Catastrophe: Sobrevivir al amor

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La comedia romántica no es lo que era hace apenas unos años. Mientras Katherine Heigl se hunde en el ostracismo, son las cómicas y las actrices que se no se ajustan a los cánones que impone Hollywood las que se coronan nuevas reinas de la rom-com. Si hasta hace poco se seguía insistiendo en el simplón paradigma de la princesa urbana que solo busca la felicidad en los brazos de un hombre, ahora los personajes femeninos adquieren mayor entidad y reciben un tratamiento más complejo y diverso en cine, y sobre todo en televisión, donde el romance adquiere una capa de realismo, incluso de mugre, que le ha sentado genial. Amy Schumer con su serie Inside Amy Schumer y su exitazo en cine Trainwreck, y antes que ella, Lena Dunham con GIRLS, son algunas de las principales responsables de este cambio. Autoras comprometidas y profundamente feministas que con su trabajo están dignificando un género habitualmente denostado.

La nueva comedia romántica reconfigura los tópicos del género para adaptarlos a nuestro tiempo. Un tiempo de cinismo, egocentrismo, desorientación y soledad hiperconectada. Lo hemos visto en las series ya mencionadas, y también en otras menos diseccionadas, como You’re the WorstHim & Her, romances protagonizados por personajes imperfectos hasta el extremo, vagos, misántropos, neuróticos, que, en última instancia lo único que quieren es no enfrentarse solos a la vida, al mundo real y al futuro. La serie británica Catastrophe se suma a esta tendencia elevando un poco la edad de los protagonistas, con una propuesta irreverente y atrevida, pero también algo más dulce que sus contemporáneas. Producida originalmente para Channel 4 (hogar de algunas de las series británicas más transgresoras de la última década) y emitida en streaming por Amazon Prime y Yomvi en España, Catastrophe está producida, escrita y protagonizada por Sharon Horgan y Rob Delaney, dos humoristas desconocidos por el gran público, pero con una amplia experiencia a sus espaldas.

Ellos dan vida a Sharon Morris y Rob Norris (sí, Morris & Norris), una irlandesa y un estadounidense que mantienen una breve aventura mientras él está de viaje de negocios en Londres que resulta en un embarazo indeseado (como reza el eslogan del póster, “1 semana. 25 veces. 2 condones”, no es difícil hacer la cuenta). La pareja decide seguir adelante con el bebé y Rob se queda a vivir en Londres para empezar una nueva vida con Sharon. Lo cierto es que, aunque el sentido común y sus respectivas familias les digan que su relación está abocada al fracaso, Sharon y Rob se gustan de verdad. Catastrophe nos plantea un emparejamiento poco convencional, pero absolutamente orgánico y coherente. A pesar de que las circunstancias no son las más propicias, a pesar de no conocerse realmente, Sharon y Rob encajan como anillo (bañado en pis) al dedo. La serie viene a decirnos que hay muchas formas de enamorarse, de encontrar a esa persona con la que enfrentarse a la vida, y que, mientras otras parejas que han seguido la vía convencional viven una vida miserable (el contrapunto de Sharon y Rob son sus amigos, Chris y Fran), otros pueden formar una familia y una vida en común saltándose unos cuantos pasos. Y no pasa nada.

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Hasta que pasa. Da igual cómo se forme un pareja, tarde o temprano todas tienen que atravesar los mismos obstáculos. Con una gran capacidad observadora, Catastrophe nos habla entre otras cosas de la presión familiar, ahora también a los 40 (qué elocuente esa escena en la que el anciano padre de Sharon se despide de su hija tras hacerle una visita, dándole un billete de 10€ de estrangis), de los miedos e incertidumbres de la maternidad, del choque cultural (siempre como fuente de bromas geniales), y de cómo cambia el sexo en pareja con los años (porque la serie se atreve a saltar en el tiempo para enriquecer su retrato de la pareja). Este concretamente es uno de los sus puntos fuertes, cómo aborda el tema sin tapujos, con una honestidad y naturalidad que deben mucho a las escenas de sexo de GIRLS. En Catastrophe hay abundantes (semi)desnudos y escenas de cama. La mayoría están pensadas para hacer reír, pero también cumplen un propósito más serio: mostrar el sexo de forma realista, sin el glamour falseado del cine, para normalizarlo en busca de la identificación del espectador. Las escenas de cama de Rob y Sharon son brillantes, no solo porque son divertidas y a veces esperpénticas, sino también porque es muy fácil verse reflejados en ellas. Como en el resto de circunstancias cotidianas en las que ellos se ven envueltos: enredos laborales y familiares, incómodos encuentros y desencuentros sociales, situaciones con las que el tándem, con ese punto de lunáticos que tienen, nos hace reír, pero que también utiliza ocasionalmente para conmovernos y hacernos pensar, columpiándose con facilidad entre la comedia ligera y el drama.

Con temporadas cortas de seis episodios (actualmente se está emitiendo la segunda en UK), Catastrophe es perfecta para hacer binge-watching. De hecho, se puede ver entera en una tarde tonta, y lo más probable es que te alegre el día. Desde el principio, la serie halla el equilibrio perfecto entre el humor soez, la introspección y el romanticismo. Sus diálogos suelen ser inteligentes, hasta cuando se vuelven escatológicos, y su incorrección política es refrescante (no llega a ser nunca demasiado ofensiva, pero sí lo justo para que nos riamos reconociéndonos en los personajes, que ven el mundo en sintonía, con el mismo humor negro). Aunque Catastrophe cuenta con un peculiar plantel de secundarios (Carrie Fisher está genial como la hijaputísima madre de Rob), lo que está claro es que Horgan y Delaney son el alma de la serie. Ambos personajes son geniales y carismáticos, tanto juntos como por separado, y los actores forman una pareja artística perfectamente compenetrada delante y detrás de las cámaras. La química que desprenden es contagiosa (como la maravillosa risa de Sharon) y juntos han creado algo a tener muy en cuenta, a pesar de su apariencia liviana. Una serie irresistible que nos ha dado a conocer a dos de los personajes más encantadores y reales que hay ahora mismo en la tele.

Jonathan Strange & Mr. Norrell: entre la fantasía y la subversión [Otro cine de tacitas es posible]

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La miniserie de siete capítulos, basada en la novela de Susanna Clarke de 2004, se estrenó en BBC1 el 17 de mayo de 2015 y ha obtenido excelentes críticas.

Texto escrito por Aerys Munis

Jonathan Strange and Mr. Norrell (BBC, 2015) no es una serie británica de época cualquiera, aunque comparte con éstas los altos niveles de producción que se reflejan en la escenografía, vestuario, fotografía e iluminación, y logran transportarnos a la Inglaterra de comienzos del siglo XIX. Es un escenario fácil de reconocer, que ha aparecido innumerables veces en nuestras pantallas (la referencia a Jane Austen es ineludible): un lugar donde la frivolidad y formalidad de las clases acomodadas bebedoras de té desentona radicalmente con la cruda y sucia realidad del mundo que los rodea y que la buena educación insiste en ignorar. El contraste es especialmente marcado en la Inglaterra de la época de Regencia, gobernada por un rey loco confinado en Windsor e inmersa en la guerras napoleónicas. La guerra y la locura son dos de los temas fundamentales que sirven como marco a la lucha de poder –a todos los niveles- que conforma el nudo de la historia. Como los espectadores averiguarán muy pronto, la ambientación histórica es sólo un escenario para desarrollar una ucronía cuyo eje fundamental es la existencia de la Magia – una Magia extraña y poderosa que, aunque una vez reinó en territorios ingleses, se considera hoy extinta y mero objeto de estudio para intelectuales apolillados. La historia arranca precisamente con una reunión de la Sociedad de Magos de York en la que el tímido pero vehemente señor Segundus (Edward Hogg – Anonymous, Misfits, Jupiter Ascending) pregunta por qué la Magia práctica ha dejado de existir.

Sin dejarse amilanar por las risas de sus compañeros, Segundus trata de acceder a textos mágicos que le permitan practicar el arte, pero pronto descubre que todos han sido acaparados por un misterioso señor Norrell, que vive recluido en una abadía del norte de Yorkshire. Segundus, héroe improbable de vocecilla aguda y voluntad inquebrantable consigue entrevistarse con Norrell y convencerle de que muestre a los miembros de la Sociedad de Magos de Yorkshire de que aún es posible hacer Magia en Inglaterra.

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Aunque físicamente Gilbert Norrell (Eddie Marsan – Ray Donovan) se aleja bastante del estereotipo del mago poderoso y misterioso (no os dejéis confundir por su peluca sobredimensionada), su capacidad para ejercer la Magia va más allá de cualquier expectativa, como vemos a mediados del primer episodio.

El principal problema de Norrell es su introversión y su incapacidad para tratar en sociedad, beber té con educación y hablar de frivolidades, que como bien sabemos los aficionados al género, es el requisito indispensable para prosperar en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX. Su ayudante, Childermass (Enzo Cilenti – Game of Thrones, Wolfhall) es oficialmente el encargado de sus asuntos públicos, aunque según avanza la trama su protagonismo va en aumento, y su mirar avieso y sarcástico desde la distancia se convierte en el punto álgido de cada episodio.

Para poder llevar a cabo su objetivo, que no es ni más ni menos que ayudar al gobierno británico en su guerra contra Napoleón, Norrell deberá congraciarse con el ministro de turno, sir Walter Pole (Samuel West – Howards End), que desgraciadamente no está muy por la labor de escucharle y además acaba de perder a su prometida, Emma Wintertowne (Alice Englert – Beautiful Creatures),  a unos días de su boda, cuando su herencia era justo lo que necesitaba para poder seguir prosperando en su campaña política. Muy a su pesar, Norrell hace lo único posible para poder captar la atención del político (y con ello, el beneplácito del gobierno) y con su decisión atraerá una nueva e imprevisible forma de Magia a Inglaterra, cuyas consecuencias deberá afrontar durante el resto de la serie.

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El segundo protagonista, o realmente, el primero, aunque sea el segundo en aparecer, es Jonathan Strange (Bertie Carvel – laureado actor teatral), toda una fuerza interpretativa que, a medio camino entre el héroe austeniano y el antihéroe byroniano, cautiva pronto a la audiencia. Habiendo accedido a la Magia proféticamente pero casi por casualidad – después de ser instado por su prometida, Arabella Woodhope (Charlotte Riley, Peaky Blinders) a buscarse una ocupación y dejar de gandulear – a través de su personaje vamos aprendiendo más sobre los claroscuros del mundo de la Magia inglesa.

La comarca de Yorkshire, a través de sus acentos y sus paisajes, es el tercer protagonista de la historia. En ella se rodaron buena parte de las escenas (salvo algunos exteriores bélicos en Croacia y en Canadá)  y la mayoría de sus personajes proceden de la zona o acaban confluyendo en sus páramos misteriosos, donde parece rasgarse el tejido que separa la realidad del mundo de la fantasía. Precisamente con un pie a cada lado de esta frontera están personajes como Vinculus (Paul Kaye, Game of Thrones), Stephen Black (Ariyon Bakare – A respectable trade, Doctors) o  el caballero “con el cabello como el vilano del cardo” (Marc Warren –Band of Brothers, The Good Wife), el villano más carismático al este de los reinos del Infierno.

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Ganadora de los premios Locus, Hugo, World Fantasy,  Mythopoeic (y finalista del Nebula, Manbooker, Whitbread y Guardian), Jonathan Strange & Mr. Norrell es una novela que cautivó entre muchos otros a Neil Gaiman (varios de sus libros han sido llevados al cine o la televisión, destacamos American Gods, que se estrenará pronto en Starz) y muy pronto se convirtió en novela de culto, estatus que no va camino de perder ya que todo indica que nunca habrá una continuación y seguirá siendo una rara avis que fascine a los lectores que se atrevan con su casi mil páginas.  Cuando la novela fue publicada, allá por 2004, hubo una intensa campaña que buscó promocionarla como el Harry Potter para adultos, pero los parecidos entre ambas historias se reducen a la ambientación inglesas y la existencia de la magia, ya que se trata de una historia adulta, subversiva y bastantes grados más oscura incluso en su adaptación para las pantallas. Se trata de una serie peculiar, que atrapará por igual a los aficionados a la literatura fantástica, al cine de tacitas o a las guerras napoleónicas. Aunque hay espacio – y mucho- para beber delicadamente tazas de té mientras se conversa con medias verdades y muchos rodeos, el mundo tacitero no es sino un escenario para desarrollar sutilmente una muy acertada crítica a las estrictas convenciones sociales inglesas del siglo XIX (con especial atención a las desigualdades de clase, raza y género) mientras nuestra atención se distrae con el despliegue de luces y egos enfrentados de los dos magos protagonistas.

Aerys Muniz es filóloga y lectora ávida de fantasía y clásicos decimonónicos. Actualmente compagina sus estudios de doctorado en literatura comparada con la visión y revisión de demasiadas series y películas. Para su tesis de máster estudió la narrativa de Susanna Clarke desde la perspectiva de los estudios de género e identidad nacional.

The IT Crowd: Apagando la comedia geek

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La historia de The IT Crowd (en España Los informáticos) es como la de muchas otras series británicas. En 2006 comenzó su limitada y dispersa andadura en Channel 4, y se mantuvo en antena durante cuatro temporadas, a lo largo de las cuales se convirtió en una sitcom de culto, especialmente entre el público geek. Entre la tercera y la cuarta pasaron casi dos años, y una vez emitido el último episodio en 2010, la escasez de noticias con respecto a su futuro daba por cancelada la serie. Al más puro estivo British TV, donde ninguna ficción televisiva, por muy exitosa que sea, tiene sellado su destino. Sin embargo, más de tres años después, el creador de la serie, Graham Linehan, se decidió a filmar una coda tardía para dar conclusión a The IT Crowd. Un nuevo episodio, solo uno, para despedir la serie como se merecía.

The Internet Is Coming“, o como muchos lo conocimos cuando lo descargamos en su día, “The Last Byte“, llega tarde (como este artículo), pero cumple su papel a la perfección. En primer lugar, ayuda a que nos saquemos la espinita de aquel “Reynholm vs. Reynholm” (4.06), uno de los peores episodios de la serie, si no el peor; un capítulo que muchos nos negamos a aceptar como el final de The IT Crowd. Lo mejor de “The Last Byte” es que es un episodio normal de The IT Crowd, absolutamente fiel a lo que hemos visto antes, uno que hace sentir como si no hubieran pasado más de tres años. Constituye un evento televisivo especial porque es el final de una serie, y además una muy querida, pero no por ello es un capítulo especial en esencia, más allá de su doble duración. Sin embargo, Lineham sentía que sus personajes necesitaban una despedida oficial, así como sus fans, y eso es lo que hace que este episodio sea especial. Por eso, después de varias tramas demenciales muy IT (Jen y Roy como La misógina odia-vagabundas y El racista de enanos respectivamente, o la subida de autoestima de Moss al ponerse pantalones de mujer), “The Last Byte” incorpora un final para ellos (o nuevo comienzo, como suele ocurrir en las series), uno tan absurdo, fortuito y abrupto como cabe esperar de esta serie. Al fin y al cabo, como Jen (Katherine Parkinson), Roy (Chris O’Dowd) y Moss (Richard Ayoade) (auto)reflexionan muy acertadamente hacia el final, nada de lo que les pasa es normal.

l-r: Roy (Chris O'Dowd), Jen (Katherine Parkinson)

The IT Crowd estableció una relación muy estrecha con sus espectadores, sobre todo al proporcionar identificación directa con el geek a través de Roy y Moss, dos técnicos informáticos de una gran compañía (de a saber qué), relegados al sótano, este decorado como si fuera la habitación de un universitario que nunca sale de su cuarto, e inmersos en su particular mundo de tecnología, cómics y juegos de rol. La llegada de Jen, puente entre el experto en cultura pop y el muggle, los sacaba de sus rutinas ermitañas para vivir las situaciones más disparatadas (los actores estaban siempre espléndidos, totalmente comprometidos con la carcajada). Sin embargo, como The Big Bang Theory, The IT Crowd no alienaba a su audiencia menos nerd, sino todo lo contrario. Las peripecias de Roy y Moss eran universalizadas de tal manera y se hacían tan accesibles que The IT Crowd se veía como una sitcom tradicional para todos los públicos (¡es gracioso porque es verdad!), además de un ejemplo casi paradigmático de sitcom británica, con su tendencia al sketch y la sal gruesa.

Teniendo en cuenta que el humor británico consiste a menudo en reírse de las miserias humanas y la dificultad de las relaciones sociales, es lógico que de entre las innumerables referencias a la cultura pop que decoraban el sótano de los informáticos, destacasen los cómics de Daniel Clowes. Un mini póster de The Death Ray, una figura de vinilo de Pogeybait, y otra de Enid de Ghost World, hacían que este autor estuviera siempre presente. De hecho, Roy aparece leyendo el Bola 8 en uno de los episodios, y en el final de la serie vemos a Jen tirada en el sofá leyendo otro cómic de Clowes, Pussey! Después de tanto tiempo con ellos, Jen ha empezado a asimilar el estilo de vida de Roy y Moss -o seguramente era lo que Katherine Parkinson tenía más a mano en esa escena. Puede que ese detalle no fuera intencionado (o puede que sí), pero lo que sí está claro es que Lineham se encarga de completar ciclo recurriendo a running gags y haciendo referencia a algunos de los mejores momentos de la serie, como la relación entre Jen e Internet (“Creo que no te llegamos a decir nunca que ESO no era Internet”), la presencia de Richmond (Noel Fielding), o el chisteslogan de la serie: “¿Has probado apagarlo y volverlo a encender?” Con “The Last Byte” se nos da la oportunidad de cumplir un asunto pendiente como seriéfilos, algo que no siempre ocurre en televisión. Después de apagarla y volverla a encender tres años después, desenchufamos The IT Crowd para siempre..

Derek: Ricky Gervais y la sitcom humanista

Ricky Gervais Derek

“¿El sentido de la vida? Las moscas no se hacen esas preguntas. Llegan, hacen sus cosas y se mueren en un día. Nosotros deberíamos dejar de preguntárnoslo. Mi mayor logro en la vida fue ser el espermatozoide que ganó a los demás” -Dougie.

El humor británico. Para muchos la expresión máxima del arte de la comedia, para otros simplemente Benny Hill. Lo que está claro es que en Inglaterra tienen un sentido del humor muy particular, decididamente nihilista y autocrítico. Estamos acostumbrados a que las series y películas inglesas se rían de todas las miserias del inglés medio, y del ser humano en general, con grandes dosis de mala leche, incorrección política y esperpento. Por eso cuando uno se adentra en Derek, la sitcom más reciente del irreverente, polémico y frecuentemente genial Ricky Gervais, no sabe muy bien desde qué ángulo proceder.

Derek supone un regreso al estilo The Office. Se trata de otra comedia mockumentary de veinte minutos ambientada en un lugar de trabajo que explora los problemas cotidianos de personas normales y corrientes. Sin embargo, como el propio Gervais dice, “The Office versa sobre el existencialismo de tener 30 años, mientras que Derek sobre el de tener 90“. La serie tiene lugar en una residencia de ancianos que sufre duros recortes de la administración y se mantiene a flote a duras penas, y los actores veteranos aportan un grado de realismo y naturalidad que es uno de los mayores aciertos de la serie. Derek, interpretado por Gervais, es un discapacitado mental de 50 años que trabaja en la residencia, un hombre despojado de cualquier tipo de malicia y capacidad de prejuicio, esencialmente bondadoso y optimista, que ayuda tanto a residentes como a empleados y voluntarios a ver la vida con otros ojos.

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Gervais aparca su lado más destroyer para Derek, y traza un relato profundamente humanista que sin embargo ha ofendido a gran parte de la audiencia de su país. Lo cierto es que no es de extrañar, sobre todo después de ver su primer episodio. El comienzo de Derek, no sabemos si consciente o inconscientemente, parece una provocación. No nos queda muy claro a lo largo de los 20 minutos que dura si el tono que adopta Gervais es paródico o sincero, lo que explica que muchos se sintieran insultados por su (excelente) interpretación de un retrasado mental. Pero solo hay que ver un poco más para comprobar cómo Derek pasa rápidamente del sketch a la dramedia, dejando claro que la sinceridad es la norma y la ironía brilla por su ausencia, y ya de paso, evitando polémicas y acusaciones.

En ese aspecto, Derek se distancia considerablemente de la sitcom tradicional -como hacía The Office-, porque cuenta con un protagonista que no está familiarizado ni es capaz de procesar la hipocresía y la maldad -¿David Brent/Michael Scott?-, que dice exactamente lo que piensa, y empuja a los demás a moverse en un plano de sinceridad en el que los protagonistas de sitcom no se adentran (o adentraban) a menudo. A su alrededor orbitan los trabajadores de la residencia, de los que destacan su directora, Hannah, una mujer sin estudios y sin sueños, el hombre-para-todo Dougie (Karl Pilkington, colaborador habitual de Gervais) y el asquerosillo Kev, un hombre (¿también discapacitado?) obsesionado con el sexo que aporta la mayor dosis de sal gruesa a la serie. Ellos conforman un espectro de miserias e idiosincrasias que permiten a Gervais reflexionar sobre nuestro vacío existencial y el sentido de la vida, como Louie pero sin cinismo aparente ni auto flagelación. No esperéis una respuesta a medias tintas a la gran pregunta, nada de 42. La vida no tiene sentido, y hacernos esa pregunta es una pérdida de tiempo.

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Pero el derrotismo que caracteriza a un personaje como Dougie (que pasa de hazmerreír a filósofo de la depresión en el transcurso de la primera temporada), y que salpica constantemente la serie, se ve contrarrestado por la perspectiva cándida y bienintencionada que aporta Derek. La vida es absurda, pero también puede ser profundamente bella y debemos celebrarla, sobre todo si está llegando a su fin en una residencia de ancianos, rodeados de otras personas que se dedican exclusivamente a esperar a la muerte. Y ahí es donde Gervais vuelve a perder el control de su creación. Derek incurre muy a menudo en el sentimentalismo y la manipulación emocional, buscando la lágrima fácil, ya sea mediante montajes nostálgicos, esos pequeños instantes de humanidad a flor de piel que en The Office pillaban desprevenido y aquí se ven venir a la legua, o echando mano de la música más teatrera, ese piano insoportable o la muy holgazana elección de Coldplay para reforzar los momentos más conmovedores.

Esto, junto a la auto indulgencia y egocentrismo de Gervais (aunque tengamos clara la diferencia entre autor y personaje, identificarse con “el hombre más bueno del mundo” puede resultar muy peligroso) hacen que Derek sea una comedia de acusados desequilibrios, una obra que fluctúa constantemente entre la autoparodia y el reality para amas de casa, y que solo es brillante cuando logra hallar el punto medio. Afortunadamente, en cada capítulo hay un momento o dos en los que Gervais da con la nota adecuada, haciendo de Derek un trabajo muy irregular pero en última instancia satisfactorio, e incluso revelador.

Broadchurch: ¿Conoces a tus vecinos?

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Después de descubrir quién mató a Laura Palmer, a Lilly Kane o a Rosie Larsen, la cadena británica ITV se atreve con su propio whodunit serial. ¿Quién mató a Danny Latimer? Broadchurch fue sin duda una de las series revelación del pasado año. Compuesta de tan solo 8 episodios, siguiendo la tradición British de las temporadas reducidas, la serie se emitió entre marzo y abril de 2013 con gran éxito de audiencia en su país, donde su season finale captó el interés de más de 9 millones de espectadores. La repercusión de Broadchurch nos recordó a muchos la época de la “appointment television“, es decir, el visionado de una serie como cita semanal ineludible, siguiendo el horario establecido por la cadena, y generando la conversación del día después en el trabajo o en clase. A pesar de que muchos ya “no vemos la tele”, no cabe duda de que esta experiencia serial que vivió su apogeo con Twin Peaks sigue viva en Europa.

Broadchurch está protagonizada por David Tennant, conocido sobre todo por dar vida al décimo Doctor (Who), y la imparable Olivia Colman, que en poco más de una década cuenta en su haber con más de 60 trabajos, sobre todo en televisión. Además, por ella desfilan muchos rostros conocidos del audiovisual británico, dando vida a los habitantes del pueblo: Arthur Darvill, Will Mellor, Jodie Whittaker, David Bradley. La serie está concebida como un evento televisivo limitado, es decir, una miniserie que se centra en un único misterio, con todas sus ramificaciones, dando cierre a la historia en el último episodio (ya se está desarrollando la segunda temporada, que según sus creadores, no tendrá nada que ver con la primera, además de un remake americano). El pequeño pueblo costero de Broadchurch se despierta una mañana con la horrible noticia de que un niño de 11 años, el pequeño Danny Latimer, ha sido encontrado muerto en la playa. Una agente local, Ellie Miller (Colman), amiga de la familia Latimer, y el agente especial Alec Hardy (Tennant), ajeno a la comunidad, se encargan del caso. Además de desgranar un misterio en el que todo el mundo es sospechoso, Broadchurch explora acertadamente los efectos de esta trágica pérdida dentro de una comunidad cerrada, el dolor de la familia, el duelo de los vecinos, las normas sociales ante la muerte de un conocido, la demarcación entre la vida pública y lo que ocurre de puertas adentro, y también la relación entre la policía, el pueblo y la prensa sensacionalista británica.

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A lo largo de los ocho episodios, Broadchurch dispone detalles, pistas, y entrama un argumento lleno de giros (algunos más creíbles que otros) que involucra al espectador en una adictiva partida de Cluedo. Los trapos sucios y los secretos más ocultos de los habitantes de Broadchurch van saliendo a la luz, conectando personajes y complicando la investigación (ya de por sí obstaculizada por dos agentes que no son precisamente el orgullo del cuerpo), para tratar de responder al eterno enigma: “¿Conocemos de verdad a nuestros vecinos?” Es más, Broadchurch va más allá y hace que nos preguntemos “¿Conocemos a la persona con la que vivimos?” (“How could you not know?”) La serie presenta personajes completamente definidos por la oscuridad de sus pasados y se empeña en que muchos de ellos tengan un lado perturbado que ocultar. Nada de esto funcionaría sin las interpretaciones adecuadas, y en este sentido, Broadchurch acierta de lleno. Todos están estupendos, pero la estrella en esta ocasión es Colman, una actriz prodigiosamente natural y desgarradora que se revela como el corazón de la serie.

Sin embargo, Broadchurch tiene tiempo de caer varias veces en errores imperdonables que decantan la historia hacia la inverosimilitud, a pesar de haber mantenido un halo general de realismo casi hasta el final. Como suele ocurrir con las series de investigación criminal, los agujeros de guión no tardan en aparecer, y aunque no sean perceptibles a primera vista, pueden acabar lastrando el relato. Sobre todo en su recta final, que plantea una cuestión que se pasará por la cabeza de cualquier espectador: ¿Es que en Broadchurch todo el mundo es un pervertido y tiene antecedentes de pederastia? Por otro lado, la resolución del caso no es del todo satisfactoria y el perfil del asesino resulta caprichoso y algo fortuito (no hay epifanía que nos haga pensar “¡Claro, tiene sentido!”), a pesar de que enlaza correctamente con los temas sobre los que versa la serie. Afortunadamente, el transcurso del misterio nos proporciona una experiencia televisiva que, muy lejos de ser sobresaliente, es emocionante en su mayor parte. Un melodrama cercano en el que es inevitable involucrarse en un momento u otro, y que además está excelentemente filmado sacando el máximo provecho de las costas de Dorset -la de Broadchurch es una de las fotografías más bellas de la televisión. Puede que las secuencias a cámara lenta y la banda sonora acaben resultando agotadoramente repetitivas, pero forman parte del atractivo y la personalidad estética de la serie, elemento que, con el tiempo, permanece incluso más vivo que el propio misterio de la muerte de Danny Latimer.

In the Flesh: A flor de piel

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No cabe duda, vivimos en la era Z. El género zombie lleva casi una década siendo una de las mayores obsesiones del cine y la televisión. Desde que aquella pequeña joya de la comedia que fue Shaun of the Dead (Edgar Wright, 2004) reescribiese las normas del género, los zombies y todas sus variantes se han convertido en los grandes protagonistas del fantástico del siglo XXI, incluso desbancando a los sempiternos vampiros. A estas alturas de la película, parece que queda poco espacio para la innovación. The Walking Dead triunfa en televisión con una perspectiva más dramática, mientras que en el cine seguimos recibiendo comedietas (Cockneys vs. Zombies) que practican el ya anticuado humor gamberro con el que Wright enlustró la Z. A comienzos de 2013 pudimos ver una vuelta de tuerca en clave romanticona y adolescente, Warm Bodies (titulada en España Memorias de un zombie adolescente), con la que descubrimos que todavía se podía ser original a la hora de retratar al zombie en la pantalla. Y este verano hemos sido testigos de la comercialización definitiva del no-muerto, convirtiéndolo en carne (podrida) de blockbuster con Guerra Mundial Z. A la sombra de la sorprendente Warm Bodies nacía también este año en televisión la serie In the Flesh, que, a grandes rasgos, podría parecer su secuela catódica.

In the Flesh es una miniserie británica emitida originalmente por BBC Three. Consta tan solo de tres episodios de una hora de duración, funcionando perfectamente como relato autoconclusivo en tres actos. La cadena prepara una segunda temporada extendida (en teoría de 6 episodios), pero lo cierto es que In the Flesh, tal y como está, es absolutamente perfecta. Como decíamos, la serie parte de la premisa que sirve como conclusión a Warm Bodies, pero descarga la propuesta de toda la comedia y el crepusculismo que caracterizaba a la película de Jonathan Levine.

In The Flesh

In the Flesh nos propone un Reino Unido post-apocalíptico en el que los zombies no son tal cosa, sino personas que viven con el estigma del “Síndrome del Fallecimiento Parcial”, enfermos crónicos que tras recibir tratamiento médico en instalaciones hospitalarias son reinsertados en la sociedad. Sin embargo, el rechazo y la hostilidad de los ciudadanos no infectados convierte a los no-muertos en apestados, incluso perseguidos. Ningún enfermo de muerte parcial puede volver a vivir de verdad. A pesar de la medicina para reprimir el virus que los convierte en monstruos, el maquillaje que cubre la putrefacción de su piel y las lentillas que ocultan sus ojos deshumanizados, para los “normales” siguen siendo asesinos, engendros desviados de la naturaleza.

La historia de In the Flesh es la historia de Kieren Walker (Luke Newberry), un joven infectado que regresa a su hogar, un pequeño pueblo de Lancashire, después de pasar años en las instalaciones gubernamentales de rehabilitación para enfermos de PDS (Partially Deceased Syndrome). La vuelta de Kieren supone para él un reencuentro con sus demonios, un regreso al infierno del que había intentado huir hacía años. A través de la metáfora zombie, In the Flesh enarbola, de manera sutil y progresiva, un relato sobre la intolerancia, sobre la ignorancia y el integrismo religioso que condena al diferente como anti-natura. Según esta serie, ser un no-muerto en un pueblo pequeño es lo mismo que ser homosexual en un pueblo pequeño. Es más, la comunidad cerrada es la prisión del adolescente, sea de la condición que sea. Hay que salir de ahí por todos los medios, o condenarse a estar muerto en vida. Kieren lo sabe, porque ya había sucumbido a la presión, y ahora está condenado a revivir la experiencia.

In the Flesh

A lo largo de los tres episodios que dura In the Flesh, la historia de Kieren va sumando capas de profundidad, sin explicitar en ningún momento el pasado en común que condiciona a todos los personajes, pero haciendo que este se manifieste en cada mirada y cada gesto, en los que el espectador ve claramente todas las heridas abiertas. Las del padre que escoge engañarse a sí mismo a pesar de tener la evidencia delante de sus narices (cicatrices en el rostro que son caricias furtivas), las de la madre que se siente culpable por no haber podido salvar a su hijo, las del chico que ha perdido al primer amor, es decir, al amor de su vida -porque In the Flesh es también una velada pero desgarradora historia de amor. Y las de padres e hijos que conviven con lo que no se cuentan, sin mostrarse nunca la verdadera piel.

In the Flesh, como bien indica su título, es un relato en carne viva. Parece mentira que un género que ya muestra inevitables síntomas de desgaste, y una premisa vista recientemente, pueda generar un producto tan único y valioso. In the Flesh nos conmueve porque rasca en la superficie y se adentra en terreno virgen para el género. Ni survival horror ni parodia. Nos golpea con el drama y la tragedia humana de unas personas que ya estaban rotas antes del Apocalipsis, que ya sufrían “enfermedades” demonizadas por la sociedad, cuyos corazones ya habían dejado de latir hacía tiempo. Pero nos deja con un mensaje de esperanza, nos habla de la existencia de segundas oportunidades (para víctimas y verdugos, que por lo general siempre serán únicamente víctimas). Y nos proporciona cobijo, un seno materno en el que llorar, una cueva donde vivir nuestra diferencia aislados del mundo y aprender a convivir con las mayores enfermedades crónicas de la humanidad: el miedo y la tristeza.

I’d love you with all my heart even if you came back as a goldfish!

My Mad Fat Diary: ¿Dónde estabas?

Where were you while we were getting high?

Qué difícil es ser adolescente. Pero cuánto más difícil es aproximarse a la adolescencia en televisión desde un punto de vista más o menos serio y no caer en el ridículo o practicar el arte de la condescendencia. Eso es exactamente lo que ha conseguido con una temporada (de 6 episodios) My Mad Fat Diary, respuesta británica a Awkward., con la que guarda varias similitudes temáticas -a pesar de que la de MTV es una comedia de 20 minutos, y la de E4 una dramedia de 40.

My Mad Fat Diary lidia con un buen puñado de temas delicados, e incluso escabrosos (suicidio adolescente, enfermedad mental, autolesión, desorden alimenticio), que afectan a los adolescentes (en todas partes, y desde hace años), y se las arregla para no caer en ningún momento en la habitualmente inevitable moralina. Lo hace a base de honestidad, sin rodeos, estableciendo un puente entre la ensoñación del quinceañero y el diván del psiquiatra, presentando a los chavales como seres über-sexuales, riéndose de la tragedia en su justa medida, y tratando los incidentes más nimios como grandes catástrofes, tal y como haría cualquier adolescente.

La serie está basada en la novela autobiográfica My Fat, Mad Teenage Diary, de Rae Earl, pero se toma la licencia de cambiar la ambientación de finales de los 80 a mediados de los 90. Así, las andanzas de Rae y su pandilla de Lincolnshire se contextualizan durante la eclosión del Brit Pop, en la era pre-digital, cuando Internet se empezaba a colar en las casas pero aun era una herramienta de uso ocasional, cuando la única manera de quedar con los amigos era llamando al fijo, y lo habitual era toparse con uno de ellos en la calle e ir a dar una vuelta juntos, o pasar las horas muertas en la habitación escuchando cassettes, e incluso descubriendo el futurista mundo del Disco Compacto. Una época en la que la música era una experiencia completamente distinta a la de ahora, nexo de unión, baremo y tejido social, y válvula de escape. La única realidad que conocíamos.

La música es tan importante en My Mad Fat Diary porque la música era así de importante en 1996. Era algo esencial, vital en nuestro crecimiento y desarrollo como seres sociales (o algo parecido). La guerra Oasis vs. Blur nos definió tanto como posteriormente harían los arquetipos identitarios de Friends. Y si en España vivimos el fenómeno Brit Pop con pasión, en Gran Bretaña dominaba la cultura por completo, y contribuía a dar forma a toda una generación. En este sentido, la banda sonora de My Mad Fat Diary es completa y absolutamente épica y perfecta. Sin exagerar. Documento fidedigno de una época y reflejo de un espíritu que a día de hoy, por desgracia, no sabemos si nos sirvió para algo y si nos llevó a algún lado. Si para uno Radiohead, The Prodigy, The Stone Roses, The Verve, Suede, Pulp, Supergrass -¡incluso irritantes one-hit-wonders como “Spaceman” de Babylon Zoo!- componían la banda sonora de una vida, es más que probable que My Mad Fat Diary hable de nosotros, y por nosotros, en primera persona.

Rae Earl es una auténtica connoisseur, y se jacta de ello. Ingeniera en recopilaciones, enciclopedia musical andante, y DJ radiofónica de vocación. Una adolescente media de los 90 (cuando la melomanía era lo común y las camisetas de manga corta se llevaban por encima de las de manga larga) de no ser por un “pequeño problema”, o más bien varios. Es obesa, tiene tendencia a la depresión, historial de autolesiones, tendencias suicidas, y ha pasado seis meses internada en un hospital psiquiátrico (París para sus conocidos). A su regreso a Lincolnshire, Rae lucha contra este pasado inmediato y hace todo lo posible para alcanzar la esquiva (y sobrevalorada) normalidad. A base de mentiras, pero en el fondo gracias a su magnética personalidad, Rae se hace hueco en la pandilla de su amiga de la infancia, Chloe. Y así es como comienza la vida para ella. Chicos, fiestas, cervezas, confidencias, y la posibilidad de encontrar su Santo Grial: S-E-X-O. Rae no se lo cree, y así lo plasma en su diario, como si todos los días fueran el primer día de su vida. Y el último.

My Mad Fat Diary es toda una sensación, y su protagonista, la recién llegada Sharon Rooney, tiene casi toda la culpa de ello. La magnífica interpretación de Rooney desborda naturalidad y credibilidad, personificando la armoniosa dualidad de la serie, esa pasmosa capacidad para pasar de la comedia al drama (también a la fantasía) sin aparente esfuerzo alguno. Es una pena que este fenómeno televisivo en realidad no sea tal cosa, ya que carece de la repercusión y difusión que merece. Un producto tan impecable y necesario, que desempeña una labor de concienciación y apoyo tan encomiable -y que encima es una ficción televisiva de calidad- debería ser visto por más adolescentes (y no tan adolescentes) en todo el mundo. No cabe duda, Rae Earl es la voz de una generación, su diario un eficaz manual de autoayuda, y su serie una joya de la televisión. Y ahora, escuchemos “Champagne Supernova”: