Crítica: Mi gran noche

Blanca, Santiago y sus ayudantes

La idea era cojonuda. Una comedia negra que transcurre a lo largo de una sola noche durante la grabación de un especial de Nochevieja para televisión en pleno agosto, mientras el mundo exterior se viene abajo por los disturbios provocados ante los inminentes despidos de la cadena en plena crisis. Esa es a grandes rasgos la premisa de lo nuevo de nuestro enfant ya no tan terrible Álex de la IglesiaMi gran nochecon la que el director traza un puente directo hacia su película de 1999 Muertos de risa. Insisto, la idea era magnífica. El resultado, no tanto.

Mi gran noche es una oda pasada de rosca a la vertiente más casposa de la televisión española, los programas especiales made in José Luis Moreno, un género en sí mismo que simboliza mejor que ningún otro la decadencia y el embuste de nuestra querida caja tonta. De la Iglesia nos prepara un desquiciado recorrido entre bambalinas para conocer los entresijos de una producción de estas características, cargando escopetas ideológicas y desmitificadoras (aunque en este caso no haya mucho mito que desmontar) como si fuera Aaron Sorkin o Tina Fey, pero para acabar disparándolas de verdad y armar la de Dios, como bien mandan los cánones de su cine. La crítica al absurdo y la manipulación tras los focos no está de más, pero aquí hemos venido a ver cómo se va todo a tomar por culo.

Cuando Jose (Pepón Nieto) se adentra en el pabellón industrial donde se graba el programa para sustituir a un figurante que acaba de ser aplastado por una grúa de grabación, no tiene ni idea de lo que le espera ahí dentro. Cientos de personas llevan encerradas allí una semana y media fingiendo celebrar el fin de año con copas de champán de atrezo, obligados a sonreír y aplaudir sin descanso. La desesperación aumenta, la locura se desata, es como estar celebrando el Día de la Marmota una y otra vez metidos en el Metropol de Demons, pero sin marmotas ni zombies (exceptuando a Raphael, claro, pero vayamos por partes), que es lo único que falta. Claro que con la fauna que puebla el film, tampoco se echan de menos.

De una pareja de presentadores a lo Ramón García y Anne Igartiburu en plena guerra de los Rose (Hugo Silva y Carolina Bang) a un cantante de electro latino falto de neuronas llamado Adanne (Mario Casas parodiando a Bisbal) al que una pilingui engaña y fela para llevarse su semen con idea de extorsionarlo, pasando por un desquiciado fan fatal que planea asesinar a su ídolo en falso directo al más puro estilo Mark David Chapman (Jaime Ordóñez) o una figurante gafe (Blanca Suárez) azote (despampanante) de sus compañeros de fatigas festejos (Ana Polvorosa, Luis Fernández, Antonio Velázquez), que rehúyen de ella como de la peste, por miedo a acabar también debajo de la grúa.

Mi gran nochePero sin duda, el mayor reclamo de Mi gran noche (con permiso de la gran Terele Pávez) es ver al cantante Raphael autoparodiándose como Alphonso, proyección aumentada (o no, que a mí me han contado realidades de primera mano que superan con creces a la ficción) de la personalidad pública del artista, que con la edad se ha labrado una importante reputación como persona excéntrica, exigente y tirana. Lo cierto es que ver a Raphael riéndose de sí mismo de aquella manera tan excesiva y esperpéntica es una de las mejores bazas de Mi gran noche, pero como ocurre con todas las demás, la idea no alcanza su verdadero potencial (a pesar del buen hacer de Carlos Areces dándole la réplica). Que Raphael se preste a esto es genial, pero ni es actor ni es gracioso, por lo que al final la broma se queda solo en eso, en un gag imposible de estirar para convertir en una película. De la Iglesia y su co-guionista Jorge Guerricaechevarría manejan una cantidad ingente de hallazgos y ocurrencias, brillan ocasionalmente con un par de golpes contundentes de comedia corrosiva, pero en última instancia no son capaces de dar forma a la historia ni de llevarla a buen puerto (De la Iglesia no sabe cómo terminar la película, algo que le lleva ocurriendo ya bastante tiempo).

Lo que tenemos aquí es a un Álex de la Iglesia moviéndose por inercia. El bilbaíno dirige con la solvencia y el brío que lo caracteriza (las secuencias musicales y de acción son excelentes, claro), pero narra con el piloto automático, dando justo lo que se espera de él, cuando lo que hace falta ya es un poco más que eso (que eres el director de La comunidad, por el amor de Carmen Maura). Mi gran noche era una oportunidad perfecta para hacer la gran comedia española (españolísima) del año (antes de que cierta secuela venga para reclamar este título probablemente sin merecerlo), pero ha sido malgastada en un film con dos o tres puntazos que pasará sin pena ni gloria.

Valoración: ★★½

Crítica: La cueva

La cueva Eva García Vacas

Si tenéis claustrofobia, os van a dar por culo” se puede oír al comienzo de La cueva, segundo largometraje de Alfredo Montero, tras Niñ@s (2006). Se lo dice entre risas uno de los protagonistas al resto de sus compañeros de viaje, al adentrarse todos en la cueva que ha descubierto junto a la desierta playa de Formentera donde han ido a pasar unas idílicas vacaciones. Sin embargo, no hay duda de que esa frase hace también las veces de disclaimer, un aviso para espectadores claustrofóbicos, hipertensos y aprensivos en general, que lo van a pasar tan mal con esta película como los mismos protagonistas (y los actores) una vez descubran que se han perdido dentro.

La cueva es una acongojante pesadilla espeleológica cuya mayor baza reside en el crudo realismo de lo que tenemos ante la pantalla. Aquí no hay trucos que valgan. La cueva es una localización real, nada de estudios. Se trata de un laberinto de roca cortante, estalactitas, túneles angostos, techos bajos y oscuridad total que pone a prueba los límites de la ficción, y más aún el aguante de unos intérpretes que, una vez metidos ahí dentro, rara vez tienen que actuar de verdad. El compromiso del equipo con la película es tal que, a medida que la pesadilla se desata, ya no podemos hablar de La cueva como una película, sino como una locura extrema hecha cine.

Rodada al estilo found-footageLa cueva recuerda a muchas películas del género en su búsqueda de un nuevo lenguaje del terror, pero va más allá que cualquiera de ellas al no recrear el peligro, sino documentarlo de verdad. Hay una escena en la que uno de los personajes se lanza a un agujero que conecta con el mar, y el fuerte oleaje se lo lleva y lo precipita varias veces contra las rocas. Sabemos que no hay dobles, y que lo que estamos viendo es lo que ocurrió de verdad. Esto hace que la técnica del metraje La cueva pósterencontrado resulte especialmente efectiva, a pesar de las muchas ocasiones en las que se desafía la credulidad del espectador y nos obliga a plantearnos las típicas preguntas que son el eterno sambenito del género. Para empezar, ¿por qué estos cinco jóvenes se adentran en la cueva bien provistos de pilas, baterías para la cámara y cargadores si no es para justificar lo que (ellos no saben que) va a ocurrir, y luego no son capaces de tomar precauciones para no perderse? ¿Por qué Begoña (Eva García Vacas) entra en la cueva si es la aguafiestas que no quiere hacer nada y encima está convaleciente? Y el clásico ¿por qué no se deja de grabar en ningún momento? Claro que, si se desea vivir la experiencia al máximo, debemos pasar por alto estas cuestiones.

La mayor parte del tiempo, la imprevisibilidad de esta excelente localización natural brinda mil y una posibilidades que probablemente no estaban en el guión, lo que propicia algunas de las escenas más impactantes que hemos visto en el terror patrio en mucho tiempo -este film es un ejemplo de la buena salud que disfruta. Sin embargo, hay veces que esto se vuelve contra el proyecto, que a ratos parece ir a ciegas, confiando únicamente en la geografía de la cueva para conducir la historia, hasta que no queda más remedio que introducir el giro que dé lugar al desenlace. Un giro que se antoja algo abrupto y efectista, y que evidencia las mayores carencias del guión: unos diálogos muy artificiales que contrastan fuertemente con el naturalismo de la propuesta. Aun con todo, este clímax de alienación, persecución y supervivencia a toda costa desata una recta final de infarto, en la que Montero ya sí pone en marcha la maquinaria fantástica y recurre a los trucos más fiables del género para asustar al espectador.

Sin embargo, el terror de La cueva prescinde por completo del elemento sobrenatural, y precisamente esto es lo que la convierte en una experiencia tan angustiosa. Montero se adentra en las profundidades del miedo y encuentra al monstruo de la película en el interior de sus propios personajes, dando como resultado una cinta de terror única en su especie que nos obliga a vivir la asfixiante pesadilla de sus personajes en primera persona. Una vez fuera de La cueva, tras compartir la histeria (atención al dolor auténtico de García Vacas) y los ataques de ansiedad de estos jóvenes incautos, recuperamos el aliento y buscamos desesperadamente la luz para asegurarnos de que estamos a salvo.

Valoración: ★★★½