Pocas películas tienen la suerte (o la desgracia) de acumular tantísimas expectativas a lo largo del tiempo. El hombre que mató a Don Quijote (Terry Gilliam, 2018) ha estado gestándose durante 25 años con múltiples rodajes, cancelaciones, reescrituras y juicios, historias que han dado la vuelta al mundo debido a lo rocambolesco de su naturaleza y que fueron parcialmente recogidas en Lost in La Mancha (Keith Fulton y Louis Pepe, 2002), el estupendo documental sobre uno de los intentos fallidos de Gilliam de rodar la película.
Cuando hace un par de años volvieron a surgir las noticias sobre el reinicio del los preparativos para reanudar el proyecto, Terry Gilliam declaró en una entrevista que, después de tanto tiempo, había perdido totalmente la perspectiva y ya no sabía si quería terminar la película por pasión artística o por quitarse el peso del proyecto de encima. Por desgracia, esa pérdida de perspectiva salta a la vista a lo largo de todo el metraje y acaba siendo uno de sus mayores enemigos, pues, tirando de un paralelismo tan obvio como cierto, Gilliam es un Quijote que ha sido brutalmente derrotado por el gigante que ha sido su película.
El mayor miedo que podía haber al enfrentarse al Quijote de Gilliam podría ser que no estuviera a la altura del mito forjado durante más de dos décadas, o que se hubiera quedado a medio gas, pero incluso estas posibilidades habrían sido una mejora respecto al pequeño desastre que es el resultado final. Empezando por la historia, se advierten varios cambios respecto a lo que había trascendido del argumento inicial, lo cual es lógico, ya que lo que no habría sido normal es que el guion hubiera permanecido intacto durante 25 años.
Lo más interesante es el juego meta-lingüístico que convierte la película en un cuento de cine dentro del cine, de arte dentro del arte, del proceso de creación de una obra personal. Lo menos interesante y más grave es que aunque no llegásemos a conocer a fondo la premisa original, se puede ver con total claridad que la final es un cúmulo de ideas que se le han ido ocurriendo al director y a su co-guionista, Tony Grisoni, a lo largo de estos años, y a las que no han sabido dar coherencia narrativa (dentro de los parámetros surrealistas e impredecibles de Gilliam, claro). El tramo final es el que lleva la huella del director más pronunciada pero curiosamente, también es el que más se le va de las manos. Hacer que el desencadenante del clímax lo motive la trama de un maligno empresario ruso es arriesgado, ya que no cuaja en ningún momento con el universo Gilliam, aumentando la sensación de caos creativo.
En un momento al comienzo de la película, Toby, el director de cine interpretado por Adam Driver, se refiere al largometraje que realiza como proyecto de fin de carrera diciendo que “hace tanto tiempo que la hizo que es como si la hubiera hecho otra persona”. Sin duda, es Gilliam hablando a través de él, a modo de introducción de todo lo que vamos a ver a continuación. Resulta llamativo y decepcionante que alguien con un estilo tan personal como Terry Gilliam haya hecho una película en la que su personalidad artística esté tan ausente. Quizás haciendo una adaptación más directa de la novela de Cervantes o metiéndose más en la mente del personaje de Don Quijote, su habitualmente intransferible identidad se habría manifestado más intensamente.
Sin embargo, esto no es lo peor de la película. La errática representación de la mujer provoca más de un momento muy desafortunado con los personajes de Olga Kurylenko y Joana Ribeiro. Es como si el guion estuviera escrito por un señor chapado a la antigua estancado en el pasado. Gilliam no es ajeno a las opiniones polémicas (recientemente denunció el Times Up calificándolo como un “movimiento mafioso”), pero aun así, el trato de los personajes femeninos en el film sorprende, porque la misoginia no es algo que se pueda encontrar en sus anteriores películas. Es un misterio de dónde han salido tantas malas decisiones en este departamento.
Algo que sin duda brilla en El hombre que mató a Don Quijote son las interpretaciones de Adam Driver y Jonathan Pryce, probablemente lo único que se puede calificar como realmente destacable de forma positiva. Driver evoluciona de un director de cine desagradable a un desquiciado e inesperado Sancho Panza con todo el talento que lo lleva caracterizando estos últimos años. Pero ante todo hay que arrodillarse ante el Quijote que Pryce, viejo amigo y colaborador de Gilliam, que encarna de una forma profundamente humana y descorazonadora a nuestro icono de la literatura.
Es inevitable pensar que Gilliam ya ha hecho esto muchas veces y con mucho más éxito. Explorar las fronteras entre la realidad y la fantasía, y cómo la locura afecta al ser humano a la hora de discernir entre lo real y lo imaginado siempre ha sido uno de sus temas predilectos. Sin ir más lejos, El rey pescador cuenta prácticamente lo mismo pero con toda la fuerza que le falta a El hombre que mató a Don Quijote. Y por seguir nombrando ejemplos, el ex Monty Python tiene tres obras maestras que giran en torno a esta idea, como son Las aventuras del Barón Munchausen, Doce Monos y Tideland. Volver a recorrer el mismo terreno para no aportar nada hace que la decepción sea mayor.
Es una pena que para muchos de nosotros sea imposible separar la película de la accidentada historia que trae a sus espaldas. No solo es difícil, sino que es escena tras escena podemos contemplar el testimonio de la maldición que ha caído sobre el proyecto durante dos décadas, a través de continuos guiños al proceso real de creación de la película. De hecho, se podría decir que es casi una ficcionalización de Lost in La Mancha, más que una historia inspirada en el Quijote.
Aunque El hombre que mató a Don Quijote fracase en tantos aspectos, el hecho de que exista es un milagro del que alegrarse por dos motivos. Primero, porque todo artista con una visión específica que compartir con el mundo debería tener la oportunidad de sacar adelante su obra, y segundo, porque de esta manera, Gilliam por fin puede dejar atrás este largo y tortuoso capítulo de su vida para pasar a su próximo proyecto.
La maldición del Quijote tiene un lado positivo: nos ha regalado las interpretaciones de Pryce y Driver, pero por lo demás, habrá que seguir soñando con cómo habría sido la película si se hubiera hecho en su día.
Daniel Andréu
Nota: ★★★