El cuarto pasajero: vigila con quién viajas

David Lastra

La política provoca extraños compañeros de cama, pero seguramente no resulten ni la mitad de peculiares e incómodos que las conversaciones que hemos establecido durante horas en los temidos viajes compartidos por carretera. La precariedad, unida a los cada vez peores horarios y combinaciones en trenes y autobuses, han provocado que la utilización de este tipo de servicios de vehículos compartidos haya terminado convirtiéndose en la única solución para las estacionales visitas familiares a provincias. Una tensión que algunos disfrutan, y que otros muchos sufrimos hasta la extenuación. Ante este nuevo drama generacional, no es de extrañar que terminase apareciendo reflejado en el arte con más o menos premura. Hace un añito nos montamos en ese peculiar viaje a Cieza que fue Con quién viajas de Martín Cuervo y, ahora, nos llega el reverso tenebroso de la mano de Álex de la Iglesia (30 monedas) con El cuarto pasajero.

Puede que Julián (Alberto San Juan, Sentimental) presuma de trabajo en una pedazo de empresa que tiene nosecuantas sucursales en el extranjero, pero lleva unos cuántos mesecitos ofertando en una aplicación de esas, los viajes de Madrid-Bilbao ida y vuelta que realiza cada semana. Lorena (Blanca Suárez, Las chicas del cable) es una de sus pasajeras fijas. Una mujer (casi) treintañera con una maleta de rayas y un empleo bastante precario en la gran ciudad, y que visita a sus progenitores cada fin de semana. En el viaje de hoy, les acompañarán un informático poco agraciado, y un misterioso hombre llamado Juan Carlos (Ernesto Alterio, Un mundo normal). Sobre el papel o, mejor dicho, sobre el portal de la aplicación de viajes, ninguno de ellos supone un verdadero impedimento para los planes que Julián tiene para el viaje de hoy: durante este viaje declarará su amor incondicional a Lorena. Ella le corresponderá, y ambos reconstruirán sus vidas juntos. O no. Porque al final el informático es su primo es un morenazo hippiesco vivalavida que podría ganarse la vida como modelo (Rubén Cortada, modelo en la vida real y actor, El príncipe), y Juan Carlos resulta ser un verdadero dolor de…

Desde el primer monólogo de Alberto San Juan y los gags iniciales de la película, Álex de la Iglesia no esconde sus cartas en ningún momento. Aquí hemos venido a por el taquillazo. Puede que el producto posea realmente algún que otro momento delirante propio de ese toque de humor rápido y directo que nos tiene enamorados de su cine desde hace treinta años, como son el altercado en la gasolinera o el propio componente absurdo del personaje de Juan Carlos, pero no llegamos a disfrutar al cien por cien de la marca De la Iglesia. Vale que tenemos nuestro humor burro y más o menos zafio, la aparición estelar de Enrique Villén, a Roque Baños y hasta a una pequeña horda que persigue a los protagonistas, pero no es lo mismo. En esta ocasión, parece que la intención de petarlo sí o sí en taquilla (y posteriormente en todos los puñeteros hogares a través de las plataformas y demás canales tradicionales) pesa demasiado. Realmente ese afán por los números no debería suponer un problema. No deberíamos olvidar que alguno de los mayores taquillazos patrios de las últimas décadas llevan su firma y que, un remake a priori completamente impersonal como fue Perfectos desconocidos, funcionaba a la perfección. Pero en esta El cuarto pasajero, la fórmula De la Iglesia no termina por arrancar del todo y decepciona un poco.

¿Hay risas? Obviamente hay risas en El cuarto pasajero. Pocas mentes más ágiles y graciosas que las del tándem formado por De la Iglesia y Jorge Guerricaecheverría (La comunidad) han existido en nuestro cine, por lo que alguna que otra carcajada a lo largo de la película está asegurada. Especialmente, cuando el personaje de Ernesto Alterio se pone extremadamente cargante como fiel embajador de ese estereotipo tan puramente español que es el pícaro cuñado sabelotodo que no vale para nada más que embaucar y traer desgracias a todo el mundo que le rodea. A pesar de ser odioso y hostiable a más no poder, el Juan Carlos de Alterio es el verdadero triunfador de la película. Gracias a sus rápidas réplicas y su discurso sinsentido es el que más risas provoca. Ernesto Alterio vuelve a demostrarnos una vez más lo excelente actor de comedia que es y nos regala esa sensación tan reconfortante que es verle sacar de quicio a Alberto San Juan en la gran pantalla por enésima vez.

El cuarto pasajero es la obra más mainstream de Álex de la Iglesia hasta el momento. No deja de ser Álex de la Iglesia, pero no es el Álex de la Iglesia al que nos tiene acostumbrados. Una obra menor que no cuenta ni siquiera con los destellos que cuentan su desbocada serie 30 monedas o ese divertimento en forma de giallo llamado Veneciafrenia. Eso sí, no llega ni de lejos al nivel que fue ese descalabro llamado La chispa de la vida. La decepción con esta El cuarto pasajero no quiere decir que Álex de la Iglesia haya vendido su alma, pero sí parece desprender que el cineasta ha decidido dejar aparcado su genio en esta ocasión. En esta ocasión, mi valoración al conductor de este accidentado viaje en coche compartido es de dos estrellas y media, pero tengo fe en que el siguiente vuelva a ser uno de esos de cinco sobre cinco al que me tiene acostumbrado.

Nota: ½

Veneciafrenia: ¿Quién puede matar a un turista?

David Lastra

¡Están jodiendo el barrio! La dichosa gentrificación de las pelotas está acabando con todas las señas de identidad de nuestra ciudad. En nada va a ser completamente imposible tomarse un café o encontrar un puñetero tomate a un precio módico. Al final tendremos que mudarnos a una de esas ciudades dormitorio si el precio del alquiler sigue subiendo al ritmo que vamos. ¿Los culpables? Los malditos turistas. Con sus ridículas vestimentas, sus malas maneras y sus billes. Ese sucio dinero que salva gran parte de la economía de un país de servicios como es el nuestro. Es lo que tiene haberse convertido en la mayor barra de bar de Europa. Álex de la Iglesia (La comunidad) nos propone una solución a esa relación amor-odio con el turismo masivo: matarlos a todos. Que no quede ninguno. Bienvenidos, pasajeros con destino a Veneciafrenia. Lo sentimos, pero después de este viaje, no querrán pisar la célebre ciudad italiana. Realmente, no nos extrañaría para nada que no quisiesen volver a salir de su maldita ciudad en sus puñeteras vidas.

Nuestra aventura comienza como toda buena película de miedo, con una aparente buena idea. Un grupo de colegas decide visitar una ciudad de ensueño para pasárselo fetén durante un par de días. Lo que en un principio iba a ser un viaje de parejitas, se  ha convertido en una suerte de despedida de soltera de Isa (Ingrid García-Jonsson, Hermosa juventud). A la cita no ha faltado su mejor amiga, Susana (Silvia Alonso, Hacerse mayor y otros problemas), Arantza (Goize Blanco, Los favoritos de Midas) y su novio Javi (Nicolás Illoro, El Cid), hasta el pesado de su hermano José (Alberto Bang, 30 monedas) se ha apuntado a última hora. Vamos, los de siempre y el acoplado de turno. Como se dice también en las pelis de miedo, este será un viaje que nunca podrán olvidar.

Después de Madrid y Cartagena, Álex de la Iglesia se atreve ahora con la bellísima Venecia. Una de las ciudades más maltratadas a nivel mundial por ese turismo abusivo. Más de veinticinco millones de personas que llegan en esos monstruosos barcos de crucero. Hordas de muertos vivientes que la visitan, fotografían y guarrean más o menos sin querer. Una situación insostenible que ha enriquecido y empobrecido por partes iguales a la ciudad. Creyéndose ajenos a ese problema, nuestros turistas españoles son recibidos por las dos caras de esa Venecia: tanto por el currito con buena cara al que los cienes de viajes diarios que hace con su taxi acuático le dan de comer (Enrico Lo Verso, Alatriste), como la de un histriónico arlequín que cree el mítico bufón Rigoletto de la ópera de Verdi (Cosimo Fusco, el que fuera Paolo en Friends y a quien De la Iglesia ya recuperó en la primera temporada de 30 monedas). Aunque este primer avistamiento del peligro les meta el miedo en el cuerpo, no es nada tan problemático que no pueda solucionarse con una buena ronda de chupitos, una cena y un pedazo de rave disfrazados como si fuesen los peleles de Rondó Veneziano. El problema vendrá la mañana siguiente, cuando comprueben que su noche en plan destroyer no solo les ha dejado a cambio una severa resaca, sino que Venecia se ha cobrado ya su primera víctima.

En Veneciafrenia, De la Iglesia vuelve a hacer gala de su maestría a la hora de rodar terror. En esta ocasión, aceptando las sagradas leyes del slasher a rajatabla. Tenemos jóvenes acuchillados, asesinos casi sobrenaturales, alguna que otra mala decisión que acaba peor, unos investigadores que siempre van un par de pasos atrás y alguna que otra doble cara. Veneciafrenia es una delicatessen para todo amante el género. Gracias a su ritmazo, sus agobiantes atmósferas (la otra cara de esos callejones nocturnos que tanto nos han enamorado en otras ocasiones ahora se convierten en espantosos laberintos gracias en parte a la excelente partitura de Roque Baños que acompaña las persecuciones) y cierto arrojo a la hora de darnos todo lo que esperamos de una historia de este tipo, pero sabiendo sorprendernos igualmente con alguna de sus resoluciones.

Un interesante juego entre asesino, turistas y espectador, en el que nosotros tenemos un poquito más de información que los personajes atacados, un guiño a uno de los grandes géneros italianos por excelencia: el giallo. Fenómeno cinematográfico que reinó durante las décadas de los sesenta y los setenta, gracias a las obras de Dario Argento (Rojo oscuro) o Mario Bava (La muchacha que sabía demasiado) y que, de vez en cuando, resucita con honrosos experimentos como son AmerEl extraño color de las lágrimas de tu cuerpo de Hélène Cattet y Bruno Forzani, y la alocada Call TV de Norberto Ramos del Val. Por su parte, De la Iglesia decide beber de esa crueldad morbosa tan característica del giallo, torturando a sus protagonistas hasta el extremo con estiletes infinitos, algún que otro giro absurdo sacado de la manga que solo aceptamos en este tipo de películas y cuidando la sospechosa figura del comisario (Armando de Razza, el mismísimo profesor Cavan de El día de la bestia), arquetipo fundamental en este género.

Durante nuestra estancia en Venecia, De la Iglesia juguetea con nosotros a lo largo de la investigación de los crímenes como todo giallo, pero nos atiza hostias a diestro y siniestro como un buen slasher. Bueno a nosotros literalmente no, pero no hay ningún miembro de la pandilla que se libre de sufrir la vendetta veneciana. Esa es otra de las bondades de Veneciafrenia, todo el mundo corre peligro, nadie está a salvo. Un carrusel de torturas repleto de referencias a los clásicos y en el que De la Iglesia se muestra algo más cauto de lo normal, aparcando alguna de sus soluciones habituales en su cine cuando la tensión y los acontecimientos van escalando. Ese amor por los referentes y ese desenfreno supuestamente más calmado, benefician notablemente el desarrollo de esta locura con frenos que es Veneciafrenia.

Las interpretaciones del grupo de amigas brilla a la hora de reflejar ese absurdo en el que se han visto metidas. Ingrid García-Jonsson clava el desquicio creciente a medida que va avanzando la trama. Ella no tiene madera de final girl, pero pone todo de su parte, aunque muera en el intento… o no. Pero si alguien roba la función, además de un exageradísimo Cosimo Fusco como el bufón, esa es Silvia Alonso. No es de extrañar que si ella era capaz de brillar en ese pestiño llamado Hacerse mayor y otros problemas, cuando cuenta con un buen personaje, se crezca de lo lindo. Ella es el personaje con el que siempre empatizamos en los slashers y con el que siempre querríamos hacer equipo si nos encontrásemos en una situación extrema como esta. Ella tiene cabeza, humor y sangre fría. Los elementos indispensables para salir viva de las islitas que conforman Venecia… o no.

¿Quién se iba a imaginar que un simple finde largo en Venecia iba a terminar peor que las vacaciones de Evelyn y Tom en Almanzora? Menudo viaje que nos has dado, Álex. Pensaba que éramos amigos.

Nota: ★★★★

El bar: Descenso a los infiernos de Madrid

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No cabe duda de que Álex de la Iglesia es uno de los cineastas con más personalidad del panorama nacional. Con El día de la bestia y la que es su gran obra maestra, La comunidad, el director bilbaíno asentó las bases de su cine y se afirmó como una de las grandes esperanzas del fantástico en España. Aquellos días quedan ya lejos, pero no se puede negar el efecto que las primeras películas de Álex de la Iglesia ejercieron en el mercado autóctono (y parte del extranjero), más dispuesto a arriesgar y dar carta blanca a nuevos realizadores de fantaterror que han seguido sus pasos. Que directores como De la Iglesia o Nacho Vigalondo tengan libertad para seguir experimentando y llevando las ideas más demenciales a nuestras pantallas es ya motivo de celebración. Ahora bien, no lo es todo.

Trabajos más recientes de De la Iglesia como Balada triste de trompetaLas brujas de Zugarramurdi Mi gran noche, han permanecido fieles a su visión, pero se han quedado a medias en muchos sentidos, con una cosa muy evidente en común: potencial malgastado. Con su nuevo film, El Bar, el prolífico director sigue ese mismo camino, planteando una premisa genial y llena de posibilidades que nos divierte y nos ilusiona hasta que se va todo al traste y llega el inevitable bajón. Esta es ya la tónica (Schweppes) del director, por lo que es aconsejable hacerse a la idea y disfrutar de todo lo que la película tiene que ofrecer, que, a pesar de la decepción, es mucho.

El bar es un thriller coral en clave de comedia ambientado en el centro de Madrid. Como las últimas obras de Vigalondo (Open Windows) o Eugenio Mira (Grand Piano), la película parte de una idea sencilla para desarrollar un adictivo entramado de misterio que se apoya en los mecanismos narrativos del cine de Hitchcock y el whodunit clásico para luego dinamitarlo a base de acción, paranoia y giros sorprendentes. Son las 9 de la mañana, y un heterogéneo grupo de desconocidos desayunan en una cafetería de toda la vida, regentada por una señora de toda la vida (una de las musas de De la Iglesia, Terele Pávez) y su casi-hijo (Secun de la Rosa): entre otros, una pija que se desvía de su camino a una cita (Blanca Suárez), un hipster barbudo (Mario Casas), un ama de casa con afición por las tragaperras (Carmen Machi) y un vagabundo con los cables cruzados y tendencias proféticas (Jaime Ordóñez). Uno de los clientes se marcha a toda prisa, y al salir por la puerta, recibe un disparo en la cabeza y es tumbado frente al bar. A continuación, las calles se quedan desiertas, y los demás no se atreven a salir, temiendo lo peor. En las noticias hablan de un incendio en el centro de Madrid, pero ellos saben que solo es una tapadera para encubrir la verdad. A partir de ahí y sin moverse del local, todos harán lo posible por descubrirla y sobrevivir.

El bar plantea una situación límite para reflexionar sobre hasta dónde estamos dispuestos a llegar para salvar el pellejo. Un experimento que pone a prueba a un grupo de personajes de procedencias y personalidades muy diversas en un contexto de crisis económica, desinformación y forcejeo entre pasado y presente, en el que no hay enemigos claros, donde el monstruo al que se enfrentan es el miedo y la ignorancia. Ese es el mayor acierto de El bar, que durante sus ágil primera mitad propone un puzle que transcurre a base de diálogos ingeniosos, punzantes y a menudo hilarantes que nos hablan de los prejuicios y la desconfianza que condicionan a la sociedad actual, mientras que, a su vez, se desarrolla como un thriller fantástico en el que todo es posible. Un virus, una invasión extraterrestre, una epidemia zombie… Cualquier opción es tan loca como plausible en El bar, y lo que no sabemos es lo que da forma al misterio. Sin embargo, el whodunit no tarda en resolverse, y lo que sigue a continuación es una lucha de poder entre unos desconocidos convertidos en salvajes por las circunstancias. Asistir al derrumbe emocional de los personajes, a las revelaciones sobre sus personas, a su transformación en bestias, es lo que hace que El bar sea tan eficaz y divertida. Hasta que deja de serlo.

El mejor Álex de la Iglesia parece haber vuelto en la primera mitad de El bar, pero es solo un espejismo. El tercer acto hace que la película se le vaya completamente de las manos. Si la mayoría de sus films culminan en las alturas, el clímax de El bar tiene lugar en las profundidades, concretamente en las alcantarillas de Madrid, donde los supervivientes viven, literalmente, su descenso a los infiernos infestados de ratas y cucarachas. Una oportunidad de oro que De la Iglesia aprovecha para llevar un paso más allá el elogio a la asquerosidad, el feísmo y la mugre que suele caracterizar a su cine y que en esta película se convierte en una sinfonía de fluidos, primeros planos de bocas podridas disparando saliva, colillas y mierda flotante que parece vivirse en 3D y Odorama (para taparse los ojos como en el terror más traicionero). Pero a lo que iba, en este desenlace alargado hasta la extenuación, De la Iglesia favorece la acción por la acción (como de costumbre), con 20 minutos de persecución pesada y repetitiva que dejan algo muy claro: si hay una película que debería haber durado 80 minutos es esta.

No obstante, hasta que la acción se traslada a las alcantarillas, El bar nos da bastantes alegrías. Los que admiramos el cine de De la Iglesia nos encontramos en ella con todo aquello que nos gusta de él, tan excesivoanimal y lleno de mala leche como siempre: su pericia filmando las escenas de acción, una puesta en escena impecable (es un decir, que se regodee tanto en la suciedad no hace sino convertir la experiencia en algo más incómodo, violento y visceral, que es la idea), un manejo de la cámara y un montaje que transmiten a la perfección la tensión, la claustrofobia y la ansiedad de la historia (aunque también se usen para ejecutar una repugnante escena sexista de explotación desde todos los ángulos posibles del físico de Blanca Suárez), un reparto de excepción que pone de manifiesto la buena dirección de actores que siempre lleva a cabo (todos están fantásticos, en especial Pávez, De la Rosa y Machi). Y hasta que se atrofia, un ritmo muy solvente que invita a dejarse llevar y disfrutar.

El bar está lejos de ser un descalabro (su primera parte es brutal y en general supone una mejora considerable con respecto a Mi gran noche), pero no es la gran película que podría haber sido. Por culpa de un guion sin pulir (escrito como de costumbre junto a Jorge Guerricaechevarría) y la falta de autocontrol de De la Iglesia, esta supone otra oportunidad desaprovechada.

Pedro J. García

el-bar-blu-rayEl Bar ya está a la venta en España en formatos Blu-ray y DVD de la mano de Sony Pictures Home Entertainment.

La edición incluye los siguientes contenidos adicionales:

  • Tráiler

  • Fotos exclusivas del rodaje

  • Vídeo comentario del director Álex de la Iglesia y del guionista Jorge Guerricaechevarría

  • Guion de script de El bar

  • Cómo se hizo. Documental dividido en cuatro partes: El Vermut (Localizando El bar); Unas aceitunas (Personajes y director); Un café (Dentro de El Bar); Copa y puro: Making of.

Crítica: El bar

No cabe duda de que Álex de la Iglesia es uno de los cineastas con más personalidad del panorama nacional. Con El día de la bestia y la que es su gran obra maestra, La comunidad, el director bilbaíno asentó las bases de su cine y se afirmó como una de las grandes esperanzas del fantástico en España. Aquellos días quedan ya lejos, pero no se puede negar el efecto que las primeras películas de Álex de la Iglesia ejercieron en el mercado autóctono (y parte del extranjero), más dispuesto a arriesgar y dar carta blanca a nuevos realizadores de fantaterror que han seguido sus pasos. Que directores como De la Iglesia o Nacho Vigalondo tengan libertad para seguir experimentando y llevando las ideas más demenciales a nuestras pantallas es ya motivo de celebración. Ahora bien, no lo es todo.

Trabajos más recientes de De la Iglesia como Balada triste de trompetaLas brujas de Zugarramurdi Mi gran noche, han permanecido fieles a su visión, pero se han quedado a medias en muchos sentidos, con una cosa muy evidente en común: potencial malgastado. Con su nuevo film, El Bar, el prolífico director sigue ese mismo camino, planteando una premisa genial y llena de posibilidades que nos divierte y nos ilusiona hasta que se va todo al traste y llega el inevitable bajón. Esta es ya la tónica (Schweppes) del director, por lo que es aconsejable hacerse a la idea y disfrutar de todo lo que la película tiene que ofrecer, que, a pesar de la decepción, es mucho.

El bar es un thriller coral en clave de comedia ambientado en el centro de Madrid. Como las últimas obras de Vigalondo (Open Windows) o Eugenio Mira (Grand Piano), la película parte de una idea sencilla para desarrollar un adictivo entramado de misterio que se apoya en los mecanismos narrativos del cine de Hitchcock y el whodunit clásico para luego dinamitarlo a base de acción, paranoia y giros sorprendentes. Son las 9 de la mañana, y un heterogéneo grupo de desconocidos desayunan en una cafetería de toda la vida, regentada por una señora de toda la vida (una de las musas de De la Iglesia, Terele Pávez) y su casi-hijo (Secun de la Rosa): entre otros, una pija que se desvía de su camino a una cita (Blanca Suárez), un hipster barbudo (Mario Casas), un ama de casa con afición por las tragaperras (Carmen Machi) y un vagabundo con los cables cruzados y tendencias proféticas (Jaime Ordóñez). Uno de los clientes se marcha a toda prisa, y al salir por la puerta, recibe un disparo en la cabeza y es tumbado frente al bar. A continuación, las calles se quedan desiertas, y los demás no se atreven a salir, temiendo lo peor. En las noticias hablan de un incendio en el centro de Madrid, pero ellos saben que solo es una tapadera para encubrir la verdad. A partir de ahí y sin moverse del local, todos harán lo posible por descubrirla y sobrevivir.

El bar plantea una situación límite para reflexionar sobre hasta dónde estamos dispuestos a llegar para salvar el pellejo. Un experimento que pone a prueba a un grupo de personajes de procedencias y personalidades muy diversas en un contexto de crisis económica, desinformación y forcejeo entre pasado y presente, en el que no hay enemigos claros, donde el monstruo al que se enfrentan es el miedo y la ignorancia. Ese es el mayor acierto de El bar, que durante sus ágil primera mitad propone un puzle que transcurre a base de diálogos ingeniosos, punzantes y a menudo hilarantes que nos hablan de los prejuicios y la desconfianza que condicionan a la sociedad actual, mientras que, a su vez, se desarrolla como un thriller fantástico en el que todo es posible. Un virus, una invasión extraterrestre, una epidemia zombie… Cualquier opción es tan loca como plausible en El bar, y lo que no sabemos es lo que da forma al misterio. Sin embargo, el whodunit no tarda en resolverse, y lo que sigue a continuación es una lucha de poder entre unos desconocidos convertidos en salvajes por las circunstancias. Asistir al derrumbe emocional de los personajes, a las revelaciones sobre sus personas, a su transformación en bestias, es lo que hace que El bar sea tan eficaz y divertida. Hasta que deja de serlo.

El mejor Álex de la Iglesia parece haber vuelto en la primera mitad de El bar, pero es solo un espejismo. El tercer acto hace que la película se le vaya completamente de las manos. Si la mayoría de sus films culminan en las alturas, el clímax de El bar tiene lugar en las profundidades, concretamente en las alcantarillas de Madrid, donde los supervivientes viven, literalmente, su descenso a los infiernos infestados de ratas y cucarachas. Una oportunidad de oro que De la Iglesia aprovecha para llevar un paso más allá el elogio a la asquerosidad, el feísmo y la mugre que suele caracterizar a su cine y que en esta película se convierte en una sinfonía de fluidos, primeros planos de bocas podridas disparando saliva, colillas y mierda flotante que parece vivirse en 3D y Odorama (para taparse los ojos como en el terror más traicionero). Pero a lo que iba, en este desenlace alargado hasta la extenuación, De la Iglesia favorece la acción por la acción (como de costumbre), con 20 minutos de persecución pesada y repetitiva que dejan algo muy claro: si hay una película que debería haber durado 80 minutos es esta.

No obstante, hasta que la acción se traslada a las alcantarillas, El bar nos da bastantes alegrías. Los que admiramos el cine de De la Iglesia nos encontramos en ella con todo aquello que nos gusta de él, tan excesivoanimal y lleno de mala leche como siempre: su pericia filmando las escenas de acción, una puesta en escena impecable (es un decir, que se regodee tanto en la suciedad no hace sino convertir la experiencia en algo más incómodo, violento y visceral, que es la idea), un manejo de la cámara y un montaje que transmiten a la perfección la tensión, la claustrofobia y la ansiedad de la historia (aunque también se usen para ejecutar una repugnante escena sexista de explotación desde todos los ángulos posibles del físico de Blanca Suárez), un reparto de excepción que pone de manifiesto la buena dirección de actores que siempre lleva a cabo (todos están fantásticos, en especial Pávez, De la Rosa y Machi). Y hasta que se atrofia, un ritmo muy solvente que invita a dejarse llevar y disfrutar.

El bar está lejos de ser un descalabro (su primera parte es brutal y en general supone una mejora considerable con respecto a Mi gran noche), pero no es la gran película que podría haber sido. Por culpa de un guion sin pulir (escrito como de costumbre junto a Jorge Guerricaechevarría) y la falta de autocontrol de De la Iglesia, esta supone otra oportunidad desaprovechada.

Pedro J. García

Nota: ★★★

Crítica: Mi gran noche

Blanca, Santiago y sus ayudantes

La idea era cojonuda. Una comedia negra que transcurre a lo largo de una sola noche durante la grabación de un especial de Nochevieja para televisión en pleno agosto, mientras el mundo exterior se viene abajo por los disturbios provocados ante los inminentes despidos de la cadena en plena crisis. Esa es a grandes rasgos la premisa de lo nuevo de nuestro enfant ya no tan terrible Álex de la IglesiaMi gran nochecon la que el director traza un puente directo hacia su película de 1999 Muertos de risa. Insisto, la idea era magnífica. El resultado, no tanto.

Mi gran noche es una oda pasada de rosca a la vertiente más casposa de la televisión española, los programas especiales made in José Luis Moreno, un género en sí mismo que simboliza mejor que ningún otro la decadencia y el embuste de nuestra querida caja tonta. De la Iglesia nos prepara un desquiciado recorrido entre bambalinas para conocer los entresijos de una producción de estas características, cargando escopetas ideológicas y desmitificadoras (aunque en este caso no haya mucho mito que desmontar) como si fuera Aaron Sorkin o Tina Fey, pero para acabar disparándolas de verdad y armar la de Dios, como bien mandan los cánones de su cine. La crítica al absurdo y la manipulación tras los focos no está de más, pero aquí hemos venido a ver cómo se va todo a tomar por culo.

Cuando Jose (Pepón Nieto) se adentra en el pabellón industrial donde se graba el programa para sustituir a un figurante que acaba de ser aplastado por una grúa de grabación, no tiene ni idea de lo que le espera ahí dentro. Cientos de personas llevan encerradas allí una semana y media fingiendo celebrar el fin de año con copas de champán de atrezo, obligados a sonreír y aplaudir sin descanso. La desesperación aumenta, la locura se desata, es como estar celebrando el Día de la Marmota una y otra vez metidos en el Metropol de Demons, pero sin marmotas ni zombies (exceptuando a Raphael, claro, pero vayamos por partes), que es lo único que falta. Claro que con la fauna que puebla el film, tampoco se echan de menos.

De una pareja de presentadores a lo Ramón García y Anne Igartiburu en plena guerra de los Rose (Hugo Silva y Carolina Bang) a un cantante de electro latino falto de neuronas llamado Adanne (Mario Casas parodiando a Bisbal) al que una pilingui engaña y fela para llevarse su semen con idea de extorsionarlo, pasando por un desquiciado fan fatal que planea asesinar a su ídolo en falso directo al más puro estilo Mark David Chapman (Jaime Ordóñez) o una figurante gafe (Blanca Suárez) azote (despampanante) de sus compañeros de fatigas festejos (Ana Polvorosa, Luis Fernández, Antonio Velázquez), que rehúyen de ella como de la peste, por miedo a acabar también debajo de la grúa.

Mi gran nochePero sin duda, el mayor reclamo de Mi gran noche (con permiso de la gran Terele Pávez) es ver al cantante Raphael autoparodiándose como Alphonso, proyección aumentada (o no, que a mí me han contado realidades de primera mano que superan con creces a la ficción) de la personalidad pública del artista, que con la edad se ha labrado una importante reputación como persona excéntrica, exigente y tirana. Lo cierto es que ver a Raphael riéndose de sí mismo de aquella manera tan excesiva y esperpéntica es una de las mejores bazas de Mi gran noche, pero como ocurre con todas las demás, la idea no alcanza su verdadero potencial (a pesar del buen hacer de Carlos Areces dándole la réplica). Que Raphael se preste a esto es genial, pero ni es actor ni es gracioso, por lo que al final la broma se queda solo en eso, en un gag imposible de estirar para convertir en una película. De la Iglesia y su co-guionista Jorge Guerricaechevarría manejan una cantidad ingente de hallazgos y ocurrencias, brillan ocasionalmente con un par de golpes contundentes de comedia corrosiva, pero en última instancia no son capaces de dar forma a la historia ni de llevarla a buen puerto (De la Iglesia no sabe cómo terminar la película, algo que le lleva ocurriendo ya bastante tiempo).

Lo que tenemos aquí es a un Álex de la Iglesia moviéndose por inercia. El bilbaíno dirige con la solvencia y el brío que lo caracteriza (las secuencias musicales y de acción son excelentes, claro), pero narra con el piloto automático, dando justo lo que se espera de él, cuando lo que hace falta ya es un poco más que eso (que eres el director de La comunidad, por el amor de Carmen Maura). Mi gran noche era una oportunidad perfecta para hacer la gran comedia española (españolísima) del año (antes de que cierta secuela venga para reclamar este título probablemente sin merecerlo), pero ha sido malgastada en un film con dos o tres puntazos que pasará sin pena ni gloria.

Valoración: ★★½

Crítica: Musarañas

Macarena Gómez Musarañas

Que el nombre de Álex de la Iglesia aparezca más destacado en el póster de Musarañas que el de sus directores no es solo una estrategia publicitaria, sino también un indicio de lo que el espectador se va a encontrar en ella. La película está realizada por Esteban Roel y Juanfer Andrés, mientras que De la Iglesia se reserva el puesto de productor. Pero no cabe duda de que, sin desmerecer por ello el estupendo trabajo del tándem firmante, Musarañas es en forma y fondo una película del director de El día de la bestia. Su sello inconfundible se puede percibir en todos y cada uno de sus planos, así como en el tono más bien tragicómico con el que se cuenta la historia o su potencia visual. De hecho, Musarañas nos remite concretamente a la obra maestra del realizador bilbaíno, La comunidad, otro cuento macabro y trastornado, si bien mucho más arraigado en la comedia, que se ambienta íntegramente en un edificio de Madrid.

Musarañas es la historia de dos mujeres huérfanas que viven juntas en un apartamento de la capital durante los 50 de la posguerra. Montse (Macarena Gómez) se ha pasado la vida cuidando de su hermana pequeña (Nadia de Santiago) tras la muerte de su madre al darle a luz y el posterior abandono de su padre (Luis Tosar). Mientras la niña, que ya no es tan niña (acaba de cumplir 18 años), sale a trabajar, su hermana permanece encerrada en el piso, donde ejerce como costurera. Montse se ha escondido toda la vida en esa madriguera de musarañas, llevando una existencia de luto, penitencia y oración, raíz de la educación profundamente religiosa que le inculcó el padre, algo que se refleja en la enfermiza sobreprotección con la que trata a su hermana. Esta vida de clausura lleva a la mujer a padecer agorafobia, enfermedad que le impide dar un paso más allá del umbral de su puerta, y por tanto a relacionarse con el resto del mundo, especialmente con los hombres. A pesar de controlar a duras penas su comportamiento obsesivo y sus desequilibrios mentales gracias a la morfina que le proporciona una clienta, el mundo de Montse se volverá patas arriba con la irrupción de Carlos (Hugo Silva). El apuesto vecino de arriba de las hermanas se ha caído por las escaleras huyendo de sus propios secretos y encuentra refugio en la madriguera de Montse, de donde quizás no vuelva a salir.

MusarañasCon Musarañas, Roel y Andrés componen un siniestro relato de terror psicológico en el que lo mundano triunfa sobre lo fantástico y donde el fanatismo religioso y el propio miedo son el verdadero monstruo. Durante su primera mitad, la película está construida como una sátira vehemente diseñada para arremeter contra los dogmas clásicos de la religión católica. Montse simboliza la castidad (o la androfobia), la culpabilidad y el castigo, valores religiosos que convierten el crucifijo en su yugo. Sin embargo, pronto nos damos cuenta de que no es la cruz lo que la ha convertido en una musaraña, sino su pasado. A medida que vamos viendo su verdadero rostro, el film se vuelve cada vez más claustrofóbico. Nosotros somos Carlos, la presa de Montse. Nos encontramos en una tesitura similar a la que James Caan vive en Misery (con análoga escena violenta no apta para aprensivos), lo que por tanto convierte a Macarena Gómez en la Annie Wilkes patria. Observándola, pronto nos damos cuenta de que todo es posible en ese piso de Madrid. Y efectivamente así es. Musarañas cuenta con una recta final absolutamente desmadrada en la que la sangre emana a borbotones y el melodrama a lo Amar en tiempos revueltos da paso al más delicioso e histriónico esperpento marca De la Iglesia.

En el apartado interpretativo, los desequilibrios son la tónica general. Hugo Silva tiene buen porte, encaja perfectamente en el perfil del personaje, pero no actúa, se limita a leer sus frases, y hasta eso lo hace regular. Y no me hagáis hablar de Carolina Bang, que también se cuela en esta (en serio, no me hagáis hablar de ella). Nadia de Santiago es quien logra la actuación más moderada, perfectamente contenida hasta que tiene que dar rienda suelta al drama. Sin embargo, no cabe duda de que Macarena Gómez es el corazón y las tripas de Musarañas. Esta actriz de extremos opuestos ofrece una interpretación tan desmesurada y teatral como memorable, dejándonos por un lado momentos de sorprendente fragilidad y por otro escenas de una fuerza visceral arrebatadora (atención a su conmovedor Padrenuestro en la cama). Su Montse es a la vez Piper Laurie y Sissy Spacek en Carrie, una inolvidable loca del coño que se suma por méritos propios a los anales del terror nacional.

Valoración: ★★★½

Crítica: Las brujas de Zugarramurdi

Hugo Silva Mario Casas Las brujas de Zugarramurdi

Después de confraternizar con el Diablo en El día de la bestia, Álex de la Iglesia perdió el contacto con él. Lo recupera (bueno, más bien a algunas miembras de su familia) para Las brujas de Zugarramurdi, la nueva chifladura de uno de los directores más personales e intransferibles de nuestro cine. De nuevo junto a sus musas Carmen Maura (con la que hizo la que sigue siendo la mejor película de su filmografía, La comunidad), Terele Pávez y Carolina Bang, De la Iglesia nos propone un viaje alucinante a la España profunda salpicado de vísceras, fluidos corporales y mucha mala leche. Las brujas de Zugarramurdi es una comedia de terror infecta y excesiva, como debe ser.

Acompañamos a Hugo Silva y Mario Casas, dos ladrones de poca monta, desde el mismísimo corazón de Madrid, la Puerta del Sol -con su laísmo, sus Bob Esponjas y Mickey Mouses falsos y sus “compro oro” a cada dos pasos- hasta el pueblo de Zugarramurdi, donde viven las brujas. Un recorrido que documenta las miserias de nuestra absurda y precaria realidad, y que nos conduce a una España estancada en el VHS y Jose Luis Moreno, un destino final donde todo está podrido, lleno de telarañas y manchas secas de heces, un agujero negro de progreso en el que solo una criatura es capaz de prosperar: la mujer. Porque “la mujer fue hecha a imagen y semejanza de Dios”, y el trío lalalá formado por Maura, Pávez y Bang son las brujas que se comen todo y a todos con tal de recuperar el lugar que les pertenece en el mundo.

Las brujas de Zugarramurdi Carmen Maura

Las brujas de Zugarramurdi está dividida en tres secciones algo irregulares entre sí. De la primera parte destaca el excelente dúo cómico formado por Silva y Casas (del que sobresale Casas), responsables de los mejores diálogos de la cinta (problemas de vocalización aparte). El arranque de la película es toda una declaración de intenciones (un Jesucristo plateado y un soldado de juguete atracando una casa de empeños). A partir de ahí, los acontecimientos se suceden sin pausa hasta que nos adentramos en la mansión de las brujas y asumimos que todo es posible. La comedia de De la Iglesia es dinámica, explosiva, y nos depara los mejores Las brujas de Zugarramurdi cartelmomentos cuando Maura aparece para reclamar su trono. Pávez está sensacional, como siempre (Marutxi, te quiero, adóptame). Bang está todo lo explosiva que no fue capaz de estar en Balada triste de trompeta. Pero Maura es mucha Maura. Solo con ver a esta matriarca adoradora de la Venus de Willendorf caminando por el techo, dándonos un sublime monólogo de la súper-vagina o imitando el grito de guerra de Xena la princesa guerrera merece la pena la experiencia.

Por desgracia, Las brujas de Zugarramurdi no logra aguantar el tipo hasta el final. A pesar del apoteósico (y asquerosísimo) clímax, un aquelarre/botellón medieval en el que salta a la vista el desorbitado presupuesto y donde se nota la afición del director por cosas como Los Goonies o Jurassic Park (impresionantemente bueno el CGI de la Venus), De la Iglesia acaba perdiendo el norte del relato y no tiene ni idea de cómo cerrarlo. Pero bueno, se lo permitimos porque hacía tiempo que no nos divertía tanto, que no nos contaba una historia con la demencia y el gusto de antaño por la guarrería y la costra. Las brujas de Zugarramurdi nos devuelve al De la Iglesia que más nos gusta, y además llega en el momento más adecuado, cuando nuestra increíblemente surrealista y arcaica realidad pide a gritos un gran aquelarre que acabe con todo y con todos e instaure un nuevo régimen: el de Carmen Maura.