Veneciafrenia: ¿Quién puede matar a un turista?

David Lastra

¡Están jodiendo el barrio! La dichosa gentrificación de las pelotas está acabando con todas las señas de identidad de nuestra ciudad. En nada va a ser completamente imposible tomarse un café o encontrar un puñetero tomate a un precio módico. Al final tendremos que mudarnos a una de esas ciudades dormitorio si el precio del alquiler sigue subiendo al ritmo que vamos. ¿Los culpables? Los malditos turistas. Con sus ridículas vestimentas, sus malas maneras y sus billes. Ese sucio dinero que salva gran parte de la economía de un país de servicios como es el nuestro. Es lo que tiene haberse convertido en la mayor barra de bar de Europa. Álex de la Iglesia (La comunidad) nos propone una solución a esa relación amor-odio con el turismo masivo: matarlos a todos. Que no quede ninguno. Bienvenidos, pasajeros con destino a Veneciafrenia. Lo sentimos, pero después de este viaje, no querrán pisar la célebre ciudad italiana. Realmente, no nos extrañaría para nada que no quisiesen volver a salir de su maldita ciudad en sus puñeteras vidas.

Nuestra aventura comienza como toda buena película de miedo, con una aparente buena idea. Un grupo de colegas decide visitar una ciudad de ensueño para pasárselo fetén durante un par de días. Lo que en un principio iba a ser un viaje de parejitas, se  ha convertido en una suerte de despedida de soltera de Isa (Ingrid García-Jonsson, Hermosa juventud). A la cita no ha faltado su mejor amiga, Susana (Silvia Alonso, Hacerse mayor y otros problemas), Arantza (Goize Blanco, Los favoritos de Midas) y su novio Javi (Nicolás Illoro, El Cid), hasta el pesado de su hermano José (Alberto Bang, 30 monedas) se ha apuntado a última hora. Vamos, los de siempre y el acoplado de turno. Como se dice también en las pelis de miedo, este será un viaje que nunca podrán olvidar.

Después de Madrid y Cartagena, Álex de la Iglesia se atreve ahora con la bellísima Venecia. Una de las ciudades más maltratadas a nivel mundial por ese turismo abusivo. Más de veinticinco millones de personas que llegan en esos monstruosos barcos de crucero. Hordas de muertos vivientes que la visitan, fotografían y guarrean más o menos sin querer. Una situación insostenible que ha enriquecido y empobrecido por partes iguales a la ciudad. Creyéndose ajenos a ese problema, nuestros turistas españoles son recibidos por las dos caras de esa Venecia: tanto por el currito con buena cara al que los cienes de viajes diarios que hace con su taxi acuático le dan de comer (Enrico Lo Verso, Alatriste), como la de un histriónico arlequín que cree el mítico bufón Rigoletto de la ópera de Verdi (Cosimo Fusco, el que fuera Paolo en Friends y a quien De la Iglesia ya recuperó en la primera temporada de 30 monedas). Aunque este primer avistamiento del peligro les meta el miedo en el cuerpo, no es nada tan problemático que no pueda solucionarse con una buena ronda de chupitos, una cena y un pedazo de rave disfrazados como si fuesen los peleles de Rondó Veneziano. El problema vendrá la mañana siguiente, cuando comprueben que su noche en plan destroyer no solo les ha dejado a cambio una severa resaca, sino que Venecia se ha cobrado ya su primera víctima.

En Veneciafrenia, De la Iglesia vuelve a hacer gala de su maestría a la hora de rodar terror. En esta ocasión, aceptando las sagradas leyes del slasher a rajatabla. Tenemos jóvenes acuchillados, asesinos casi sobrenaturales, alguna que otra mala decisión que acaba peor, unos investigadores que siempre van un par de pasos atrás y alguna que otra doble cara. Veneciafrenia es una delicatessen para todo amante el género. Gracias a su ritmazo, sus agobiantes atmósferas (la otra cara de esos callejones nocturnos que tanto nos han enamorado en otras ocasiones ahora se convierten en espantosos laberintos gracias en parte a la excelente partitura de Roque Baños que acompaña las persecuciones) y cierto arrojo a la hora de darnos todo lo que esperamos de una historia de este tipo, pero sabiendo sorprendernos igualmente con alguna de sus resoluciones.

Un interesante juego entre asesino, turistas y espectador, en el que nosotros tenemos un poquito más de información que los personajes atacados, un guiño a uno de los grandes géneros italianos por excelencia: el giallo. Fenómeno cinematográfico que reinó durante las décadas de los sesenta y los setenta, gracias a las obras de Dario Argento (Rojo oscuro) o Mario Bava (La muchacha que sabía demasiado) y que, de vez en cuando, resucita con honrosos experimentos como son AmerEl extraño color de las lágrimas de tu cuerpo de Hélène Cattet y Bruno Forzani, y la alocada Call TV de Norberto Ramos del Val. Por su parte, De la Iglesia decide beber de esa crueldad morbosa tan característica del giallo, torturando a sus protagonistas hasta el extremo con estiletes infinitos, algún que otro giro absurdo sacado de la manga que solo aceptamos en este tipo de películas y cuidando la sospechosa figura del comisario (Armando de Razza, el mismísimo profesor Cavan de El día de la bestia), arquetipo fundamental en este género.

Durante nuestra estancia en Venecia, De la Iglesia juguetea con nosotros a lo largo de la investigación de los crímenes como todo giallo, pero nos atiza hostias a diestro y siniestro como un buen slasher. Bueno a nosotros literalmente no, pero no hay ningún miembro de la pandilla que se libre de sufrir la vendetta veneciana. Esa es otra de las bondades de Veneciafrenia, todo el mundo corre peligro, nadie está a salvo. Un carrusel de torturas repleto de referencias a los clásicos y en el que De la Iglesia se muestra algo más cauto de lo normal, aparcando alguna de sus soluciones habituales en su cine cuando la tensión y los acontecimientos van escalando. Ese amor por los referentes y ese desenfreno supuestamente más calmado, benefician notablemente el desarrollo de esta locura con frenos que es Veneciafrenia.

Las interpretaciones del grupo de amigas brilla a la hora de reflejar ese absurdo en el que se han visto metidas. Ingrid García-Jonsson clava el desquicio creciente a medida que va avanzando la trama. Ella no tiene madera de final girl, pero pone todo de su parte, aunque muera en el intento… o no. Pero si alguien roba la función, además de un exageradísimo Cosimo Fusco como el bufón, esa es Silvia Alonso. No es de extrañar que si ella era capaz de brillar en ese pestiño llamado Hacerse mayor y otros problemas, cuando cuenta con un buen personaje, se crezca de lo lindo. Ella es el personaje con el que siempre empatizamos en los slashers y con el que siempre querríamos hacer equipo si nos encontrásemos en una situación extrema como esta. Ella tiene cabeza, humor y sangre fría. Los elementos indispensables para salir viva de las islitas que conforman Venecia… o no.

¿Quién se iba a imaginar que un simple finde largo en Venecia iba a terminar peor que las vacaciones de Evelyn y Tom en Almanzora? Menudo viaje que nos has dado, Álex. Pensaba que éramos amigos.

Nota: ★★★★

Arthur Rambo: Viaje al fin de la noche de Karim D.

David Lastra

Nada más despertarse, antes de salir de la cama siquiera, Arthur Rambo eligió violencia. Poco después, sentado en el váter, la inspiración volvió a él y el lenguaje de la verdad se deslizó por sus dedos a la vez que una parte de su ser desaparecía por la cañería. A Arthur Rambo le da lo mismo 160 que 280 caracteres, su sapiencia no conoce límites. Independientemente de la mayor o menor viralidad de los mismos, sus tweets son certeros dardos de realidad que iluminan nuestras nubladas existencias… o por lo menos eso es lo que piensa él. Aunque su apodo pueda remitir a la traducción fonética del genio francés Arthur Rimbaud, su pluma y su humor son más burdos que las maneras del veterano de Vietnam con el que comparte apellido. Laurent Cantet (La clase), uno de los mejores cronistas de la Francia del siglo XXI, se adentra en los tumultuosos mundos de las redes sociales y la cultura de cancelación en Arthur Rambo.

Karim D. (Rabah Nait Oufella, Crudo) es un blogger de marcado carácter político y social que acaba de publicar su primer libro. ‘Desembarco’ es una autoficción desgarradora que relata las ideas y venidas de su madre como inmigrante argelina en Francia. La crítica especializada se ha rendido a sus pies, alabando de manera unánime su retrato sobre el racismo y el conservadurismo imperante en la sociedad. La segunda edición está ya casi en imprenta y los rumores de una posible adaptación cinematográfica son cada vez más fuertes. De la noche a la mañana, Karim D. se ha convertido en el autor de moda. Todo un icono para las segundas y terceras generaciones que pueblan los suburbios de las grandes ciudades francesas y que ven reflejado en él otro futuro posible. Pero nadie podría imaginar que este rey puesto iba a convertirse en rey muerto con la misma fugacidad que había ascendido a su trono. Karim D. tiene un gran secreto. Ese gran secreto tiene nombres y apellidos: Arthur Rambo. Bajo ese seudónimo, se dedicaba a soltar metaesputos de no más de trescientos caracteres sobre antisemitismo, lgtbifobia, serofobia, islamofobia, apología del terrorismo… Todo un grandes éxitos de los círculos del infierno en que puede llegar a convertirse una red social tan directa como es Twitter. Obviamente, todo ese perfil xenófobo contrasta radicalmente con el compromiso social del joven hasta la fecha. Por lo que no dejan de asaltarnos preguntas ante semejante desaguisado. ¿Estamos ante la enésima campaña de fake news orquestada por la extrema derecha para desgastar la credibilidad de un joven activista o es que existe una explicación lógica ante todo este circo?

Laurent Cantet sigue ahondando en su poliédrico retrato de la juventud francesa como ya hiciera en su generacional La clase, con la que consiguió la Palma de Oro en Cannes, o su más reciente El taller de escritura. En esta ocasión, se centra en la actitud de los jóvenes ante las redes sociales. Tanto en su uso empoderador en la lucha de clases ante la desigualdad, como en la creación y destrucción en serie de ídolos. Una herramienta creada a priori para acercarnos más pero que, en muchas ocasiones, no sirve sino para crear un ambiente completamente polarizado. Para Karim su personalidad tuitera no es otra cosa que un doble maligno, una válvula de escape con la que soltar todo el odio y los malos pensamientos que se pasan por su mente. El problema comienza cuando descubre que no todos conocemos ese contexto en sus creaciones. Puede que su círculo más cercano pueda llegar a entender toda esa ironía y humor, pero los menos allegados y/o no acostumbrados a ese hoyo de podredumbre que suele resultar Twitter, no lo reciben tan bien.

Es en ese momento cuando Arthur Rambo se convierte en una verdadera película de terror para todo aquel que haya emitido a la ligera su opinión más o menos fundada sobre algún tema peliagudo en redes sociales. Tanto que se podría llegar a promocionar de manera comercial y amarillista bajo el tag line de ‘no volverás a tuitear igual después de ver esta película’. No obstante, no podemos olvidar que el libreto firmado por Samuel Doux y Fanny Burdino, tándem detrás del guion de El creyente, y del propio Cantet, se basa libremente en el caso real del escritor y blogger Mehdi Meklat, que a primeros en 2017 vio cómo su popularidad se vio dinamitada al salir a la luz una serie de nefastos tweets firmados por él bajo el seudónimo de Marcelin Deschamps que alimentaban el ya sobrealimentado discurso de odio.

Ante semejante conflicto, Cantet opta por colocarnos en mitad del meollo. A él no le interesa ser el dedo acusador, esa labor nos la deja a nosotros, los espectadores. Y lo que nos gusta. ¿Qué pesa más: la aportación de Karim D. como adalid de la justicia social desde su canal de vídeo, su libro y sus apariciones en televisión o una desbarrada vomitiva for the lols en una red social? ¿Debemos diferenciar al autor de la obra?, ¿al autor de sus tweets? ¡¿Al autor del propio autor?! El director de Recursos humanos nos deja en mitad de todo de manera muy inteligente, privándonos de la esas verdades absolutas tan necesarias y cinematográficas para poder llegar a una solución satisfactoria. Poco a poco vamos viendo cómo esta crisis poco tiene que ver con la tan enarbolada y tergiversada libertad de expresión (resulta genial la reacción ante la única mención que hay en el metraje ante esa argumentación), sino más bien ante los límites del humor, la ironía, la reacción ante los golpes del racismo (¿es lícito combatir el racismo con el racismo?) y, especialmente, ante los ejercicios de superioridad moral en la que se creen en posesión todas y cada una de las partes del conflicto.

Cantet nos empuja ante un marronazo repleto de claroscuros. Una situación sin salida, tremendamente frustrante para nuestras mentes predispuestas a la resolución por A por B de todo problema, pero todo un triunfo para lo que persigue realmente él como creador: provocarnos una reflexión y cierto aprendizaje sobre nuestra forma de expresarnos y de acometer juicios de valor tan a la ligera. Algo que aprende tanto el protagonista de la película, como nosotros mismos. Enfrentándonos simultáneamente a nuestros demonios canceladores de fariseos, a nuestra empatía, tanto ante el ser humano que yerra como ante esa reacción cercana a la ambigüedad que tenemos cuando un intelectual o artista con el que simpatizamos patina de manera estrepitosa ante semejantes temas.

Para dar vida al polémico Karim D., Cantet se reencuentra con Rabah Nait Oufella, uno de sus antiguos alumnos de La clase y que desde entonces ha trabajado con alguno de los grandes nombres del cine francés como Céline Sciamma (Girlhood) o Julia Ducournau (Crudo). Rabah realiza una interpretación inmensa, logrando transmitirnos a la perfección esa odisea desde el subidón del éxito editorial al desasosiego ante de la incomprensión del gran público ante sus machadas, brillando especialmente en las escenas junto a su hermano (Bilel Chegrani, Guapis), en las que descubre el verdadero poder de sus palabras y las repercusiones que tienen las mismas sobre aquellos que le ven como un verdadero héroe.

La pesadilla de Arthur Rambo es otro acertadísimo ejercicio de reflexión de la factoría Cantet y una de las experiencias más agobiantes, enriquecedoras y lúcidas que se han podido experimentar en los últimos años en una sala de cine.

Nota: ★★★★★

Flee: El viaje a ninguna parte

David Lastra

Alguien dijo que al lugar donde has sido feliz no deberías tratar de volver. Otro que como en casa no se está en ningún sitio. Pero, ¿qué ocurre cuando no puedes volver a tu hogar? ¿A dónde vas cuando el lugar donde has sido feliz se ha convertido en el mismísimo infierno en la Tierra? Ante esa situación tan extrema, solo queda luchar o rendirse. Los llamados héroes luchan, las personas normales huyen para seguir otro día más con vida. El acto más heroico que existe. Esa es la realidad de Amin Nawabi, el protagonista de Flee, la película danesa que tiene el honor de ser la única película en la historia con una triple nominación a los Oscar como mejor película internacional, largometraje documental y película de animación, que cuenta con dos caras conocidas como productores ejecutivos Riz Ahmed (Sound of Metal y cocreador de The Long Goodbye, cortometraje igualmente candidato a los Oscars este año) y Nikolaj Coster-Waldau (Juego de Tronos).

Conocemos a Amin habiendo finalizado ya sus estudios universitarios. Realmente, su status académico es tan bueno que le lleva a dar charlas y a realizar labores investigadoras incluso al otro lado del océano. También ha conocido a Kasper, con el que piensa casarse e incluso comprarse una casa. A día de hoy, su existencia no varía mucho a la de cualquier hombre homosexual cisgénero con cierto poder adquisitivo en un país occidental del llamado Primer Mundo. Pero Amin no suele hablar de su pasado. Parece como si el Amin de antes de Dinamarca estuviese tan muerto como su familia. Sorprendentemente, Amin acepta participar en el documental que un amigo está preparando sobre su condición de refugiado.

Flee es el crudo relato de un hombre curtido en mil y un huidas. La primera, la más evidente ante todos es la geográfica. La que tuvo que realizar el propio Amin desde Afganistán hasta Moscú junto a su familia tras el final de la Guerra Civil en 1996, tras la cual los talibanes instauraron el Emirato Islámico de Afganistán, un régimen aún más conservador y tradicionalista que puso sus vidas en peligro. Un viaje desesperado, el primero de tantos, repletos de mil y un amenazas y peligros relacionados con la avaricia humana. Todos con una misma meta: la idílica Europa. Existe otra gran huida igual de trascendental y con una carga más simbólica: la de Amin del propio Amin. Una carrera hacia delante que comienza con sus primeros liberadores bailes a ritmo de música extranjera vistiendo la ropa de su hermana. Una serie de aventuras y trastadas confundidas como gracietas propias de la edad. Una naturaleza reprimida por él mismo con la finalidad de encajar en una sociedad en la que la palabra homosexual no tiene cabida en su vocabulario. Una labor harto difícil ya de por sí, que se ve complicada adicionalmente por un incipiente despertar sexual encarnado en el torso de Jean-Claude Van Damme. La tercera gran huida es incluso la más cruel de todas y duele aún más, porque comienza cuando oficialmente Amin logra ser libre: la fabricación de una nueva identidad construida a base de medias verdades. El asesinato definitivo de su propia persona.

El documentalista Jonas Poher Rasmussen realiza un poderoso y desgarrador retrato personal sobre un viejo amigo, sobre ese nuevo compañero de escuela recién llegado con el que cumplió al pie de la letra la canción Foreign Friend de M.I.A.. Esa cercanía entre ambos, hace que Flee no sea un documental al uso y tenga un calado especial en el espectador. Más que a entrevistas o recreaciones de los hechos, asistimos a pequeños diálogos y divagaciones entre dos amigos. De ahí que nuestro viaje como acompañantes resulte a primera vista más liviano, pero también mucho más duro. A través de esos pequeños instantes, vamos conociendo a Amin o más bien desenmascarándolo hasta llegar casi a su verdadero núcleo. Casi, porque nunca llegaremos a conocer su verdadera identidad, porque culpa de un giro completamente terrorífico que nos hace ser conscientes más que nunca de nuestros privilegios.

Nota: ★★★★

Lamb: ¡La madre del cordero!

David Lastra

Exabrupto de origen cristiano que indica sorpresa y que hace referencia a Jesús, el cordero que quita el pecado del mundo. Pero eso tampoco hay que tomarlo al pie de la letra, porque el héroe de la novela más vendida de la historia no era una ovejita, sino un hippie amoroso y dadivoso que poco o nada tiene que ver con la imagen que aquellos que se hacen llamar sus discípulos quieren dar de él hoy en día. Todo lo contrario que en el caso de Lamb, la ópera prima de Valdimar Jóhannsson, donde podemos utilizar esa expresión tanto en su significado más figurado como en el literal, porque… ¡La madre del cordero!

Al igual que en la Biblia, en Lamb, la madre del cordero se llama María (Noomi Rapace, la Lisbeth Salander original de la saga Millennium y pieza clave del revival de Alien en Prometheus) y su vida, como la de la propia mujer del carpintero, orbita completamente alrededor de su vástago. Hasta entonces, María y su marido Ingvar (Hilmir Snær Guðnason) ocupaban la cima de la pirámide animalística de su casa. Debajo de ellos, el gato atigrado que vive junto a ellos dentro de la casa, aportando compañía y paz; después tenemos al perro, que cuida de todos ellos y vive en ese portalillo techado a medio camino entre el interior y el exterior; para encontrarnos finalmente, lo más abajo posible, a las ovejas y los carneros que, como muestra de servidumbre, ocupan su sumiso lugar en el pajar. Pero, con el advenimiento de Ada el día de Navidad, todo ese orden natural cambia radicalmente. Ahora ella es la niña de sus ojos. El verdadero centro del universo. Un nuevo orden que no se verá perturbado ni por la llegada de Pétur, el hermano de Ingvar (Björn Hlynur Haraldsson, The Witcher), ni por la presencia de la propia madre biológica, la cual realiza una de las mejores interpretaciones de la cinta gracias al poderío de Jóhannsson detrás de la cámara.

Con un ritmo pausado, casi detenido (de ahí que no nos sorprenda en ningún momento el crédito como productor del mismísimo Bela Tarr o la aparición de Carlos Reygadas en los agradecimientos), Jóhannsson disecciona las ansiedades que algunas parejas tienen por procrear y cuidar de los suyos cueste lo que cueste. Un aspecto que ya trató en su cortometraje Harmsaga, aunque en esa ocasión se centraba más en la pérdida que en la llegada del ser querido. Lamb asalta ese drama desde la óptica y las normas de un realismo mágico. Un pequeño y constante WTF que atrapa desde el primer momento, extrañándonos y haciéndonos partícipes de una relación supuestamente antinatural, pero que aceptamos (y llegamos a envidiar) sin ningún tipo de remilgo. 

Una propuesta completamente extrema que solo podría estar ambientada en un lugar que no es de este mundo: Islandia, la tierra mágica por excelencia. Si Ada hubiese nacido en España, su apacible infancia se hubiese convertido en una suerte de Lazarillo de Tormes, para acabar convirtiéndose en una adolescente rara como la Andrea de Nada, pero con pelliza incorporada… Si es que no claudicase antes como la propia Milana de Los santos inocentes. Pero no, por suerte, Ada es islandesa y su familia la ama con absoluta y completa devoción.

El narrador de esta fábula es Sjón, escritor/poeta/dramaturgo islandés y cocreador de alguna de las letras más mágicas de la cantante Björk, como son Isobel, Bachelorette, Jóga u Oceania. No es la primera vez que Sjón se adentra en el cine, ya hizo sus pinitos participando en el libreto del tumultuoso musical Bailar en la oscuridad junto a la propia Björk, y ha escrito recientemente el guion de The Northman, la próxima película de Robert Eggers (La bruja, El faro), en la que también casualmente aparecerá también la cantante islandesa.

La peculiar grafía de Sjón y el temple de Jóhannsson consiguen captar y traducir esa carga poética inherente de la madre naturaleza. Tan bella y absurda, como radical y violenta. Convirtiendo a Lamb en una obra que se rige más por las normas de los cuentos y las leyendas del folclore o a las de las rimas infantiles, que a las cinematográficas.

Nota: ★★★★

[Crítica] Titane: Retrato de una asesina cromada

David Lastra

La corriente del Nuevo extremismo francés nació a principios del siglo XXI con un comentario no muy benevolente por parte de un crítico norteamericano. Bajo esa nomenclatura, se catalogaron las primeras obras de cineastas transgresores que a día de hoy siguen provocando ovaciones y espantadas masivas en Cannes. Peterpans terribles como Gaspar Noé (Irreversible) o Léos Carax (Pola X), criaturas exóticas como Claire Denis (Problema cada día) y Bruno Dumont (Flandres), turbadores animales como Virginie Despentes (Fóllame) o Patrice Chéreau (Intimidad), brutotes como Alexandre Aja (Alta tensión) o Pascal Laugier (Martyrs) o fierecillas domadas como François Ozon (Los amantes criminales). Un abanico de voces polifónico muy heterogéneo que revolucionó el panorama del cine europeo, que contaba con un pequeño mantra común: la destrucción de los tabúes y las apariencias de la clase burguesa imperante. Sus armas: el sexo y la ultraviolencia. Pero con la misma fuerza que irrumpió en nuestras carteleras y festivales, esta nueva ola se fue disipando poco después. A día de hoy, sigue apareciendo algún que otro destello en las obras de sus antiguos miembros, como pueden ser el Carax de Holy Motors o el Noé de Climax Lux Æterna, o en alguna cinta que recupera los valores de ese manifiesto no escrito, como esta Titane. Veinte años después de su nacimiento, Julia Ducournau recupera el espíritu de ese Nuevo extremismo francés en su ansiado retorno tras Crudo.

La historia comienza con el accidente de coche más absurdo y tremebundo, también seguramente uno de los más comunes en nuestras carreteras, desde Hereditary. Tras ese pequeño choque, Alexia nunca volverá a ser la misma. Tampoco es que pareciese una niña muy sociable antes del hecho en sí, pero el resentimiento en forma de la nueva chapa de titanio que le recubre parte del cráneo ha terminado por convertirla en una outsider en toda regla. La siguiente vez que nos encontramos a Alexia ya es con el cuerpo y la cara de la debutante Agathe Rousselle, bailando/follándose (de manera figurada) el capó de un coche bajo el ritmo de la ya de por sí guarrísima ‘Doing It To Death’ de The Kills, en cuyo videoclip curiosamente los automóviles también tienen bastante protagonismo. Pese a ser extremadamente parca en palabras, Alexia comienza una especie de romance no solicitado con Justine (Garance Marillier, la protagonista de Crudo y el cortometraje Junior, repitiendo por tercera vez nombre de personaje. ¿Estamos ante el Universo Cinematográfico Ducournau?), cuando el cabello de Alexia se enreda en piercing del pecho de la otra. Pero Ducournau no ha venido a contarnos una historia de amor, al menos no esa historia de amor. Como mucho un polvo salvaje (literal) entre la buena de Alexia y un pariente cercano del demoníaco coche de Christine; o el amor desquiciado de un padre desubicado (Vincent Lindon, La ley del mercado) hacia su hijo recién aparecido tras años de ausencia.

Todo en Titane busca explotar ese sentimiento tan siniestro que es lo enfermizo. Ni siquiera la candidez de Justine o el brillo del titanio bajo los fluorescentes logran arrojar algo de luz en la historia. Titane es una fiel heredera de esa crueldad absoluta y pura que corría por las venas de ese Nuevo extremismo francés. Ducournau no se corta a la hora de mostrarnos los peores momentos de la cuasi deforme Alexia a lo largo de su viaje al fin de la noche. Desde sus primeras pérdidas hasta sus subidas de leche (aceite) a medida que el gran momento se va acercando. Es en esos puntuales momentos, cuando logra combinar a la perfección la poética bizarra del cine de autor y los bajos fondos de la serie-b, cuando mejor funciona el film. Esa sutileza cercana al existencialismo gore y sádico que alcanzó en Crudo y que hizo que nos marcásemos su apellido a jierro. 

En lo que no está tan acertada esa la hora de convertir a Alexia en una psicópata para la eternidad. Ducournau crea un personaje socialmente inaceptable. Una psicópata de manual, discípula directa del Henry de Henry, retrato de un asesino y del Ben de Ocurrió cerca de su casa. Un ser humano inhumano despojado de todo tipo de cualidades o características que nos pudiesen hacer empatizar con sus actos. Todo un acierto sobre el papel a la hora de crear el monstruo definitivo, pero que naufraga al no logra dotar a Alexia de cierto magnetismo que nos enganche y que haga que tengamos un mínimo de interés en sus vivencias. De ahí que sus aventuras en clave de La huérfana, lleguen a provocar cierto sopor.

No le pedimos que directamente se recree en el torture porn como hicieron (y siguen haciendo) Aja o Laugier, pero sí que nos dé un poquito más en todo. Más aceite, más roces con la chapa de los coches (ese baile inicial merecía muchísima más intensidad para alcanzar la iconicidad que merece) y, especialmente, más momentos que nos hagan querer apartar la mirada de la pantalla o que nos hagan removernos en la butaca. Algo que nos despierte ese  schandenfreude (sentimiento de alegría por el sufrimiento o la humillación de los demás) sádico que tanto nos excita y que solo dejamos (o deberíamos dejar) escapar en este tipo de películas.

 Nota

[Crítica] Otra ronda: Happy Hour de cinco a ocho

David Lastra

♫ Hay un país lleno de encanto ♫… que una ardilla roja podría cruzar de rama en rama de haya sin tocar el suelo. Hay un país lleno de encanto donde todos los patitos feos se convierten en cisnes. Hay un país lleno de encanto donde todo el mundo se mueve en bicicleta y en el que casi no hay paro. Hay un país lleno de encanto que se llama Dinamarca.

Una tierra de ensueño que parece recién sacada del imaginario de su gran cuentista nacional, Hans Christian Andersen. La conjunción perfecta entre los países nórdicos y la Europa central. Dinamarca, la postal perfecta del nuevo viejo continente. Pero como Marcelo le dijo a Horacio, Algo huele podrido en Dinamarca… y lo que es peor, algo sigue oliendo bastante mal en Jutlandia y las otras 407 islas que la conforman. Thomas Vinterberg (La caza) retrata en Otra ronda (Druk) una de las grandes epidemias que sufre su país natal desde tiempos inmemoriales: el alcoholismo.

Conocimos a Vinterberg como compañero de fechorías de Lars Von Trier en ese trasnochado (y divertido) experimento que fue el manifiesto Dogma 95. Si Von Trier se preocupó más en mearnos en la cara con sus desquiciantes Idiotas, Vinterberg optó por plantarnos una bomba de relojería en mitad de nuestro salón. Su Celebración reventó las apariencias de la bien avenida gran familia burguesa europea y le sirvió para colocarle en el Olimpo del cine europeo. Con más aciertos (Dear WendyLa cazaLa comuna) que tropiezos (Kursk) en su andadura, no solo ha logrado mantener ese estatus, sino que lo ha magnificado con Otra ronda, con la que arrasó en los premios del Cine Europeo y ha conseguido una doble nominación a los Oscars, a la mejor película internacional y a la mejor dirección para el propio Vinterberg.

Otra ronda nos cuenta la historia de cuatro profesores de instituto. Cuatro machos nada alfa que han sabido cumplir más o menos con el triple mandato heteronormativo de trabajo-piso-pareja. Señoros de mediana edad que siguen reviviendo las locuras de sus años de su cada vez más lejana juventud en las reuniones ‘solo para hombres’ que se marcan periódicamente. Pero algo huele a podrido en esa idílica vida de machos. Sus matrimonios se resquebrajan con cada orín nocturno de los hijos de uno o con los turnos laborales nocturnos de la mujer de otro. ¿Qué podrían hacer cuatro heterosexuales de bien como ellos para recuperar el flow en sus vidas? Beber, beber y beber. Pero no pillándose una cogorza de sábado noche como gran parte de sus camaradas, sino realizando un estudio académico sobre la ingesta de alcohol siguiendo la teoría de Finn Skåderud. Según este psiquiatra y psicoterapeuta noruego (que existe en la realidad), el ser humano tiene un déficit del 0,05% de alcohol en el cuerpo, por lo que un buen copazo paliaría esa diferencia y convertiría al sujeto en una persona mucho más creativa y segura. Los cuatro profesores añadirán una pequeña coletilla a su dogma para hacerlo mucho más molón: deberán seguir las enseñanzas de Ernest Hemingway. Al igual que el pamplonica adoptivo más internacional y borracho, ninguno de ellos deberá beber alcohol más allá de las ocho de la tarde, ni los fines de semana.

Gracias a una cultura del alcohol muy arraigada, Dinamarca cuenta con una de las juventudes más borrachas del mundo y las muertes relacionadas por su consumo se disparan año tras año. Pese a los horribles datos, el alcohol no es un estigma en la sociedad danesa, sino casi un símbolo nacional. Ya desde la primera escena con la carrera de cerveceo extremo por el lago, vemos una vez más la estúpida relación que el ser humano establece entre el alcohol y la diversión. Los jóvenes de Otra ronda normalizan su alcoholismo y no lo esconden en ningún momento, de igual manera que sus mayores aceptan que lo sean… porque ellos mismos lo son.

El único momento en que vemos existe cierta censura al consumo de alcohol es durante las horas lectivas. Será en esas horas donde los jóvenes solo pueden embriagarse de conocimientos, cuando los machos no alfa aprovecharán para llevar a cabo su experimento. Aunque en un primer momento ese 0,05% hará que la calidad de las clases de historia o de canto sean mucho más dinámicas e interesantes, el ansia investigadora (ejem) hará que decidan subir la tasa de alcohol en la sangre para lograr exprimir la teoría de Skåderud al extremo. Desde ese momento en el que Otra ronda se introduce en una espiral descendente en la podredumbre moral de todos y cada uno de sus personajes a través de las consecuencias que trae el alcoholismo tanto en ellos mismos como en sus allegados. Con una simple ronda de chupitos, Vinterberg vuelve a dinamitar la fachada del envidiado bienestar de las dulces familias danesas.

Si bien, como es común en el cine de Vinterberg, Otra ronda termina ofreciéndonos una conclusión bastante aguada resolviendo de manera taimada el experimento de los machotes, su narración no llega a ser tan descarnada como debería una historia de estas características, resultando un producto extremadamente frío, hasta para una película danesa. Una ausencia casi total de sentimientos en los cuatro machotes hace que sea bastante difícil empatizar con ellos. En ningún momento se logra transmitir ese hygge (concepto danés sobre los momentos acogedores y cálidos que se viven junto a familiares o amigos alrededor de unas bebidas) entre los cuatro protagonistas. Cuando vemos sus borracheras comunales o sus lingotazos individuales parece estuviésemos visionando el remake europeo perdido de Resacón en Las Vegas, haciendo que la posible denuncia sobre la aterradora realidad etílica se desvanezca casi por completo.

Ni siquiera logramos empatizar con el profesor de historia interpretado magistralmente por Mads Mikkelsen, que repite con Vinterberg tras ese otro tramposillo cuento moral que fue La caza. Nuestro Hannibal Lecter televisivo realiza un verdadero tour de force con su Martin que podría haber merecido una nominación al Oscar o una Concha de Plata para él solito sin tener que compartirla con sus compañeros de reparto. Su actuación es impecable y cuenta con una catarsis final espectacular (¡benditos 55 años!), pero ni con esas logra rompernos como espectadores, pero no es por su culpa. Mikkelsen no puede darnos más, Vinterberg sí. Durante dos horas asistimos al derrumbe del imperio de la masculinidad hegemónica, pero prefiere dejar pasar la oportunidad de exorcizar a sus machotes redimiéndolos a más no poder, llegando a convertirlos casi en mártires y trasladando parte de la culpa en los pocos y desdibujados personajes femeninos que aparecen en Otra ronda.

Otra ronda nos muestra el temible ciclo de la vida del alcohol. Una epidemia que no tiene, ni tendrá final. Un mal que acompañará al ser humano hasta el fin de sus días… pero que tampoco parece quitarle mucho el sueño.

Calificación: 

[Crítica] Matthias & Maxime: Son (mis) amigos

If this is communication, I disconnect La incomunicación lo destruye todo. Más que la distancia o el tiempo. Mucho más que una cena recalentada o una infidelidad. Con incomunicación no hablamos necesariamente de los injustamente temidos silencios, sino de la absurda manía del ser humano de cerrarse ante sus personas más cercanas. Ese maldito miedo a ser juzgado por los demás y llegar a sentir vergüenza hace que nos coartemos y no seamos justos con los demás, ni mucho menos con nosotros mismos. Esta incomunicación supone el fin de todas nuestras relaciones sociales y va mermando progresivamente nuestro, ya mermado de por sí, amor propio. La quintaesencia de la estupidez humana.

Aunque extremadamente tóxica, o precisamente por esa misma razón, la incomunicación es uno de los demonios que mejores resultados han tenido en la gran pantalla. Directores como Michelangelo Antonioni (especialmente en su trilogía formada por La aventuraLa noche y El eclipse y en esa bola extra que fue El desierto rojo) o Michael Haneke (acertadísima su reflexión sobre el tema en la injustamente olvidada Código desconocido) han construido su leyenda en base a tan complicado concepto. Esa espiral de soledad creada (y buscada, como si fuese un escudo protector cualquiera) conforma la atmósfera que respiran los dos personajes protagonistas de Matthias & Maximela octava película de Xavier Dolan (Mommy, Laurence Anyways) como director.

Ese fantasma de la incomunicación ya llevaba apareciéndose en la filmografía del canadiense desde sus comienzos, pero alcanzó una corporeidad y una presencia máxima en los protagonistas de Solo el fin del mundo y, especialmente, en la inédita por estos lares The Death and Life of John F. Donovan. Hombres que se encuentran completamente aislados de su entorno por muy acompañados que estén, ya en una reunión familiar después de años de ausencia o en la cresta de su carrera interpretativa. Sin llegar al nivel de un presumible trastorno psicológico como es el caso del personaje de Kit ‘Jon Nieve’ Harington en The Death and Life of John F. Donovan, Matthias y Maxime sufren en sus carnes este mal en mayor o menor medida.

Maxime (interpretado por el propio Dolan, con una marca de nacimiento en la cara a lo Oliver Stark9-1-1) ha decidido dar un giro radical en su vida y pretende dejar atrás su desestructurado hogar familiar con su madre (Anne Dorval, la madre Dolan por excelencia) y su empleo como camarero por una presumiblemente nada glamourosa vida en Australia. Por su parte, Matthias (acertadísimo el novel Gabriel D’Almeida Freitas) es el sueño americano hecho canadiense (con raíces portuguesas, como apunta su madre). Trabador de cuello blanco con promesas de ‘un despacho con vistas’, una mujer guapa y educada con un toque chic que queda bien en cualquier ámbito, y una relación sana con su madre (ese ser de luz encarnado por Anne-Marie CadieuxBuenos vecinos). A priori, Matthias sería el personaje anti-Dolan por excelencia, pero no nos confiemos en ningún momento.

En Matthias & Maxime, como es habitual en Dolan, tenemos madres gritonas, veinteañeros arrasados por su existencia como si tuviesen ya ochenta años, adolescentes que guardan silencio… Pero en esta ocasión, en ese ecosistema habitual, Dolan introduce un agente externo, extremadamente ajeno: la bro culture. Nuestros dos protagonistas son parte de un grupo de amigos compuesto por hombres con un diverso abanico de formaciones académicas y poco más en común que su adolescencia. Algún que otro fumeta, un profesor, un niño pijo que toca el piano y nuestros dos amigos. Aunque ya nada sea lo de siempre, los amigos siguen quedando de vez en cuando. En una de esas reuniones, Erika (Camille Felton), la hermana de uno de ellos logra (tras una apuesta entre bros) que Matthias y Maxime participen en su cortometraje. Resulta muy gracioso ver a esa Erika, una millennial listilla y muy bocazas que suelta anglicismos siempre que puede, ya que estamos ante el reflejo caricaturesco de todos los males que achacaban a Dolan sus primeras obras. ¡Si hasta su corto expresionista/impresionista es muy ‘elmodóvar’! Ella y su hermano Rivette (Pier-Luc FunkGénesis) suponen el escaso alivio cómico de esta sentida aventura.

La escena en cuestión es un beso. Dos chicos besándose. Nada más. Algo que no debería escandalizar a nadie. Ni siquiera entre los amigos, que como todo grupo de hombres heterosexuales no paran de rozarse, toquetearse y bromear. Realmente ellos son diferentes a todo el estereotipo bro, el grupo de machotes no cae en ningún cuñadismo a lo largo del metraje, lo cual no sabemos es si debemos achacar ese fenómeno a la inexperiencia del director en estos lares o es una muestra de esperanza para con los hombres heterosexuales. Son muy ruidosos, aunque no tanto como una madre dolaniana. La gran diferencia en este caso es que su jolgorio es un apoyo positivo, no el origen de frustración, ni mucho menos un posible amplificador de ese vacío comunicativo. Ese beso trastoca la existencia de ambos, especialmente la de Matthias. Esa disrupción se convierte en un calvario para la calculada agenda vital del hombre perfecto y marcará el futuro de ambos. 

Lejos del barroquismo de alguna de sus obras, Matthias & Maxime pertenece a la rama de las historias mínimas de Dolan, como Tom en la granja o Solo el fin del mundo. Cintas en las que el realizador ha preferido centrarse de manera inteligente más en el poder de los diálogos que en el artificio de un bonito encuadre o en confeccionar mixtapes imposibles. Con eso no queremos decir que esta película no sea visualmente bonita, todo lo contrario. Como todo trabajo de Xavier Dolan, Matthias & Maxime es una obra de factura bellísima y posee alguna de las escenas más arrebatadoras de la temporada (el citado beso, el encuentro en el cuarto de los trastos o el baño solitario de Matthias perfectamente acompasado por la música de Jean-Michel Blais)… así como algún que otro momento musical loco con clásicos pop contemporáneos, pero todo con mucha más mesura de lo habitual.

Matthias & Maxime es otra lúcida fábula del joven maestro Dolan sobre la orientación del deseo y las frustraciones que provoca intentar negar lo evidente. Preciosa y desgarradora, como todo lo que toca su autor.

David Lastra

Nota: 9 (★★½) 

El viernes 27 de marzo, Avalon preestrena de manera excepcional ‘Matthias & Maxime’ en la plataforma Filmin durante cuarenta y ocho horas. El estreno en cines se posterga hasta el fin del estado de alarma.

La favorita: Nido de víboras

Ana y Sarah son BFFs. Llevan siendo amigas desde hace ya unos cuantos años y se compenetran a la perfección. S es la única persona capaz de apaciguar los arrebatos coléricos de A y S el único amor puro (y algo sexual) que ha sentido A en toda su vida. Puede que haya cierta sumisión por parte de S hacia A, pero ambas disfrutan y sacan partido de ese rollo Ama-Sirviente que tienen entre ellas. Tanto que en ocasiones cambian los roles y S se convierte en la Ama y viceversa, hasta que A se cansa de todo, pega un par de gritos y hace lo que le viene en gana. S es la persona de confianza, la única en la que puede apoyarse en ese nido de víboras en que viven las dos. Mrs. Morley y Mrs. Freeman, así se llama la una a la otra. Ellas son para siempre y eso no va a cambiar nunca… o puede que sí. Yorgos Lanthimos, creador de pesadillas como Canino o El sacrificio de un ciervo sagrado, da un pequeño salto en el tiempo para volver a golpear nuestras consciencias con La favorita, su nuevo comecocos de época con Olivia Colman, Rachel Weisz y Emma Stone.

En los albores del siglo XVIII, la situación política europea existente convierte los tejemanejes de Poniente en un mero juego de niños. Borbónicos y austracistas pelean por la Corona Española y tanto Francia como la pérfida Albión tercian para sacar tajada. ¿Qué pintan dos amigas como A y S en dicha contienda? Simplemente, A es Ana de Gran Bretaña, monarca de las islas británicas, y S es Sarah Churchill, Duquesa de Marlborough y una de las mentes políticas más privilegiadas y aviesas de su tiempo, además de antecesora de Winston Churchill y Lady Di. A es la reina y S su favorita. No había decisión política en Gran Bretaña que no pasase por S, aunque en más de una ocasión A terminase haciendo lo que le apeteciese, que para eso ella era el tejón más poderoso de Inglaterra.

Todo era felicidad y podofilia hasta que una mujer hizo acto de presencia en la corte, la otra A. Abigail Masham llegó con un vestido cubierto de mierda y barro y con supuesto parentesco familiar con S, carta que le valió para entrar a trabajar como sirvienta. De todos es sabido que por la caridad entra la peste, y a S le llegó por su prima. Sin tiempo para remediarlo, S ve cómo el fulgurante ascenso de la otra A de fregona a nueva consejera de A pone en peligro su status como favorita de la monarca. ¿Es la otra A el revulsivo que necesitaba A o una mera herramienta de los enemigos políticos de S?

La favorita es una sesuda disección sobre las artes políticas y la erótica del poder disfrazada de comedia alocada y absurda. Yorgos Lanthimos construye sus amistades peligrosas en clave de sororidad con el santo surrealismo de Luis Buñuel como patrón. Pocos cineastas actuales son capaces de llevar a cabo ciertas locuras en la gran pantalla sin parecer ridículos y él es uno de ellos. Nos lo demostró con creces su distopía animalista de Langosta y en cierta manera con la discordancia que sufren las protagonistas de Canino y ahora lo hace en la Europa del siglo XVIII. El humor de La favorita es extremadamente burdo y estúpido, algo que suele ser inaceptable en este tipo de películas, pero que justamente es el tono más acertado y necesario para retratar el disparate que eran (son) las monarquías de rancio abolengo del viejo continente. Todo en esta película es tan ridículo que provoca tanto carcajadas como escalofríos, especialmente cuando recordamos que hay miles de vidas y el destino de varios países en juego.

Puede que la premisa de La favorita sea la más canónica hasta la fecha dentro de la filmografía del director griego (curiosamente es la primera ocasión en que Lanthimos no trabaja sobre un guion propio), pero no por ello deja de ser tan perturbadora y marciana como sus obras anteriores. La tóxica sororidad triangular del film no es sino la enésima demostración de que el ser humano es un lobo para el ser humano, especialmente cuando hay intereses de por medio. Aunque haya cariño de por medio, A no deja de tratar a S como si de su esclava personal se tratase, así como S no deja de aprovecharse de A para medrar socialmente un poco más.  De igual manera, que la recién llegada es capaz de hundir a S sin miramiento únicamente por ser pato más poderoso del reino.

Esta contemplativa película se ve beneficiada por una de las mejores elecciones de casting de la temporada: Olivia Colman (Redención y nueva Isabel II en The Crown) como Ana de Bretaña, Rachel Weisz (El jardinero fiel) como Sarah Churchill y Emma Stone (La La Land) como Abigail Masham. Aunque se haya optado por Colman como protagonista para la temporada de premios, las tres intérpretes resultan igualmente arrolladoras y poseen el mismo peso e importancia en pantalla. La labor interpretativa de Colman como la pueril monarca es descomunal y extremadamente valiente. Suyos son los mejores gags cómicos y sus aires de Reina de Corazones son tan ridículos como aterradores. Su Ana de Bretaña es uno de esos papeles por los que una actriz hace historia, no obstante, se ha hecho con el premio a mejor actriz en los pasados Globos de Oro. Su tez mortecina, su mirada vacía y su gesto compungido perpetuo recuerda al feísmo profesado por Francisco de Goya en sus retratos de la corte española. Lanthimos apuesta por exhibir la fealdad y las taras físicas y psicológicas de años y años de endogamia, rechazando categóricamente la estúpida tradición de los films históricos de mostrar a los monarcas como seres bellos y mucho más delgados que sus referentes reales.

Tampoco se corta nada Emma Stone con su Abigail Mashaw. La ganadora del Oscar vuelve a hacer méritos por ser considerada como la mayor payasa del siglo XXI. Stone es una maestra en el arte de la comedia física y en La favorita no se queda corta. Su amor hacia la caricatura y su arrojo a no tener miedo al ridículo es algo inusual en el star system hollywoodiense y por ello debemos celebrar la existencia de la estrella de Rumores y mentiras como lo que es, una verdadera bendición de las diosas. Aunque mucho menos vistosa que sus dos compañeras de reparto, Rachel Weisz realiza la interpretación más loable de las tres. La increíble capacidad de la otra oscarizada actriz del reparto por hacer liviano un personaje tan complejo como el de Sarah Churchill es encomiable. Ella resulta excelente como gran dama de la corte británica que ve cómo su estatus como valido de su majestad corre peligro. Weisz es la entereza y la honestidad (con reservas) de La favorita y sabe transmitirnos a la perfección esa mezcla de amor, interés y cierta frustración intelectual que sufre en su relación con la monarca. Puede que la chica Langosta se vaya de vacío en la temporada de premios, pero ella es la favorita en mi corazón.

La favorita es la última delicia envenenada de la factoría Lanthimos. Preciosa en su envoltorio, aterradora y enfermizamente divertida en su corazón.

David Lastra

Nota: ★★★★

Crítica: The Square

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“¡a… u… aaah! Algo, has oído algo. Un grito casi ahogado por la imperfecta cancelación de ruido de tus nuevos auriculares. Click en el centro de la ruleta de tu iPod Classic. Parar ‘Caballo ganador’ debería estar penado, pero… “¡AYUDA!” Ahora sí, alto y claro, un grito de socorro. Alguien necesita ayuda, pero ayuda de quién y para qué. En pleno Primer Mundo, en el centro de la capital del reino, ¿alguien necesita auxilio? Eso es algo que necesita la gente que sale en las noticias de la tele o en los posts que comparten los cansinos en redes sociales. “¡AYUDA!” Oteo el horizonte e identifico el problema: un señor de cierta edad se ha derrumbado sobre sí mismo, como si de un rascacielos se tratase. Su compañera, simple coetánea o novieta recién echada, es la que implora un poco de caridad. “Ayúdeme, joven. Mi Carlos se ha caído y yo no puedo. Está ya muy torpe y no hace caso con lo del bastón”. Envalentonado y con cierta retórica médica que da años y años de visionados de Anatomía de Grey, me dispongo a identificar el problema, pero como ya ha dicho la buena de Cecilia ha sido una caída tonta por no hacer caso a los médicos. Nada más. Abuelete arriba, divinamente posado como si fuese una marioneta del infame Jose Luis en la jardinera que nos protege del miedo. Un poquito de aire y me despido de la pareja. Antes una fotito, no con ellos, ya que el protagonista somos yo y mi chupa de borreguito. Un pequeño texto explicándolo todo, subiendo y… ¡hostia, los hashtags! #obradeldia #nuestrosmayores #solidaridad #todossomosiguales #todosseremosmayores #foreveryoung #unbonitodia #ayuda #pequeñosgestos #salvandoelmundo #nofilter #instag…. ¡Joder! Voy a guardar el iPhone que ese homeless tiene muy mala pinta y seguro que intenta levantármelo y venderlo pa’ droga. ¡Qué asco de ciudad! Si es que uno no puede ir tranquilo por la puta calle…

Somos unos hipócritas. Despreciables seres que realizamos pequeños gestos de esos llamados humanitarios pero que la jodemos con las patitas de atrás obviando los grandes problemas y los verdaderos causantes de todo con tal de que todo siga tal y como está, como Dios manda, que diría alguno. Ruben Östlund (Fuerza mayor) se ha empeñado en demostrarnos lo falsos y extremadamente tontos que somos con The Square, una sátira sobre el mundo del Arte, fácilmente extrapolable a la sociedad occidental de hoy en día, cinta con la que se llevó una más que merecida Palma de Oro en el pasado Festival de Cannes.

‘The Square’ es un simple cuadrado en el suelo que por obra y magia del arte, se convierte en un espacio donde todo el mundo debe ayudarse… siempre que se encuentren en los límites de ese cuadrado, claro está. Altruismo y valores al servicio del arte. Una pieza que promueve una sociedad justa e igualitaria… una creación expuesta en un macromuseo de arte postpostpostmoderno, un lugar por y para las clases altas y los burgueses culturetas. Aquellas que no tienen ni un mínimo de interés en hacer lo que promueve la dichosa obra y reventar la cada vez más amplia brecha que separa a los ricos de los pobres.

El prototipo de ese alto burgués con ínfulas de crear una sociedad equitativa es Christian (Claes Bang), mandamás del museo de marras y endiosado macho alfa que donde pone el ojo, pone la polla… y ellas dan palmas (o eso cree). Él es el monarca supremo y todo ocurre bajo su supervisión, realizando las gestiones de manera aséptica, elegante y perfecta. Él es el chico de póster perfecto. Todo cambia cuando un pequeño incidente en la calle le deja con el ego subido (por su gesta heroica) y sin la cartera, ni el móvil. Medio en broma, medio en serio, Christian decide actuar como todo un vigilante y recuperar su cartera con la asistencia de Michael (Christopher Læssø), uno de sus fieles lacayos del museo. Ellos, dos machotes acomodados que se ponen música de cuñaos vengadores en su cochazo eléctrico mientras se dirigen a la zona chunga de la ciudad para recuperar los bienes robados.

Östlund no se preocupa en desmontar la tontería de las clases acomodadas, sino que prefiere mostrarla sin más, ya que esta se deja en evidencia ella solita. Disfrazada de comedia satírica, The Square es una crítica contundente a la estupidez humana, una mirada para nada discreta a ese encanto de la burguesía del siglo XXI. Un grupo social que lejos de abandonar la dictadura de las apariencias sobre la que se venía estructurando en siglos pasados, la ha perfeccionado y fortalecido, engendrando la generación de estúpidos mejor preparada y desapegada de la historia. Un aspecto que parece ser, se irá perfeccionando con las descendencias de estos, ya que los dos personajes más despreciables del film no son otros que los dos millennials encargados de la promoción de la exposición.

The Square abruma por su poderío cinematográfico y por su capacidad de calar a posteriori en el espectador. Las carcajadas están aseguradas, ya que el humor físico y ridículo está ahí, pero el daño interno también. Östlund es uno de los pocos cineastas que ha intentado acercarse al maestro Buñuel y no han muerto en el intento. El humor satírico y socarrón de esta cinta bebe directamente de la alocada dupla de El discreto encanto de la burguesía y El fantasma de la libertad, atreviéndose a jugar también casi con la marciana fragmentación de La vía láctea y llegando a rememorar a la mismísima cena de El ángel exterminador en una de las escenas más potentes, desagradables y turbadoras de la década: la de la performance durante de la cena de gala. Su The Square supera con creces en barroquismo al ladrón de Sorrentino, en profundidad al Haneke amansado de los últimos tiempos y en bizarrismo al desacertado Léos Carax de Holy Motors.

Aunque los nombres de nuestra querida Elizabeth Moss (Mad Men, The Handmaid’s Tale) y Dominic West (The Wire, The Affair) ocupen un lugar destacado en el cartel, no se dejen engañar, ya que ambas participaciones son muy divertidas, pero meramente anecdóticas. Aquí el verdadero triunfador es Claes Bang. Forjado en el teatro, Bang realiza un recital interpretativo espectacular dando vida la deplorable Christian y como su personaje, Bang devora y eclipsa a todo y a todos. Destacable también es la hercúlea participación de Terry Notary, primate profesional (él es actor especialista en motion capture que ha participado en la última trilogía de El planeta de los simios) como un actor de perfomance un pelín pasado de rosca.

The Square es una de las obras más lúcidas y corrosivas de lo que llevamos de siglo. Östlund se ha propuesto ahogarnos entre las carcajadas y la congoja provocadas por el reflejo en la gran pantalla de nuestra gran culpa occidental.

David Lastra

Nota: ★★★★★

Crítica: Kill Your Friends

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Elige la vida. Elige un empleo. Elige un grupo musical. Elige un artista. Elige un festival grande que te cagas. Elige un emepetrés, un iPod, un iPhone y un Pono. Elige tu disco, tus canciones y un guilty pleasure. Elige pagar entradas en la reventa virtual. Elige una demo. Elige a tus amigos. Elige tu camiseta y tus zapas a juego. Elige pagar a plazos una chupa en una amplia gama de putos tejidos. Elige un rompepistas y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá a ver tele-concursos musicales que embotan la mente y aplastan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida basura. Elige pudrirte de viejo en la primera fila de un concierto miserable, siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que han engendrado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida… ¿pero por qué iba yo a querer hacer algo así? Yo elegí no elegir la vida: yo elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes música?

Año 1997. El mundo ha sobrevivido a ‘La Macarena’ y al grunge. El britpop es el nuevo mainstream y el acid revienta las pistas de baile… y las cabezas de los que lo toman. La industria musical está en plena etapa de bonanza y el pirateo no es ni la sombra de la epidemia que pondrá todo patas arriba en los años venideros. Eran los tiempos en los que las compañías discográficas creaban grupos de usar y tirar con el fin de crear el hit de la temporada, sin pensar en ningún momento en el futuro del artista. Década gloriosa de one hit wonders y juguetes rotos. Año glorioso en que se enfrentaron el ‘Blur’ con el ‘Be Here Now’, cuando The Verve intentó chulear a los Rolling con ‘Bitter Sweet Symphony’, el año del seminal ‘OK Computer’ y de las girl bands que cantaban aquello de ‘Spice Up Your Life’ y ‘ Never Ever’… y de ‘Barbie Girl’. Sí, la del I’m a Barbie girl in the Barbie world. Life in plastic, it’s fantastic! Canción elegida como peor single del año por la revista NME pero que vendió más de ocho millones de copias en el mundo (casi dos solo en Reino Unido). Kill Your Friends nos muestra las entrañas de la industria musical y (nos) deja bien clarito a los sabiondos la verdadera clave del negocio musical: habiendo vendido millones de copias, ¿a quién cojones le importa una mala crítica?

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Owen Harris, director del icónico ‘San Junipero’ de Black Mirror y de algún que otro episodio de Misfits, debuta en el largo con la historia de Steven Stelfox, uno de los responsables de A&R (Artists and Repertoire, a.k.a. cazatalentos) en una compañía discográfica británica a finales de los noventa. Él es una de las mentes maquiavélicas que crea y manipula las necesidades musicales del gran público de la era pre-MySpace. Con la consiguiente (falsa) democratización que supuso la llegada de esa red social y el big-bang de la blogosfera musical, la figura de personas como Stelfox perderían (algo de) su poder… pero eso es cosa del futuro y este es el año 1997. Él es el hombre que decide cuáles van a ser los cuatro discos que compra anualmente el inglés medio. El hombre que decide qué canción venderá millones… o por lo menos aspira a serlo. Ya que por ahora es un cazatalentos más que busca hacer méritos para convertirse en el jefe de todo. Pero hallar una Whigfield (la del ‘Saturday Night’ y el consiguiente bailecito) es casi tan difícil como encontrar en Santo Grial, Stelfox decide optar por una vía más rápida, pero también más drástica e ilegal: el asesinato.

Stelfox se convierte de esa manera en una suerte de Patrick Bateman (más cercano al de la sobrevalorada adaptación de Mary Harron con Christian Bale que al original de Brett Easton Ellis) que hará todo lo posible por llegar a lo más alto, aunque se tenga que cargar a todos sus colegas de profesión. Nicholas Hoult (SkinsMad Max: Fury Road) retrata de manera intachable y desquiciada a este Stelfox, que más que un Bateman en potencia es un Tony Stonem más crecidito, en un universo paralelo donde no le hubiese atropellado un autobúsHoult se apropia de la pantalla desde el primer minuto y se engrandece con cada uno de sus monólogos interiores a lo Trainspotting sobre la industria musical y la inexistente libertad de decisión del consumidor. Una fórmula que igualmente remite a los soliloquios shakesperianos de uno de los mayores villanos catódicos de la última década: Frank Underwood de House of Cards. Como si de su Hank McCoy de la saga X-Men se tratase, Hoult sabe cómo y cuándo sacar su Bestia si la ocasión lo requiere o no. Puede que sobre el papel (y por sus acciones) el personaje de Stelfox sea un capullo integral, pero sabe cómo tocarnos en sus momentos de bajona (impagable catarsis con el videoclip de ‘Karma Police’) y nos alegremos en cierta manera con sus momentos de victoria, ya que, ¿a quién no le va a gustar un hijo de puta con el arte (y cuerpo) de Nicholas Hoult?

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Aunque la presencia de Hoult lo eclipse todo, cabe destacar el encasillamiento indie de Craig Roberts (Submarine) como el ayudante de Stelfox, tan encantador y poca cosa como siempre, Georgia King (The New Normal), como Rebecca, una secretaria que sabe más de música que todos sus superiores juntos, un pasado y anecdótico James Corden (Into the Woods y famoso por su carpool karaoke), un espídico Moritz Bleibtreu (Corre, Lola, corre) como dj/productor de pura mierda y una simpática y reivindicativa Rosanna Arquette (Pulp Fiction). Pero si alguien está a la altura de Hoult, esa es la selección musical de la película. Blur, Oasis, The Chemical Brothers, Primal Scream, Radiohead, The Prodigy… el impecable soundscape de una era. Kill Your Friends es una dulce mixtape para todo aquel amante de la música de los noventa, que se partirá de risa con las referencias de la búsqueda del nuevo pelotazo indie, la mercantilización del girl power, de lo ridículo y poco genuino que era lo experimental, de la cultura rave y, especialmente, con el hilarante y políticamente incorrecto name dropping.

Aunque a Stelfox y compañía les podría parecer una mierda. Kill Your Friends tiene todas las papeletas para terminar en el saco de películas de culto de esta década, como Lost RiverGreen RoomGod Help the GirlMemorias de un zombie adolescente (que también protagonizó Hoult). Cintas que no han roto la taquilla en ningún país pero que han tenido alguna buena crítica, como la que acabas de leer. Puede que al gran público no le interese lo más mínimo, pero a nosotros sí.

David Lastra

Nota: ★★★★½

Crítica: Toni Erdmann

“¿Eres feliz?”. Esa es la pregunta que hace que te lo plantees todo, que te hace caer. No es que tú no te lo plantees a diario. Incluso cada dos horas. Pero cuando alguien te lo pregunta, de repente sales de tu propio cuerpo e intentas mirar tu vida desde fuera para emitir una valoración. Lo que ves, muy probablemente, casi seguro, no sea lo que pensaste que sería tu vida a estas alturas. Y por si eso no fuera ya tortura suficiente, cuando la pregunta te la hace uno de tus progenitores, la cuestión adquiere dimensiones abrumadoras. Un padre o una madre no suele preguntarte “¿Eres feliz?”, pero lo piensa constantemente, te lo dice con la mirada, le preocupa día y noche, piensa en las dos respuestas posibles y se atormenta y responsabiliza cuando le toca la negativa. Aunque quizá no deberíamos, padres e hijos somos hasta cierto punto responsables de la felicidad mutua, y así tiene lugar el ciclo sin fin. La búsqueda de la felicidad es una de las máximas del ser humano, y también, a grandes rasgos, el tema central de la última comedia revelación del cine europeo, Toni Erdmann.

Ines Conradi (Sandra Hüller) trabaja en una importante empresa alemana con sede en Bucarest. Su vida es a todas luces la de una joven triunfadora. La visita de su padre, Winfried (Peter Simonischek) pondrá patas arriba su existencia al plantearle la pregunta. La que un padre o una madre puede dejar caer de forma casual como si no estuviera pensando constantemente en hacerla. “¿Eres feliz?”. Ines lo tiene todo. O al menos tiene una vida laboral tan ajetreada que hace que lo que no tiene no pese tanto. Incapaz de contestarle, y por tanto, respondiendo a su padre sin dejar lugar a dudas, Ines se ve obligada a reevaluar su vida. Winfried es lo que se podría describir como un payaso tranquilo, un grandullón travieso que se ha autoadjudicado la responsabilidad de hacer reír y empujar a los demás a ver el lado positivo. Ines no puede evitar sentirse avergonzada de su padre, sobre todo cuando este irrumpe sin avisar en su entorno laboral durante unos días decisivos para su carrera. Aunque al principio se muestra reticente a dejarse llevar, Ines acaba cediendo gracias a un personaje imaginario creado por su padre, un life coach con pelos de loco y dentadura prominente llamado Toni Erdmann.

La de la alemana Maren Ade es una propuesta cuanto menos original, una película excéntrica pero profundamente humana que tiene el poder de hacer reír mientras nos obliga a reflejarnos en su historia y pensar (da igual que no trabajéis como ejecutivos en una gran compañía cuya función nunca sabréis explicar a los demás, el sentimiento es universal). La película aborda con ingenio, gran sentido del humor y discreta pero aplastante emoción la relación entre un padre y una hija, pretexto para hablarnos de temas como la brecha generacional o la sociedad y el trabajo en el siglo XXI y elaborar una crítica al capitalismo y el sexismo. Y lo hace casi en segundo plano, a base de detalles que pueden pasar desapercibidos, planos que muestran las diferencias de clase o la pobreza en la que se asienta la riqueza de las multinacionales, así como detalles en las interacciones sociales que componen observaciones agudas, y en muchos casos descorazonadoras, sobre el ser humano en la actualidad. Todo mientras se nos está contando una historia aparentemente ligera a base de humor absurdo y situaciones extravagantes.

Ade construye la película a base de episodios, algunos más divertidos que otros, que fluctúan constantemente entre el drama y la comedia, y pueden resultar tan livianos como conmovedores. Su intención a la hora de utilizar el humor parece ser la de servir como terapia no solo para su protagonista, sino también para el espectador, al que se dirige sin condescendencia, buscando la risa y la complicidad, pero también desconcertado, incomodando. Véase por ejemplo la (muy aplaudida) secuencia de la fiesta de cumpleaños nudista de Ines, la escena más magistral e hilarante de la película. En ese momento, Ade está actuando como el propio Toni Erdmann, buscando la risa, liberando tensiones, a la vez que compone un gag extendido que debería estudiarse en las escuelas de cine. Pero si bien la película incluye esta y muchas otras secuencias memorables (la que da lugar al cartel, sin ir más lejos), también acumula escenas que se podrían haber cortado sin problemas. Con un metraje que asciende a casi tres horasToni Erdmann tiende a divagar y a repetirse demasiado, prolongando su historia más de la cuenta.

Este es el principal problema (y no es baladí) de un film que, por otra parte, no debería perderse nadie que se precie de llamarse cinéfilo. Aunque no consiga justificar su larga duración, al menos siempre tenemos en pantalla a Hüller y/o Simonischek, que nos ofrecen dos trabajos interpretativos sublimes, en especial la primera, que está inconmensurable. En los actores se puede ver el riesgo, la emoción y la inteligencia que caracteriza al proyecto, una comedia insólita y valiente, pero también extenuante, que si bien no nos desvela la fórmula de la felicidad, nos invita a seguir buscándola.

Pedro J. García

Nota: ★★★★

Crítica: Legend

Legend

Texto escrito por David Lastra

Lindsay Lohan (Tú a Londres y yo a California), Nicolas Cage (Adaptation. El ladrón de orquídeas), Hayley Mills (Tú a Boston y yo a California), Jeremy Irons (Inseparables),… pocos han sido los intérpretes que han salido airosos de la experiencia de interpretar a dos gemelos en pantalla grande. Llevar a cabo un doble papel en una misma película es una tarea harto difícil, recordemos sin ir más lejos el resultado fallido de la orgía de cast y roles de El atlas de las nubes de los Wachowski. Ante ese tipo de interpretaciones, suele ser común caer en manierismos y/o rozar el ridículo más espantoso… o como es en el caso de los actores anteriormente citados, lograr algún que otro premio o candidatura y el aplauso unánime de la crítica y el público. En cualquiera de los dos casos, nunca el experimento será visto con indiferencia. En el caso de Legend, podíamos estar más o menos tranquilos ya que el encargado de dar vida a los gemelos Reggie y Ronnie Kray no era otro que Tom Hardy. Uno de los intérpretes de moda gracias a su Max Rockatansky en el reboot de Max Max y que acaba de conseguir su primera candidatura a los Oscar por su papel en El renacido. A priori, Legend pintaba muy pero que muy bien…

… pero la realidad es otra mucho más aterradora. Legend es un epic fail en toda regla. Como es lógico, la película se sostiene sobre los fornidos hombros de Hardy y, sorprendentemente, él no esta a la altura en ningún momento. Podríamos haber justificado la labor de Hardy si hubiese cometido el error de no saber hacernos diferenciar a los dos personajes que encarna. Realmente no son más que un Zipi y un Zape, dos caras de una misma moneda… pero eso es lo único que el intérprete realiza con éxito: la diferenciación entre ambos personajes. Uno es el cerebro, machote y malote a más no poder. El otro es el enajenado, homosexual y con un comportamiento infantil. El primero es el arquetipo al que más se ha acercado Hardy a lo largo de su carrera. El segundo, la razón por la que aceptó hacer la película. Este reto interpretativo se asemeja al portento actoral que realizó hace años con el esquizoide Bronson en el film homónimo de Nicolas Winding Refn. Si bien en esa película, él era lo más destacable del film, en esta Legend, él es uno de los puntos más bajos del film. Hardy naufraga en un sinfín de ticks y mohines, inauditos en su carrera, superando con creces su sonrojante acento ruso de El niño 44, y llegando a caer en el terreno chusco de la caricatura homosexual en gran parte de su interpretación de Ronnie. Todo un desastroso trabajo para una de las interpretaciones que a priori  debería haber sonado para los premios de la Academia de este año.

Cartel_LEGENDPero sería injusto señalar a Hardy como único culpable de este desatino, porque si hay que identificar a un culpable máximo, ese no es otro que Brian Helgeland (PaybackDestino de caballero). Para su retorno a la dirección, Helgeland quiso contar la vida de los Kray, dos hermanos que instauraron su régimen del terror sobre los bajos fondos del East End londinense durante los sesenta. Sobre el papel, una materia prima de primera para crear una gran película de gángsters que revitalizase el géneroPara apoyar su dirección, decidió contar con uno de los mejores actores del momento (aspecto que ya hemos comentado que le salió rana) y un guionista premiado (él mismo; no olvidemos que posee un Oscar por L.A. Confidential y que optó a otro por Mystic River). Pero he aquí el gran problema de Helgeland: él no es el Martin Scorsese de Uno de los nuestros Casino. Ni mucho menos es el Sergio Leone de Érase una vez América, o el Coppola de El padrino, por no ser, ni es el Ben Affleck de (la sobrevaloradísima) The Town. Ciudad de ladrones. Su narratividad es excesivamente torpe y repetitiva, con un ritmo desacompasado y unos recursos estilísticos extremadamente pasados de moda. Debido al toque British de la historia, echamos en falta en todo momento al irregular Guy Ritchie o incluso a Danny Boyle (al de sus inicios, no al mercenario actual) y no podemos parar de preguntarnos qué hubiesen hecho ellos con una historia como esta. Realmente, dado el interminable metraje, nuestra cabeza comienza a elucubrar cómo sería esta historia si sustituyésemos a los gemelos Kray por los Benedict (Arnold Schwarzenegger y Danny DeVito, en Los gemelos golpean dos veces). Únicamente logramos tener algo de interés cuando Emily Browning (God Help the Girl, Sucker Punch) aparece en escena, ya que, a pesar de repetir el mismo papel de siempre, aporta un poco de luz al resultado final.

Como Legend está a años luz de ser tan legendaria como su título, podríamos hacer la broma fácil y decir que su título debería ser Fail. De acuerdo que no es una broma graciosa, pero tampoco es injusta.

Valoración: ★½

Crítica: El hijo de Saúl

El hijo de Saúl

Texto escrito por David Lastra

Tras el estreno de la Palma de Oro (este año ha sido la decepcionante Dheepan), he aquí la otra gran cita del cinéfilo de pro: la (futurible) ganadora del premio de la Academia a la película de habla no inglesa. En esta temporada fílmica, esa no es otra que El hijo de Saúl. La ópera prima del realizador húngaro László Nemes ha arrasado en la categoría de película extranjera tanto en los premios de la crítica como en los Globos de Oro. Esta situación dista de la dualidad más o menos equilibrada durante el año pasado entre Ida Leviatán, asemejándose más a la acontecida hace un par de ejercicios con la imparable La gran belleza, cinta de Paolo Sorrentino que terminó haciéndose con el máximo galardón cinematográfico. Si nos atenemos a esta orgía de galardones de la crítica, podemos afirmar sin miedo alguno que el nombre de Saul fia (título original del film) ya está colocado en la base de la estatuilla de este año. Pero, ¿es merecedora El hijo de Sául del aplauso unánime de la crítica y del aluvión de premios? ¿Es mejor que la ninguneada El club? ¿Qué pensábamos al mandar Loreak?  He aquí nuestro veredicto sobre la sensación de la temporada.

Sin introducción alguna posible, nos vemos inmersos en el día a día de un campo de concentración. No hay tiempo para aclimatarnos a esa nueva situación, ni mucho menos una charla de bienvenida o un discurso motivacional para calentar el ambiente. Con un endiablado ritmo, comprobamos el absurdo de la cotidianeidad del comando de la unidad de trabajo de la que forma parte Saúl: acondicimionamiento de las duchas, recepción de los recién llegados y acompañamiento de los mismos a las duchas, pillaje de relojes y cadenas, retirada de cadáveres desnudos y limpieza de las duchas… y vuelta a empezar. Un bucle sin fin que no deja espacio para las dudas existenciales. Cuando la condición humana se suprime, la bestia camina y piensa solo en la supervivencia. Son los estertores del dragón nazi. El exterminio debe ser absoluto y rápido, no sólo por su antisemitismo, sino para no dejar prueba alguna sobre la barbarie llevada a cabo.

Con estos ingredientes, El hijo de Saúl podría considerarse como el enésimo acercamiento al holocausto, otra pequeña historia, pero Nemes quería darnos algo más. Además de un buen guión (firmado por el propio director junto a Clara Royer) y una impecable (de sucia) factura de producción, el realizador húngaro compone una sinfonía extrema de fueras de campo y primeros planos (no necesariamente de rostros, las nucas abundan) mediante cámara en mano que nos coloca en el medio de la acción, creando una especie de experiencia 3D, que provoca no solo la angustia afín propia al estar recluído en un campo de concentración, sino la asfixia propia del protagonista al no saber cómo actuar ante situaciones extremas. En esas ocasiones, la cara de pánico de Saúl (notable interpretación del cuasi debutante Géza Röhrig) es la nuestra al visionar el film. Con tanto movimiento y desesperanza, Nemes triunfa al hastiar y enfermar al espectador, pero flojea durante el tramo final, al intentar culminar la historia con una situación demasiado hollywoodiense, abocando en demasía a los sentimientos del espectador. Una solución no muy acertada y poco coherente con lo visto hasta ese momento.

Además de ser un drama intimista pseudoexperimental de guerra, El hijo de Saúl cuenta con un elemento de género. Una sorpresa que viene introducida ya en el título del film. Hemos hablado de Saúl, nuestro protagonista, pero todavía no hemos hablado del hijo del mismo. ¿Quién es el hijo de Saúl? El hijo de Saúl es un chaval cualquiera que llega al campo de concentración y del que Saúl se encapricha. Un acto para nada enfermizo, es puro amor paterno-filial. El problema es que el chico es purgado y la historia no llega ni a empezar. Ante esa situación, Saúl secuestra el cadáver y comienza a tratarle como su vástago. Saúl se aferra a un cuerpo inerte para sentir el calor (frío) de su hijo desaparecido y decide hacer todo lo que haga falta para enterrarle según el rito religioso, siendo este el motor principal del film (aunque desaparezca en buena parte de la parte central del film). Lo que podría verse como un acto simbólico y ejemplar, de honra a su hijo, no es sino otra muestra de lo extrema que es la situación en el campo: no solo el cadáver no es su hijo, sino que ni siquiera está  seguro de tener un descendiente. El tiempo en el campo de concentración lo destruye todo, especialmente la memoria como construcción de la identidad. Esa es el arma más peligrosa de todo régimen totalitario.

El hijo de Saúl es una fábula moral sin apenas concesiones ambientada en un enclave amoral situado bajo uno de los regímenes más inmorales jamás sufridos… y sí, es la mejor de las películas seleccionadas para los Oscars de esta edición, por lo que el galardón será justo.

Valoración: ★★★½

Crítica: Dheepan

Dheepan

Texto escrito por David Lastra

El estreno de la Palma de Oro es uno de los pocos acontecimientos ineludibles de la temporada cinematográfica otoñal. Cuando llega el momento, nos acercamos religiosamente a las salas de cine a visionar con ojo crítico y ceño fruncido el largometraje que meses antes encumbró el jurado del festival de festivales. Durante los últimos años, nos hemos llevado gratas sorpresas (La clase, La vida de Adèle), tomaduras de pelo (El árbol de la vidaPulp Fiction), experiencias cinematográficas inolvidables (Bailar en la oscuridadLa cinta blanca) y hasta alguna que otra siesta (Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas). Este año es el turno de Dheepan de Jaques Audiard, título que pegó el campanazo al arrebatarle (eso dicen) el máximo galardón a Carol de Todd Haynes. Vamos a comprobar si la nueva cinta del realizador de De óxido y hueso está a la altura del selecto club de premiados en Cannes.

Dheepan nos acerca a la vida de una familia de pega. Un hombre, una mujer y una niña que han formado una unidad familiar por la única razón de que se parecen a las personas que figuran en los pasaportes que van a utilizar para salir del país. Esta suerte de fraude de identidad es la única opción que tienen para salir de Sri Lanka estos tres refugiados tamiles. Ese poderoso e interesante punto de partida, engancha al espectador, haciendo que nuestro apetito voyeurístico se dispare y quiera saber más sobre el futuro de este hogar de cartón piedra. Su éxodo les lleva a París, pero no a la bella ciudad de las postales, sino a los suburbios. Al mismísimo lugar donde viven los monstruos de la droga y el tráfico de armas. El peor ambiente posible para empezar una nueva vida de cero.

Dheepan

A pesar de volver a contar con un personaje masculino protagonista de empaque (en esta ocasión, un antiguo soldado sanguinario reconvertido a conserje), Audiard vuelve a caer en uno de sus errores más comunes de su obra (¿podemos hablar de marca de autor?): pausar la acción hasta la extenuación. La diletante sucesión de tiempos muertos vuelve a aparecer, la misma que ya hizo que perdiese interés por el pianista chanchullero de De latir mi corazón se ha parado o por su niño salvaje carcelario de Un profeta. En esta ocasión, la repetición de los quehaceres diarios de Dheepan y sus choques, tanto conyugales como con sus convecinos delincuentes, no son sino una mera excusa para rellenar hasta el tan cacareado y comentado final. Hasta ese momento, el hastío y, por qué no decirlo, el aburrimiento dominan al espectador. Es ese estallido tan violento y visceral como previsible y anunciado, el que hace que nos desperecemos de nuestras butacas por un momento. Un clímax que recuerda en demasía a las trazas y al modus operandi del cine de los Coen, justamente los dos hermanos que presidían el jurado que otorgó la Palma de Oro a esta película…

Dheepan es una obra 100% Audiard, pero no llega ni a un 50% de Palma de Oro.

Valoración: ★★½

Crítica: Victoria

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Texto escrito por David Lastra

Tras un verano de excelentes blockbusters (Jurassic World y Mad Max: Fury Road), es el momento de ponernos intensos. El otoño supone el advenimiento de los títulos que los afortunados pudieron ver en los grandes festivales. El primer en llegar ha sido El club de Pablo Larraín, que cumple con la cuota de película polémica de la temporada, ya no queda nada para Dheepan, la injusta Palma de Oro de Jacques Audiard y ahora nos llega la triunfadora de los Lola (los Goya alemanes) Victoria, la que debería ser la gran película de este último cuatrimestre de 2015.

Antes que nada, vamos a hablar del plano secuencia que ocupa todos los titulares sobre Victoria. Si todavía hay algún despistado que no se haya enterado, Sebastian Schipper ha tenido el arrojo de realizar esta película en una sola toma, sin ningún tipo de corte oculto, artimaña en la que sí incurrieron Alfred Hitchcock en La soga o, más recientemente, Alejandro González-Iñárritu en Birdman. La toma única de Victoria es real, increíble y, por qué no decirlo, acojonante. Schipper consigue la sensación más emocionante y agobiante de la temporada gracias a esa continuidad en el plano, así como a una inteligente utilización del tono de los diálogos y los idiomas (el uso del alemán como lenguaje en clave ante la extranjera española). Gracias a la violenta e infinita cámara en mano, la opresión causada por Victoria en el espectador supera increíblemente a la combinación del score de Disasterpeace y el coco invisible de It Follows.

poster_victoria_A4Cámara en mano, conocemos sin cortapisas el devenir de Victoria durante una noche cualquiera en Berlín. Minuto a minuto, paso a paso, vamos descubriendo y (des)conociendo a su nuevo grupo de amigos. Como voyeurs conservadores por naturaleza (a.k.a. espectadores de cine), no sabemos qué hace una chica como ella confiando en unos desconocidos de semejante calaña. Victoria es un híbrido entre la canción de Burning y el modus operandi de Blanche DuBois. Sus decisiones provocarán que la noche termine… Me niego a contar nada más del argumento. La mejor baza para estar en tensión durante todo el metraje de Victoria es el desconocimiento total de su argumento. Gracias a esa ignorancia, podremos identificarnos aún más con la ingenuidad y pureza de la protagonista. En esa ocasión es un crimen saber de antemano de qué va la película, por lo que es de vital importancia abstenerse de sinopsis, tráilers y/o críticas descriptivas. El único atisbo de spoiler lo haré con un recurrente juego de referencias e influencias: lo que comienza siendo una disertación en tiempo detenido al más puro estilo de los hermanos Dardenne termina siendo un vendaval salido de la factoría de Romain Gavras con espídicos toques del Tom Tykwer (no obstante, Schipper es un habitual de su cine, en ese caso como actor).

Demasiado he tardado en hablar de la gran triunfadora del film: Laia Costa (de actualidad también por ser María de Habsburgo en la serie Carlos, Rey Emperador). Su tarea era harto difícil ya que es ella la que soporta el peso del film de manera casi exclusiva, al más puro estilo de la Rosetta de los Dardenne o la Lola de Corre Lola, corre (por seguir utilizando los mismos referentes) y lo logra consiguiendo una interpretación que únicamente merece ser catalogada como ejemplar. Espero que a ese Lola (primera ocasión en que una extranjera es galardonada con ese premio a mejor interpretación femenina) le acompañe el Goya en 2016.

 Victoria. Una mujer. Una ciudad. Una noche. Una toma. Una pasada.

Valoración: ★★★★★

Crítica: B (La película)

Bárcenas

Texto escrito por David Lastra

Mal que nos pese, Luis Bárcenas es uno de los grandes iconos pop de la política española de estas dos primeras décadas del siglo XXI. Sus archiconocidos sobres repletos de billetes se han convertido en un símbolo renovado de la añeja España de la pandereta y el chanchulleo. “¡Ay, mi Bárcenas, que está hecho un mangante!”, que gritaba Carmina Barrios a su pajarraco enjaulado, bautizado en honor al extesorero del Partido Popular, en Carmina y amén. Los papeles de B (inicial de Bárcenas) mostraban la financiación en B (bajo cuerda, vamos,  dinero negro de toda la vida) del PP desde comienzos de los noventa hasta finales de 2008. Gracias al descubrimiento de las metódicas y parcas anotaciones del tesorero, conocimos las cantidades monetarias que circularon mediante sobres por la sede de la calle Génova y, lo que es aún más jugoso, quiénes fueron los receptores de aquellas sumas de dinero. Escondidos detrás de iniciales, el expresidente J.M., el presidente M.R., el exministro R. Rat, entre otros miembros de la plana mayor de la derecha española, aparecieron en los dichosos papeles. Durante los primeros años del caso, B negó y rechazó la existencia de esa financiación en B más veces que P a J. Pero todo cambió el 15 de julio de 2013, fecha en la que B comenzó a rajar y soltar toda la verdad. B (La película) recoge el momento justo de la comparecencia de B sobre B ese día ante el juez Ruz en la Audiencia Nacional.

B (La película) forma parte de la nueva corriente de cine político pero a diferencia de sus coetáneas, decide aparcar la ficcionalización de la realidad sustituyéndolo por una dramatización de los hechos reales. Allí donde J.C. Chandor (Margin Call) o Curtis Hanson (Malas noticias) deciden hacer una obra cinematográfica al uso, David Ilundain opta en su opera prima por realizar una exposición desnuda de las declaraciones más destacadas de la comparecencia de Luis Bárcenas a través de la réplica y contrarréplica de dos actores en un escenario realista. Manolo Solo (El laberinto del faunoCelda 211) es el encargado de dar vida al juez Ruz, mientras que el televisivo Pedro Casablanc (Motivos personales, Isabel) tiene la papeleta de domar al personaje de Luis Bárcenas. Su físico, su capacidad de contestar con la misma entereza (a.k.a. sinvergonzonería) y, especialmente, su dicción de metralleta, le convierten en la perfecta personificación del extesorero.

B la película

La película triunfa en su demostración de que la realidad siempre supera la ficción. Un giro como el acontecido el 15-J es tan sorprendente que ningún guionista se hubiese atrevido a llevarlo acabo en una obra de ficción por miedo a ser tachado de poco creíble o, simplemente, de gilipollas. La osada decisión de Ilundain de aparcar la ficción para abrazar sin concesiones al hecho real se encuentra con un grave escollo: cualquier espectador/a que haya leído la más simple cronología sobre el caso B ya conoce lo destapado en este film, si además ha indagado en la famosa comparecencia la denuncia de B se desvanece. Sin esa supuesta emoción, B puede perderse bajo la simplista denominación de dramatización de los hechos. Una práctica sin ningún tipo de interés fílmico, que sí contextual.

B (la película) es el selfie #nofilter del estereotipo político español.

Valoración: ★★★

Crítica: Anacleto: Agente secreto

Anacleto agente secreto

Texto escrito por David Lastra

Ahora que Steven Spielberg ha vaticinado el final de la hegemonía de los superhéroes en la gran pantalla, el cine español estrena su mejor película de ese género hasta la fecha. “Spain is different”, que se decía antaño. ¿Podemos considerar al personaje creado por Vázquez como un superhéroe? Dadas sus extraordinarias condiciones como espía, elegancia y porte, está claro que podemos situar a Anacleto en una posición más cercana a la comitiva de los Vengadores que a la del funcionariado del CNI. Su primera aventura cinematográfica, de la mano de Javier Ruiz Caldera (Tres bodas de másPromoción fantasma), no ha hecho nada más que confirmarlo: Anacleto es el superhéroe español por antonomasia, con permiso del Superlópez de Jan, claro está (adaptación a la que también echará el diente el propio Ruiz Caldera).

Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, el Capitán Trueno, Makinavaja, el botones Sacarino, … uno a uno, la plana mayor del noveno arte español ha ido pasando por la pequeña o la gran pantalla. Unos con algo de suerte (el primer acercamiento de Javier Fesser a los personajes de Ibáñez no estaba nada mal, aunque con tanto reboot à la Spider-man han terminado por enturbiar la saga), pero la mayor parte han contado con unos estrepitosos resultados tanto de crítica como de público. ¿A alguién le gustó El Capitán Trueno y el Santo Grial? Mejor dicho, ¿alguien la ha visto? Con el anuncio del proyecto de traslación de Anacleto al celuloide, volvió el miedo. Otra cagada más se avecinaba. Pero el resultado final difiere con creces a lo proclamado por los agoreros.

Anacleto: Agente secreto es una notable adaptación de las viñetas de Vázquez y una excelente película de acción. El film está hecho tanto para contentar a los entendidos del cómic (que la primera imagen sea el protagonista caminando por el desierto es una pasada y la SPOILER de Anacleto también) como a los tragablockbusters más exquisitos. Si bien el Anacleto original era un híbrido cañí entre James Bond y Maxwell Smart, su doble cinematográfico se crece, añadiendo a ese cóctel la resistencia y la lucha por la supervivencia de Jason Bourne y el carácter de héroe de acción de Ethan Hunt. El endiablado ritmo de Anacleto sorprende y hace que se despegue de la anquilosada estructura narrativa casposa que puebla el cine español. Como si de una entrega de la saga de Misión: Imposible se tratase, la sobredosis acción comienza desde el primer minuto con la contundente fuga de Vázquez, némesis oficial del agente secreto, que se encontraba bajo la custodia de Anacleto. La lucha y persecución entre el bien y el mal se complementa con la necesidad del agente de proteger a su vástago, que hasta la fecha no tenía ni idea de que su padre era un superespía. La gran novedad es que el chaval no es un adolescente, sino un treintañero calzonazos que trabaja por las noches de agente de seguridad en un gran almacén y cuyo mayor vicio son los videojuegos. En resumen, el paradigma del superhombre nietzscheano de nuestra generación.

Anacleto agente secreto

A pesar de ser una película dirigida al gran público, se agradece que Anacleto: Agente secreto no sea pacata o conservadora. Su trama y resolución de problemas puede ser sencilla, de tebeo podríamos decir, pero no por ello trata al espectador como un estúpido. El villano de turno, el gran Vázquez es un hijo de puta de manual (Carlos Areces en su mejor papel no televisivo) y no porque haya niños en la sala va a coartarse. Es justamente en los momentos más proclives a realizar concesiones al respetable, donde el film se pone más violento. Todo ello sin perder su tono absurdo por ello. El buen hacer de Ruiz Caldera tras la cámara y el notable guión de Pablo AlénBreixo Corral Fernando Navarro (los dos primeros repiten con el director tras Tres bodas de más) dotan de consistencia al film, pero es la labor de los dos protagonistas la que engrandece el resultado. 

El Anacleto de Imanol Arias debería servirle para colocarse en la lista de sucesores de Daniel Craig en la saga de 007, por encima de Tom Hardy o Idris Elba. Es un placer volver a encontrarse con Imanol en la gran pantalla y recordarnos que él no es solamente Don Antonio Alcántara (que no sería poco), sino que es toda una leyenda del cine español. No debería extrañarnos que le cayese su quinta candidatura a los Goya por este papel. Hace tiempo que Quim Gutiérrez dejó de ser la gran esperanza blanca del cine español, para ser la realidad. Payaso oficial de Daniel Sánchez Arévalo, ya nos demostró su suerte como héroe en la infravalorada Los últimos días, epopeya apocalíptica de los hermanos Pastor. En Anacleto, Quim se supera. No solo pega porrazos como el que más, estando a la altura en todas sus escenas de acción, sino que se confirma como un verdadero maestro del humor físico. Su característico tartamudeo nervioso y su condición de “pobre hombre” con un toque cafre, dotan al personaje del realismo necesario, llevándose como premio las carcajadas más sonoras por parte del respetable.

Va a ser verdad el dicho de que “Anacleto nunca falla”, porque vaya peliculón que nos ha traído.

Valoración: ★★★★

Crítica: Un día perfecto

un día perfecto

Texto escrito por David Lastra

Se podría decir que el 14 de diciembre de 1995 fue uno de aquellos días que podemos denominar como perfecto. En esa fecha se firmaron los Acuerdos de Dayton, el tratado de Paz que supuso el final de la Guerra de Bosnia. Contienda que en no menos de tres años, se saldó con más de cien mil muertos, miles de mujeres violadas y casi dos millones de desplazados. Aunque ignorada (por no decir manejada) por las grandes potencias en su época, este acontecimiento bélico ha provocado unas cuantas obras fílmicas notables (la oscarizada En tierra de nadie de Danis Tanović y el Oso de Oro de Jasmila Žbanić por Grbavica) o En tierra de sangre y miel de Angelina Jolie. El último en unirse a este selecto club ha sido Fernando León de Aranoa con Un día perfecto.

En lugar de abordar alguno de los grandes hitos del conflicto, como podrían ser la masacre de Srebrenica o las violaciones masivas de mujeres musulmanas por parte de las fuerzas serbias, Un día perfecto se centra en un hecho cotidiano, que no nimio: un cadáver de un hombre gordo (el tamaño de la mole es un dato argumental importante) aparece en el fondo de un pozo; si en menos de un día no se saca el cuerpo, quedará contaminado, dejando sin suministro de agua a varias poblaciones de la región. En vez de idear una investigación sobre las causas del asesinato o las identidades de la víctima y el asesino, Fernando León de Aranoa sigue fiel a su perfil de cronista de historias mínimas. Tan ágil como el primer día (o como en su primer largometraje), demuestra que lo suyo es construir historias de ficción con una tremenda base real. En esta ocasión se sirve de la labor de los cooperantes en zona de conflicto que ha conocido de primera mano y, especialmente, en la novela de Paula Farias sobre el conflicto de Kosovo. En esta ocasión, el cambio geográfico no importa, ya que estamos ante la misma mierda de guerra con distinto nombre.

Los cooperantes de Un día perfecto ven la evacuación del gordo como un mero trámite en su agenda. La acción transcurre sin imprevistos hasta que la cuerda con la que han construido la polea se rompe. Es justo en ese momento en el que los espectadores nos unimos a la historia. A priori, la solución parece fácil: encontrar una cuerda nueva y así poder continuar con la evacuación del cabrón del gordo (sic). A lo largo de estas veinticuatro horas, nuestros protagonistas verán que no están en un lugar cualquiera, sino en medio de un(os) país(es) roto(s). Un dato conocido por ellos, pero que no por ello deja de sorprenderles.

Pese a estar situados en un contexto internacional, los personajes de Un día perfecto siguen los cánones del cine de León de Aranoa. Estos cooperantes comparten el sustrato irónico ante las adversidades de los parados de Los lunes al sol, la esperanza idealista de las princesas de Princesas o el mismo rechazo a las convicciones de las autoridades de los chavales de Barrio. Estos ingredientes comunes desembocan en una de las marcas de autor más loables del realizador: la creación de un sentimiento de comunidad entre sus personajes tremendamente creíble para el espectador. Esta creación ficticia, pero puramente real, hace que los personajes esta película funcionen, sino a la perfección (calificativo que vendría a cuento por el título), sí de manera notable siendo estos momentos de unión (y confrontación) de los miembros del equipo lo más certeros del film.

un día perfecto

Ni una sola gota de sangre se muestra durante el metraje, si acaso algún resto sanguinolento reseco. León de Aranoa prefiere mostrarnos los restos del naufragio. Las ruinas, los perros hambrientos, los cuerpos en descomposición. El realizador defiende la necesidad de mostrarnos el horror de la guerra a través de un ejercicio de ficción realista, alejada del recurso poético. Una decisión loable si no fuese por el empeño de acompañar una escena dramática con otra contemplativa con un hit musical .Un esquema demasiado burdo y que repite a lo largo del film.

La naturaleza internacional del reparto de Un día perfecto queda como un simple dato anecdótico, ya que León de Aranoa no cambia ni un ápice su manera de hacer cine ante ese dato. De todos es sabido que un gran nombre al frente del cartel (o dos actores oscarizados, como es este caso), suele hacer que el modus operandi del director español de turno se tambalee y roce la prostitución fílmica. Este no es el caso, y se agradece. Los citados oscarizados actores son Benicio del Toro (Traffic) y Tim Robbins (Mystic River), que encarnan a los perros viejos, cooperantes curtidos en varios conflictos que no les tiemblan las manos ante los horrores de la guerra, pero que no han perdido su toque idealista y sensible. Completan la expedición una cooperante recién llegada (Mélanie Thierry, objeto de deseo en el último Terry Gilliam hasta la fecha, The Zero Theorem), un intérprete (Fedja Stukan, que ya apareció en En tierra de sangre y miel), una analista de conflictos (Olga Kurylenko, chica Bond en Quantum of Solace y chica Cruise en Oblivion) y un niño en busca de un balón nuevo.

Un día perfecto es una fábula que aunque diste de ser perfecta y pueda o no gustar, es completamente necesaria, como toda la filmografía de Fernando León de Aranoa.

Valoración: ★★

Crítica: Mala sangre

Mala sangre

Texto escrito por David Lastra

“¿Conozco al menos la naturaleza? ¿Me conozco? Basta de palabras. Sepulto a los muertos en mi vientre. ¡Gritos, tambor, danza, danza, danza, danza!” Arthur Rimbaud despotrica contra todo bicho viviente (francés) en su pasaje Mala sangre de Una temporada en el infierno. ¿Existe relación alguna con la obra homónima de Léos Carax? El ostracismo, la impotencia y la consiguiente relación violenta del protagonista de ambos trabajos ante su existencia es similar. La indecisión de Alex (Dennis Lavant) ante la posibilidad de una nueva vida tras su reciente condición de huérfano, idéntica (“La última timidez y la última inocencia. Está dicho. No mostrar al mundo mis ascos y mis traiciones. ¡Vamos! La caminata, el fardo, el desierto, el hastío y la cólera”); su espanto ante qué compañero de viaje tener coincide absolutamente (“¿A quién alquilarme? ¿Qué bestia hay que adorar? ¿Qué santa imagen atacamos? ¿Qué corazones romperé? ¿Qué mentira debo sostener? ¿Entre qué sangre caminar?”). Aunque puede que el título no tenga nada que ver. Cabe la posibilidad de que un ajado ejemplar de Una temporada en el infierno sobresaliese en su estantería, que Carax abriese el libro y, por arte del azar, Mala sangre apareciese ante él. ¿Intensidad buscada o fruto del azar? Si nos atenemos a la técnica compositiva de Jean-Luc Godard, padrino visual confeso de Carax, nos deberíamos decantar por la segunda, ya que es de todos conocido que el maestro JLG tenía la costumbre de abrir libros al azar y hacer que sus bellos actores y actrices decantasen un pasaje cualquiera ante la cámara, sin importar en demasía su contenido. Sea lo que sea, lo que no podemos negar es que sin la elegante virulencia de Rimbaud, Carax realizaría este tipo de películas. Así que la naturaleza del título no es del todo importante. He aquí su primera gran obra maestra, que me perdone Chico conoce chicaMala sangre.

Su naturaleza extraterrestre hace que sea casi imposible englobar con una simple etiqueta a Léos Carax. Podríamos inventar un término híbrido como romántico extremista para denominarle. Un palabro bajo el que pocos cineastas podrían encontrarse, si acaso Gaspar Noé, por sus obras Irreversible y, especialmente, Enter the Void. La visión del amor de ambos es puramente sensible, pero sin caer en la sensiblería. Un cine inocente, desnudo, infantil y tremendamente transgresor. Carax explotaría esas señas de identidad en sus dos obras posteriores: Los amantes del Pont-Neuf y, principalmente, Pola X. Estas marcas de romanticismo extremo se encuentran presentes el Mala sangre pero de una manera más suavizada (que no dóciles). Su historia se estructura siguiendo la fragmentación y la poética de las primeras obras de la Nouvelle vagueCarax juega con los arquetipos de las historias de maleantes de los primeros filmes de François TruffautClaude Chabrol y del propio Godard. Golpes imposibles, jugarretas, perros viejos, damiselas, malos malísimos y la figura del héroe. Pero es en esta figura del héroe donde Carax explota su elemento discordante. Lejos de la seguridad de Michel Poiccard en Al final de la escapada, el héroe (o antihéroe) de Carax bebe del malditismo del citado Rimbaud y de una insolencia y una falta de madurez que recuerdan al demonio creado por J.M. Barrie. No obstante, las facciones de un Lavant veinteañero son las perfectas para encarnar a un Peter Pan recién deportado de Nunca Jamás.

Mala sangre

Huidizo de sus responsabilidades, tanto provenientes por su legado paternal (una mente y un cuerpo para el delito) como por las de un amor correspondido, Alex decide cortar con todo y huir a la playa (otro guiño a la nouvelle vague). Para ello tiene que dar un último gran golpe. Todo parece sencillo hasta que el azar le golpea. Una situación novedosa para un trilero de su entidad. La chica de su nuevo jefe (otra leyenda del cine europeo, Michel Piccoli) es una mujer con la que se cruzó (o no) una vez en el autobús y ante la que cayó tremendamente prendido. Anna es un amalgama de los personajes interpretados por Anna Karina para Godard, fundamentalmente su Odile en Banda aparte y Nana de Vivir su vida. La cara de Juliette Binoche junto a los problemas de ser inalcanzable por amar esta a otro. Ella representa el amor idealizado, la perfección hecha compañera.  Hasta ese momento, Alex había vivido un tórrido romance junto a la bella y joven (menor) Lise (insultantemente bella y perfecta Julie Delpy), pero ella comete el crimen de quererlo sobre todas las cosas. Ella es el amor moderno. Ella es sexo con amor. Ella está abocada al fracaso. No sabe que el soñador y el romántico siempre preferirá el amor no correspondido a un orgasmo. “God and man, don’t believe in modern love” que berrea David Bowie en el rupturista plano secuencia (con un pequeño corte) musical que protagoniza Alex.

Y hasta el último momento no hablamos del contexto futurista del film, una de las cosas más publicitadas del film y que realmente no es sino un mero macguffin: el mundo en el que habitan los personajes está siendo devastado por una enfermedad de transmisión sexual que responde a las siglas de STBO y una posible vacuna para ese virus es el objeto que la banda de Alex quiere robar. Esta pandemia acaba con aquellos que realizan el acto sexual sin amor. ¿Culpabilidad cristiana? No, romanticismo puro. De la misma manera en que no podíamos encontrar una etiqueta generalista para su director, tampoco podemos catalogar a Mala sangre como una distopía. Situación similar a la que nos encontrábamos en la más reciente Mommy, de Xavier Dolan y su ley S-14.

Mala sangre es radicalismo, romanticismo, Bowie, amor, amor, amor, amor, o lo que es lo mismo “¡hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, danza!”.

Valoración: ★★★★★

Crítica: Una dama en París

Una dama en París

Texto escrito por David Lastra

Por muchos manuales, posts y artículos de revistas que existan, el axioma es impepinable (valga la redundancia): se nace mujer parisina, no se llega a serlo. Catherine Deneuve, Juliette Binoche, Isabelle HuppertJulie DelpyIsabelle AdjaniAnouk Aimée, Brigitte BardotEva GreenMarion CotillardEmma Watson son mujeres parisinas (sí, Hermione nació en la Ciudad de la luz). Esa tópica amalgama antropomórfica de elegancia, inteligencia, erotismo y rebeldía es algo inalcanzable para el resto de l@s mortales. Pero sobre todas estas mujeres parisinas, existe una figura que gobierna a todas: la Dama de París. Mujeres de París hay muchas, pero Dama solo hay una y esa es Jeanne. Madame Moreau reina sobre todas ellas desde que sus patitas nos encandilasen a ritmo de Miles Davis mientras deambulaban noctámbulas por las calles de París en Ascensor para el cadalso. “La mejor actriz del mundo” (según Orson Welles y yo) nos ha regalado objetos de deseo (El proceso), carreras por el Louvre (Jules y Jim), sirvientas advenedizas (Diario de una camarera) y se ha especializado en solitarias mujeres burguesas ahogadas en sus relaciones (Los amantesModerato cantabile, La noche). Ahora, a sus ochenta y muchos, Jeanne nos uestra otra etapa de esa mujer solitaria en Una dama en París, bajo la dirección de Ilmar Raag (Klass), demostrándonos que una mujer de la tercera edad no es un ficus, sino que sigue sintiendo como el primer día.

Pero no nos adelantemos, la protagonista oficial de esta historia es Anne, mujer estoniana divorciada, que tras la muerte de su madre, acepta un trabajo como cuidadora de una anciana en París. Lejos de cumplirse sus sueños de babysitter, se encuentra conque el panorama es muy diferente al que esperaba: Frida, la mujer en cuestión, no es una inválida impedida, solo está un poco torpe, y no acepta de buena gana la llegada de ayuda. Pero esta película no muestra la típica historia de choque entre anciana reguñona, pero con buen corazón, y su  pobre criada, en la que una aprende de la otra y al final todos se funden en un abrazo y son felices. Aunque Anne aprende bastante sobre ser una señorita de París (cambio de vestuario, maquillaje, pose) gracias a Frida, los mazazos de la octogenaria duelen y le recuerdan a Anne que siempre será una cateta estoniana. La evolución del personaje interpretado por Laine Mägi (que repite con Raag tras Klass, y cuyas facciones recuerdan a las de mi querida y añorada  Susanne Lothar, rostro oficial de la mujer sufridora centroeuropea) es bastante típica (mujer que se redescubre al salir de su casa y conoce un nuevo mundo), pero es su partenaire la que salva la película.

Una dama en París

Al igual que Anne, Frida es de origen estoniano, pero lleva viviendo toda la vida en París. Utilizando el tópico de mujer hecha a sí misma, ha sabido subir desde los bajos fondos hasta lo más alto, convirtiéndose en una mujer parisina. Sí, esto desmontaría la regla expuesta en el primer párrafo, pero es que esta Frida está interpretada por Jeanne Moreau (a.k.a. la Dama de París), haciendo que todo resulte coherente. Nadie como ella podría llevar esos Chanel. En su día a día, mata el tiempo leyendo, tomando té, sufriendo sus desamores y siendo una perra, porque siempre lo ha sido y no siente necesidad alguna de cambiar. La redención es un invento de las películas y del cristianismo. Jeanne compone una interpretación notabilísima, robando todas las escenas en las que aparece (y siendo añorada en las que no está) y protagoniza uno de los momentos cinematográficos del año: tumbada en la cama, abrazada a su antiguo amante (mucho más joven que ella, ¿algún problema?), le abre la camisa, comienza a palparle el pechoy baja hasta la entrepierna de él. Él le pregunta que qué está haciendo, respondiendo ella con un certero “Recordando”. Esta visión de la sexualidad en la tercera edad rezuma buen gusto y realidad, pareja a la de los dos protagonistas de esa joya llamada Le week-end y alejada completamente del despiporre cacaculopedopis de la saga Marigold.

Una dama de París es la crónica crepuscular de una mujer que sigue con ganas de ser arrollada por el torbellino de la vida (pun intended), aunque la sociedad se empeñe en que ya ha llegado al final de su camino.

Nota: ★★★½