio, una aventura de la que sacamos en claro la idea de que el amor es la decisión más importante en la vida de una persona, y que no renunciar a la naturaleza propia y aceptarlo, venga en la forma que venga, es la clave para ser libres.

Cate Blanchett Carol

Nada de esto tendría el peso tan grande que tiene en la película de no ser por las arrebatadoras interpretaciones de Blanchett y Mara. La primera mitad de Carol se centra en el inicio de su romance, y lo hace de forma pausada, con una sutilidad quebradiza, haciendo cómplices a los espectadores de esa emocionante primera etapa de descubrimiento, excitación y nudos en el estómago, sensaciones magnificadas por el carácter furtivo del enamoramiento. El trabajo de estas dos actrices es simplemente fascinante, sublime, un auténtico recital de miradas y gestos de pasmosa elocuencia e intensidad que se mantiene hasta el final, cuando la relación ya ha avanzado e, inevitablemente, debe atravesar su gran prueba de fuego. El amor entre Carol y Therese es real, se puede ver, como también se puede sentir el poderoso deseo que hay entre ellas, desde el primer momento en el que cada una posa su mirada en la otra. Blanchett da vida a una mujer sofisticada y muy versada en lo social, una criatura bellísima, de imponente presencia, profundamente sensual y seductora. Su magnética interpretación es más afectada que la de Mara, que aquí incluso se pone por encima de la infalible Blanchett, construyendo un personaje irresistible que fluctúa entre la inocencia más encantadora y la temeridad aventurera, la de una adolescente que dice “sí a todo” y desea amar sin importarle nada ni nadie más. Juntas encienden la pantalla, entregándose por completo a la relación (con tintes maternales por parte de Carol, por cierto) y llevando a cabo un virtuoso trabajo de matices que nos invita a buscarlas en cada ademán, caricia y lágrima contenida o derramada.

Carol es una obra de un tremendo detallismo, tanto a la hora de observar y caracterizar a sus protagonistas (a las que llegamos a conocer a fondo, a pesar de que ni ellas mismas se conocen), como en la puesta en escena. Haynes retrata a sus actrices a través de cristales, encuadra su tristeza y anhelo dentro de ventanas y puertas que resaltan la melancolía que envuelve a la película. A su alrededor, la década de los 50 y el Hollywood dorado cobran vida con una labor de diseño y atrezo impecable: los diners, los moteles, los muebles, el vestuario, los automóviles, los tocadiscos… todo está dispuesto escrupulosamente para evocar el pasado y cubrirlo en un aire etéreo de lirismo y misterio. La fotografía de Edward Lachman (que es demasiado oscura y a veces dificulta la tarea de adentrarse en la película, todo hay que decirlo), y la hermosa partitura del infravalorado Carter Burwell, contribuyen a acrecentar esa sensación de intriga y nos recuerdan que esto es una historia de Patricia Highsmith, en cuya novela homónima se basa la película.

A pesar de que las protagonistas son dos mujeres, el de Carol no dista mucho de otros grandes relatos románticos del cine. Y esto es lo que hace que la película sea tan excepcional. Como Ang Lee con Brokeback Mountain antes que él, y más recientemente Tom Hooper con La chica danesa, Haynes ha usado la plataforma mayoritaria que proporciona Hollywood (los Weinstein concretamente) para contar una historia que avanza la causa LGTBQ. Y lo ha hecho realizando una película de una enorme fuerza y belleza, una obra íntima y erótica, que navega constantemente en la tristeza para dejarnos con un mensaje de esperanza y autoafirmación, y que responde, por encima de todo, al modelo clásico del gran romance cinematográfico americano. El que no busca un público concreto, sino que está hecho para todos.

Valoración: ★★★★½